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Juan José Campanella. Foto: Iván Franco

El secreto de sus tablas

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El cineasta argentino Juan José Campanella presentará su primera obra de teatro en Montevideo.

Ganó un Oscar, llenó salas con historias de clubes barriales, escritores frustrados y dramas policiales, vivió 20 años en Nueva York y dirigió series como “La ley y el orden” y “House”. Pero Juan José Campanella es mucho más que eso. También se ha convertido en un sello infalible dirigiendo actores: ha transformado a su protagonista habitual, Ricardo Darín, y a otros como Guillermo Francella, al que muchos desconocieron en “El secreto de sus ojos”. Dos años después de haber estrenado “Metegol”, su película de animación basada en un cuento del “Negro” Roberto Fontanarrosa, Campanella visitó Montevideo para presentar su primera obra de teatro, “Parque Lezama”, que irá los días 20, 21 y 22 de noviembre en el teatro El Galpón, con Luis Brandoni y Eduardo Blanco como protagonistas. Cuando era un veinteañero que recién llegaba a Nueva York, decidió asumir otro desafío: comer panchos por dos meses, y así asegurarse un ahorro para la entrada de “I'm Not Rappaport”, la obra de Herb Gardner que marcó su filmografía y que ahora decidió adaptar, 30 años después. “Uno no tiene que perder el punto de vista de su individualidad, como tampoco el de trabajar para una comunidad. La película que mejor retrata eso es 'Qué bello es vivir'”, dice, recordando ese film sobre los vínculos humanos y la posibilidad del impulso solidario.

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-Has dicho que cuando viste la obra de Herb Gardner te recordó muchas cuestiones argentinas. ¿En qué sentido? ¿En el retrato humano?

-Mientras la veía pensé en el Parque Lezama, en muchos sentidos. Incluso creo que perfectamente podría ser Montevideo, en lo que se refiere al sentido del humor. En ese entonces recién llegaba a Nueva York, y pensaba que iba a tener una experiencia en un lugar exótico, pero cuando fui a ver esa obra era como si transcurriera a dos cuadras de casa. Con el paso del tiempo me di cuenta de que somos muy parecidos. Creemos que tenemos mucha influencia europea, y la verdad es que es poca. Más allá de la política exterior de Estados Unidos, tenemos cosas en común, sobre todo Nueva York -que no es Estados Unidos- y Buenos Aires, donde hay mucho cruce de nacionalidades y de culturas. Además, son ciudades donde dominan dos grupos étnicos fundamentales para captar el humor, como son los judíos y los italianos, y que son muy parecidos entre sí, por ejemplo, en reírse de las desgracias. En Parque Lezama todo lo que sucede es dramático, y estás muriéndote de risa toda la obra. El autor era un comunista afiliado al que persiguieron durante años; esto se ve en la obra: el personaje de [Luis] Brandoni es un viejo militante comunista, y termina con “La internacional” a todo volumen. A mí siempre me emociona ese momento.

-En la escuela de cine, mientras la mayoría de tus compañeros admiraba los films de Jean-Luc Godard, tu referencia era ¿Y dónde está el piloto? Eso ya marcaba tu impronta.

-La comedia y el humor me gustaron siempre. Uno va cambiando de estilos de humor, pero mirar la vida a través del humor es algo que me atrajo siempre. Creo que uno de los grandes pensadores del siglo XX es George Carlin, un artista de stand up estadounidense muy antisistema [recomienda Jamming' in New York, “Zapando en Nueva York”]. Pero en nuestros países también hubo una gran tradición de humor. Ahora está un poco alicaído, y esto es algo que me ha generado problemas con los standuperos argentinos, porque creo que hacen un humor sobre nada. Y todo bien con Seinfeld, pero hay que ser genios para hacer eso.

-Vos apelás a la comedia dramática como género.

-Claro, es la comedia a la italiana y el humor judío.

-Has sido cuestionado por un sector de la crítica que prefiere hacer hincapié en lo que se llamó el “nuevo cine argentino”, en una oposición muy compleja entre cine de autor y cine comercial.

-Cuando llegué a Buenos Aires en 1999, mi primera película [El mismo amor, la misma lluvia] tenía como protagonista a un escritor que, por frustración, se convirtió en crítico. Eso no me lo perdonaron nunca, y empezó una relación conflictiva. Pero creo que ahora esas cosas han desaparecido bastante. Para mí, en este momento, discutir sobre cine es superfluo.

-¿Cuando se reduce al ejercicio estético?

