Desde un Carlos Gardel con alitas hasta un Onetti de mano quebrada por el cigarrillo, pasando por personalidades como Pichuco, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Django Reinhardt o Piazzolla. Menchi Sábat, como prefieren llamarlo algunos, se convirtió en un artista de culto, que ha sido nombrado ciudadano ilustre de Buenos Aires y Montevideo, entre una larga lista de premios y reconocimientos internacionales. Si bien desde hace 35 años trabaja como ilustrador del diario Clarín, publicó antes en Primera Plana, La Opinión y Crisis, además de reconocidos medios periodísticos de otros países, como The New York Times, L’Express y Libération. Ya lleva publicada una veintena de libros dedicados a temas como la música, la literatura y el arte, entre ellos Abstemios abstenerse, un inventario parcial de alcohólicos nada anónimos -que incluye a Oscar Wilde, Humphrey Bogart, Raymond Chandler, José María Gatica y Winston Churchill-; Adioses tardíos, en el que cuenta las anécdotas más impensadas del mundo del jazz, además de vivencias que él mismo protagonizó junto a escritores como José Donoso, alternando reflexiones y biografías imprevistas; y Que no se entere Piazzolla, una “contribución a la iconografía apócrifa del gran músico”. Menchi ilustró la tapa del disco que registró la ópera-tango María de Buenos Aires, de Piazzolla y Horacio Ferrer, mientras que el bandoneonista prologó su libro sobre Gardel, Al troesma con cariño.
-Onetti lo ha acompañado a lo largo de los años. Recién hablábamos de sus recordadas fotos y retratos, pero más cerca del tiempo está Pesimista militante.
-Sí, fue dedicado a él. Fui su compañero en el diario Acción, y a mí me impresionó mucho. Además de que lo tengo muy presente.
-¿Qué recuerda de aquella época en Acción?
-En el diario había mucha gente interesante. Entre los periodistas estaban Carlos María Gutiérrez -que se sentaba muy cerca de mí- y además había personajes muy llamativos, como Zelmar Michelini, Manuel Flores Mora y Carlos Maggi. Conocí una cantidad de gente valiosa, aunque mi rol fue muy marginal porque era muy chico. Pero miraba todo con mucha atención.
-Al igual que su abuelo [Hermenegildo Sábat Lleó, pintor y caricaturista], en un momento decidió que su vida no pasaba por el poder.
-Bueno, realmente, son cosas que uno hace o no hace. A mí me ha costado mucho, porque después la gente siempre sospecha que uno tiene otras intenciones. Lo único que llegué a hacer, dentro de los diarios en los que he estado, fue colaborar desde distintas funciones, pero sin tener responsabilidades ejecutivas.
-Cuando le ofrecieron la secretaría de redacción de El País...
-...Simplemente dije que no. Pero cuando suceden esas cosas, si uno no las tiene pensadas, puede resbalar y caer. Dije eso y me quedé sin trabajo. Pero no sucedió nada, siempre surgieron posibilidades para trabajar en otro lado.
-¿Lo importante es pensar como periodista?
-Siempre. El asunto es cómo tratar los hechos. Yo generalmente hago trabajos sin palabras, entonces hay que imaginar de qué manera uno puede vivir esa situación.
-¿Diría que definió su impronta en La Opinión?
-El asunto es que cuando me fui a Buenos Aires siempre me quedaba sin trabajo. En un momento entré en una revista semanal que se llamaba Primera Plana, donde también trabajaban algunos tipos llamativos. Y parte de esa redacción fue la que ayudó a fundar el diario La Opinión. Fueron ellos los que me convocaron, y eso me cambió la vida. Porque además hubo caprichos ahí, no publicaban fotos, por ejemplo, y las únicas ilustraciones que se editaban eran las mías. Entonces, al mismo tiempo, la gente abusaba de mí. Terminaba el día y sentía como si tuviera el brazo enyesado. Pero eso cambió mi vida, porque el diario tenía un grupo de periodistas y de gente muy valiosa como Juan Gelman, que era el encargado del suplemento cultural, con el que yo colaboré. Como consecuencia de eso, me llamaron dos o tres veces de Clarín. Y yo creo en las experiencias circulares; uno tiene que cerrar un ciclo para volver a iniciar algo que sea plausible con uno mismo. En determinado momento no tenía razones para irme de La Opinión; cuando las tuve, golpeé a la puerta de Clarín. Así fue como empecé ahí, y el tiempo ha pasado muy rápido.