-Sí, que cada uno haga la película que quiera, y encontrará la audiencia que se comunique con ese estilo. El cine no está obligado a tener una forma o estilo especial, y está bien que sea así. Porque toda esa discusión de los 90 y principios de los 2000 tenía que ver con qué cine había que hacer. Ese debate me parecía superfluo, porque, en definitiva, cada uno va a hacer la película que quiera.

-¿Por qué decidiste irte, a principios de los 80?

-Había un estancamiento en el cine argentino, y además veníamos de la mejor década del cine estadounidense: ese cine de los 70 que incluyó hasta una efervescencia en lo social. Por un par de años me salvé de ser de la generación de La guerra de las galaxias [George Lucas, 1977], porque cuando se estrenó, en 1977, yo tenía 18 años y creía que era para chicos. Venía de ver, a los 16, Tarde de perros [Sidney Lumet, 1975]; por una diferencia de dos años, me tomó ese cine sucio neoyorquino, que abarcaba hasta las películas musicales -como Fama-. Y para allá me fui. Ahí fue donde descubrí el cine italiano, porque en Argentina la mayoría de esas películas eran prohibidas para menores de 18, o prohibidas en general, porque todavía estábamos en dictadura. Allá encontré la película que, en cine, marcó muchísimo mi estilo: Nos habíamos amado tanto [Ettore Scola, 1977]. Cuando la vi estaba en el primer año de la escuela de cine, y me di cuenta de que eso marcaba mi camino. Lo mismo me pasó en teatro con I'm Not Rappaport, y prácticamente tienen la misma temática, con discusiones políticas y muchísimo humor, e incluso finales comparables.

-¿Cómo llegaste a Te rompo el rating [la primera película de Jorge Porcel apta para todo público]?

-Cuando estudiaba cine conseguí un trabajo como asistente de producción en publicidad. Hice dos propagandas y decidí huir; nunca más. Mi profesor de montaje trabajaba en la productora Aries, y mientras yo estudiaba ingeniería me rateaba de la facultad para ir a trabajar con él. Así conseguí un meritorio [trabajo como aprendiz], que era obligatorio para el sindicato, porque había que hacer dos películas gratis. Para mí era como tocar el cielo con las manos. Hay una foto en la que estoy con la pizarra, al lado de [Alberto] Olmedo y Moria Casán... ¡y tenía 20 años! También me di cuenta de que siguiendo la carrera no iba a llegar a lo que quería. En aquel momento, con Fernando Castets, estrenamos nuestra primera obra de teatro como autores, Off Corrientes [1982], en la que Eduardo Blanco era protagonista. En el off tuvo mucho éxito, y entonces decidí irme a estudiar a Estados Unidos, porque había dos rubros en los que quería profundizar, dirección de actores y guion, y sentía que en Argentina no lo lograba.

-Yendo a tus películas, Luna de Avellaneda (2004), como una continuidad de las anteriores, retrata el desmoronamiento de la clase media y vuelve sobre temas recurrentes en tus trabajos, como la memoria, la crisis y la solidaridad. Pero también se puede rastrear el contexto histórico y político.

-Ahí está la influencia de Nos habíamos amado tanto. Sobre todo la cuestión de la política apartidaria, la política del hombre común. La idea de que el hombre común, en todos sus actos, está haciendo política. Eso está muy presente en Nos habíamos amado tanto y en Parque Lezama. En ese sentido, Luna de Avellaneda es la más explícita. Pero la influencia del individuo en la comunidad y la de la comunidad en el individuo me interesan mucho, sobre todo cómo se retroalimentan. Viste que siempre hay dos visiones, la estadounidense, que es muy individualista, y la comunal, en la que la comunidad es todo. Creo que se da una combinación de las dos: uno no tiene que perder el punto de vista de su individualidad, pero tampoco el trabajar para una comunidad. La película que mejor retrata esto es Qué bello es vivir [Frank Capra, 1946].

-En Nos habíamos amado tanto se dice: “Creíamos que íbamos a cambiar el mundo y el mundo nos cambió a nosotros”.

-Mirá, esa frase, de cuando están comiendo los tres, también está en Parque Lezama, y en el original, no fue que la incluí yo. Ellos dicen algo así como “íbamos a cambiar el futuro, pero el futuro ya pasó”.

-Retratás el vínculo con la comunidad y los espacios que se están perdiendo, junto al peso de decisiones claves que después determinan la vida de los personajes.

-Totalmente. Eso de mirar hacia atrás es algo que me obsesiona. ¿Qué habría pasado si aquel día, en vez de anotarme en tal escuela, me anotaba en otra? Ese “¿qué habría pasado?”. Me pongo a pensar en eso y puedo ir a cualquier lado, no paro más. A mis películas las acusan de nostálgicas, pero creo que es una mala interpretación, porque en realidad todas las películas tratan -en esto de los personajes que miran hacia atrás- de gente intentando cerrar el pasado para poder seguir adelante. No están añorando ese pasado, sino que están atrapados. El hijo de la novia [2002] empieza con el protagonista añorando cuando era niño y termina cuando comienza a crear su propio lugar. Lo mismo ocurre en Luna de Avellaneda, haciendo un club nuevo. Justamente se trata de eso, de cómo se abandona la nostalgia.

-Es un abandono de la nostalgia a partir de un cine de diálogo.

-Sí, ahí viene la influencia del teatro, que me gusta muchísimo, y también me gusta mucho charlar en la vida real. Me gusta el diálogo. En estos últimos 20 años se desprestigió al diálogo en cine. Se lo ve con una teoría que considero limitante, y que tiene que ver con que el cine es imagen. Para mí eso es reduccionista, porque creo que el cine es la suma de muchas artes: de la imagen, de la palabra, de la música, de la plástica, del diálogo. Mis películas preferidas cruzan buenos diálogos y buenas imágenes.

-En El secreto de sus ojos (2010), esa comunidad de la que hablabas se traslada al tribunal, un lugar más bien frío, pero donde también se mantiene la cuestión del pasado y de los vínculos.

-Está presente esa cuestión de la familia que uno elige. Casi en ninguna de mis películas -sólo en El hijo de la novia- hay familia sanguínea. Porque la verdad es que uno pasa más tiempo con la familia que elige que con la familia de uno, sacando a los hijos y a la pareja, obviamente. Me interesan mucho esas familias que no están unidas por sangre sino por intereses o afinidades. Y Tribunales es muy particular; no sé cómo funciona acá. Hace 15 años abrieron el otro, Comodoro Py, que es el doble de grande, pero durante un siglo toda la Justicia argentina trabajó en el Palacio Tribunales. Esa película fue la primera que dejaron filmar ahí, pero porque lo logró mi hermana, una de las primeras mujeres que entraron a trabajar en el lugar. Ahora les gustó, y ya han filmado El clan [Pablo Trapero, 2015] y varias más. Tribunales es una familia; la gente que se jubila extraña, y se va a comer a la esquina. A los viejos jubilados los podés encontrar a dos cuadras. Vos imaginate si hubiera un edificio donde trabajaran todos los periodistas de Uruguay durante 40 años, y donde estuvieran todas las revistas y los diarios en un mismo edificio. Es una locura. Y de todas las películas, en ésta es donde aparece más esa idea de familia elegida.

-¿Cuándo surgió la película? ¿Fue en la primera lectura de la novela [La pregunta de sus ojos, de Eduardo Sacheri, en la que se basa]?

-Cuando empecé a leerla dije: “¡Qué comienzo cinematográfico!”. Después se me pasó, me absorbió la novela y no pensé más en eso. Después de un año de darle vueltas a la historia, encontré una unión: el personaje de la mujer, que en realidad sólo existe en el presente, cuando él escribe la novela para conquistarla. Lo que encontré fue el tema de la pasión, y que los tres personajes principales, el de Darín, el del viudo y el del asesino, eran versiones distintas de la pasión: una pasión perversa que lleva a la muerte; la pasión del viudo, al que le matan a su mujer antes de que la convivencia desgastara el apogeo de su amor; y la del otro, que se queda prendido de esa irrealidad y que nunca llega a enamorarse de otra persona, porque quedó enamorado de una mujer que conoció muerta. Con esto en mente, me encontré con Eduardo [Sacheri] y empezamos a trabajar en la película.

-¿Y la apuesta por la sociedad Campanella-Darín?

-Con Fernando estábamos escribiendo El mismo amor, la misma lluvia, y en Buenos Aires vi un capítulo de Mi cuñado, una comedia que estaba haciendo Ricardo. Me llamó mucho la atención lo real que era. Dije: “Este papel lo va a hacer increíble”. Cuando se lo mandamos, le gustó. Y así comenzó. Los otros ya fueron escritos con él en mente.

-En paralelo a esto, ¿cómo ves al Oscar y tu trabajo en Estados Unidos?