-¿Fue por ilustrar sin palabras que logró mantenerse en tiempos difíciles?
-Estoy vivo gracias a eso, y por eso mismo con la dictadura no tuve problemas. Poco tiempo después de que esa gente diera el golpe, un tipo me empezó a llamar porque yo incluía muchas mujeres. Había sorpresas por esa inclusión. Llegué a publicar, cuando todavía estaba [Reynaldo] Bignone de presidente, antes de que asumiera [Raúl] Alfonsín, un dibujo de los cuatro dictadores [Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Bignone] vestidos como viudas. Ese dibujo funcionó como testimonio de lo que pasaba. ¿Sabés qué pasaba? El espacio que ocupaba mi dibujo era muy pequeño. Creo que uno debe tener una suerte de picardía para publicar una cosa, y después dejar pasar varios días sin hacer nada. No te podés hacer el guapito todos los días. Con la señora [Cristina Fernández de Kirchner] se generaron dos situaciones incómodas. Es que ella, como otros, carece de sentido del humor. Y yo no le voy a dar clases, no soy baby-sitter de adultos.
-El que salió en su defensa fue Horacio Verbitsky, de Página 12, que dijo “con Menchi no”.
-Eso mismo. Verbitsky se portó bien en esa oportunidad, e incluso después fue él quien hizo las gestiones para que la Fundación [Gabriel] García Márquez me diera un premio [a la trayectoria, “por su conducta intachable frente al poder”, con un consejo integrado por el propio García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Verbitsky y el nicaragüense Sergio Ramírez]. Ahora muchos buscan protagonismo, pero yo no les voy a decir qué tienen que hacer o no. De algún modo, podría decir que tuve suerte. En abril o mayo voy a publicar un libro con una colección de mi pintura, y elegí como título algo en ese sentido: Rebelde ileso. Porque siempre pasó de largo. Eso pasó con mi trabajo, con mi persona. Nunca busqué, siempre entendí -y entiendo- que la notoriedad que te da la comunicación de tu trabajo ya es suficiente. Aparte de eso no voy a ir a los boliches, no voy a dar lecciones de conducta. Tan mal no me ha ido. Sigo vivo.
-¿Qué lugar juega una de sus frases de cabecera: “Calle, la palabra mata el sentido creador”?
-Ha habido gente que, debido a su ansiedad por el periodismo, ha llegado a la muerte. Tal vez el caso más notable fue el del fotógrafo Robert Capa. Ese tipo siempre vivió en hoteles, nunca en una casa. Ingrid Bergman se lo quiso llevar a Hollywood, pero él se aburría. A este hombre, que había hecho la guerra ruso-japonesa y la guerra civil española, cuando estaba con los franceses en Vietnam -a donde fue de casualidad, porque sustituyó al que había contratado la revista Life-, le dijeron “cuidado que este campo está minado”. Y él fue y caminó. Hay veces que la conducta humana es impredecible...
-Con los años siguió trabajando sobre gente interesante, como Duke Ellington o Django Reinhardt.
-A Duke Ellington lo vi en Buenos Aires con su orquesta, en 1967-1968. Fue notable. Lo de Django [Reinhardt] es diferente. Ése fue, seguramente, un caso muy absurdo. Porque él era un analfabeto. Esto demuestra que, evidentemente, hay gente que no necesita ser ilustrada.
-¿Cómo recuerda, a la distancia, sus cruces con Jorge Luis Borges?
-Fueron muy pobres. Lo vi en 1955, cuando estaba en el diario Acción. Había viajado a Buenos Aires y ahí me enteré de que él daba una conferencia sobre Samuel Taylor Coleridge, en una especie de club de señoras. Dijo que algunos de los poemas de Coleridge estaban dentro de lo mejor de la literatura inglesa. Es decir, dentro de lo mejor de la literatura. Ahí compartí un rato con él. Y después, cuando habían pasado muchísimos años, estuve sentado a su lado en un almuerzo que hubo en la sociedad de los distribuidores de diarios. La verdad es que nunca supe por qué nos sentaron juntos. Pero ahí conversamos mucho sobre Carlos Sabat Ercasty, alguien a quien él quería mucho. Y te digo más, con los años, y con mucha paciencia, pude adquirir la colección completa de Proa, la revista que le pagaba el padre a Borges. Esa colección tiene un detalle muy interesante: los ejemplares fueron publicados en un papel muy barato, con ilustraciones de su hermana Nora. Y la única fotografía que se incluyó fue una de Carlos Sabat Ercasty. Tengo la colección, y me siento muy conmovido con todo eso. Porque Carlos, mayormente, es un hombre olvidado. Creo que debería ser más atendido. En aquel momento conversamos sobre él con Borges, me contó que había venido a Montevideo y que se habían encontrado.