-El trabajo de Estados Unidos no tiene punto de contacto con el cine. Tengo la suerte de poder elegir el programa que me gusta, trabajo con gente que sabe mucho y tengo la oportunidad de aprender. Lo tomo como algo laboral, porque siempre lo escribe otro y es la invención de otro. Y también lo tomo como ejercicio. Algo que resolví es no tener un jefe que sepa menos que yo. Cuando hace unos años estaba trabajando para un idiota dije: “El único lujo que me puedo dar en la vida es trabajar con gente que sepa más que yo”. El último programa lo hice con Carlton Cuse, que fue el que hizo Lost, durante los ocho años. Conoce muy bien las transformaciones que están sucediendo en la televisión, porque está muy metido en el tema. Por ese lado se viene un gran cambio. La televisión de aire murió, estamos en un momento muy conflictivo. Lo más claro del Oscar es que me dio la posibilidad de hacer Parque Lezama. En ese entonces decidí hacer Metegol en abril de 2010, y el Oscar lo habíamos ganado en marzo. Todas las ofertas que tuve -Terminator 5, Los 4 Fantásticos, etcétera- me vinieron cuando estaba haciendo Metegol, y respondí que no. Porque el cine que me interesa no lo hacen.

-En esa lógica, ¿cómo se inscribe Metegol?

-Empezó antes que El secreto de sus ojos. La animación me gustó siempre, pero no sabía en la que me metía, porque la verdad es que es muy difícil. Tuvimos tres años de desarrollo, o sea que empezó en 2007: pensamos los personajes, escribimos el guion y filmamos una escena de dos minutos para ver si podíamos lograr la calidad que queríamos. Como era sin plata, lo hacíamos en los ratos libres. Logramos hacerla a partir de 2010; iba a ser por un año y medio y terminaron siendo tres. Es tremendo, porque la parte más creativa es la del primer año, y los otros dos son de tecnología pura. Es pura computadora, puro lidiar con las máquinas que se te cuelgan. Ustedes desde acá debían de escuchar cuando se cortaba la luz en Buenos Aires, porque las puteadas de 300 personas eran increíbles. Los que trabajan en animación son todos nerds de 40 años, que en la computadora tienen a los muñequitos de Los Simpson en vez de fotos de los hijos. Y se cuelgan con el backup, no hacen copias. Cuando se cortaba la luz perdían todo un día de trabajo. La verdad es que la tecnología que se necesitaba fue un desafío enorme. Nos dimos cuenta de lo duro que es salir al mundo con una película que no viene de Dreamworks o de Disney. Por ejemplo, en Italia se estrenó el mismo día que Maléfica y no sé cuál más, entonces siempre era la segunda o la tercera opción. Anduvo bien, pero no como en Argentina.

-En el principio de El hijo de la novia ya está presente eso de que en Argentina “siempre hay una crisis”. ¿Hoy lo seguís viendo así? Has sido cuestionado y elogiado por apoyar a Mauricio Macri.

-Sigo viéndolo así. No hemos tenido un minuto de paz. Hay gente que piensa que no, pero creo que los años de [Carlos] Menem impusieron un individualismo terrible, y estos últimos lo que hicieron fue imponer un antagonismo. Me refiero a la cohesión social, que es lo que más me interesa; hoy la sociedad está dividida como nunca vi en mi vida. Esto es lo primero que hay que solucionar. En su momento, empecé con críticas moderadas a los dos, al gobierno nacional y al de la ciudad. De éste no recibí ningún palo, incluso cuando fue la peor crítica que escribí. Por críticas muy livianas al gobierno nacional me insultaron, me escracharon en programas de televisión, me tiraron una horda de trolls tuiteros que me desearon hasta la muerte. Eso me fue radicalizando, porque así no se puede vivir. Del lado anti K hay gente envenenada que escribe con la misma violencia; son dos manadas de lobos, una contra otra. Pero me queda muy claro que el humor de la casa depende de su jefe. Vos podés tener un hijo adolescente que es un histérico, pero si todos los demás son macanudos, el histérico se diluye. Lo mismo ocurre en una filmación y en un país. Hasta hace unos años todavía era un dilema. Empecé en Unen, que fue la coalición que formaron el socialismo, los radicales y Coalición Cívica. Incluso fui fiscal de mesa. Ahí terminaron de matarme. Cuando se disolvió, los radicales hicieron la famosa Convención de Gualeguaychú, y ahí me fui. Creo que si ganan [con la alianza Cambiemos] van a ser un partido bastante más conservador de lo que yo quisiera, pero por lo menos se van a calmar las aguas. Y hay cierto ajuste que van a tener que hacer los dos. Esperemos que empiece -como ellos aseguran- por los que más tienen.

-¿Qué hay en el futuro de Campanella?

-Empezamos un guion con Sacheri y una obra de teatro, pero recién estamos escribiéndolos. Lamentablemente, de Uruguay conozco muy poco, porque el gran problema es que ningún país de Latinoamérica quiere ver películas de otro país latinoamericano. Es más fácil venderle tus películas a Francia que a Bolivia, y por eso tengo un proyecto para que hagamos un Netflix de películas latinoamericanas. Siempre es como empezar de nuevo con cada película. ¿Es necesario?

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