-¿Y con Piazzolla? Porque él le prologó su libro Al troesma con cariño.
-Con Piazzolla sí tuve un vínculo. Afortunadamente, y lo digo en el mejor sentido, me llevé muy bien con Piazzolla. Alguien que era y sigue siendo un genio, un músico genial. Yo le pedí que prologase aquel libro y él le escribió una carta a Gardel, que empezaba diciendo “Querido Charlie” [carta escrita en 1978, en la que Piazzolla escribe “Te puse Charlie cuando me preguntaste en tu casa cómo se decía Carlitos en inglés”]. Cuando murió Gardel se generó una suerte de exitismo entre los colegas cantores, sobre todo ante la posibilidad de tener algún trabajo. Pero él agregaba que los discos de Gardel ensayaban por las noches [“Charlie... les arruinaste la vida a los cantores, esos que solían decir: menos mal, se fue Gardel”; “aquí se ha corrido la bola de que tus discos ensayan de noche, por eso cada día cantás mejor”]. Yo lo conocí antes del accidente cerebral, en la casa de un médico amigo nuestro. Fue muy amable, y cuando estaba en condiciones normales era un gran tipo. Pero después la noche lo transformó en un tipo muy peculiar. Un día contó una cosa -a la que doy crédito sólo porque la dijo él-: contó que cuando ingresó a la orquesta de [Aníbal] Troilo, en 1941 -porque si bien empezó antes, fue entonces cuando grabó sus discos con Troilo-, a él le llamaba mucho la atención que el cantor de la orquesta, Francisco Fiorentino, era un tipo que tenía mujeres que trabajaban para él, era un gigoló. Y de nuevo, lo creo porque lo dijo Piazzolla, él era un muchacho absolutamente virgen -por decirlo de algún modo- con respecto a lo que era el mundo de la noche.
-Hablando del tango, usted ha publicado una veintena de libros sobre sus pasiones, como la música, la literatura, la pintura, iluminando personajes desde otras perspectivas. ¿Cómo se fueron dando? Porque requieren procesos creativos distintos.
-Sí, diría que son embalajes internos. Me tomé el trabajo de hacerlo, pero no sé, hay de todo... Son testimonios concretos de mi vida. Y así, hay algunos que emboqué y otros que erré. Pero fui sincero, no tengo nada de qué quejarme. Creo que el asunto está en la manera en que uno puede representar a esa gente. Por eso te digo que fueron aproximaciones.
-No muchos conocen su trabajo como fotógrafo, que lo ha llevado a retratar, en los 50, a una mujer que caminaba desnuda por Montevideo en pleno día y, tiempo después, a Fidel Castro en Punta del Este.
-Sí, lo de esa mujer fue así -después me enteré de quién era, pero no importa-. Yo viajaba en el 76, que iba vacío, y la vi. Ahora, cada 15 días, en la revista de Clarín de los domingos, publico una foto en la contratapa. Son retratos de gente. Pero ya me han valido mala suerte: he sacado fotos de dos personas -desde diciembre del año pasado- que fallecieron. Una es del doctor [Julio César] Strassera, y la otra fue de Daniel Rabinovich. Las saqué con una Rolleiflex que todavía tengo. No recibo plácemes por lo que hago, pero tampoco me han rechazado. Y eso es una satisfacción.
-¿Cómo se da esa convivencia entre la pintura y la fotografía? Parecen ir por caminos distintos.
-La fotografía te da una aproximación a muchísimas cosas, y cuenta con mecanismos que hay que conocer. Mecanismos de las cámaras y de las películas. La pintura es otra historia. Tiene mecanismos propios, y da mucho más trabajo acercarse, aproximarse, porque la historia de la pintura es mucho mayor que la de la fotografía.
-¿Y el trabajo periodístico?
-Para mí es como si fuera una oficina. Voy y lo hago, no tengo problemas. En la pintura, encontrar lo que uno quiere hacer lleva muchísimo.
-En ese ida y vuelta, ¿se dibuja algunas veces?
-Sólo una vez, porque me lo pidieron. No soy tema de elucubraciones plásticas.