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Time Will Tell.

Los ecos de Europa

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Impresiones del Festival de documentales de Leipzig.

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Del 26 de octubre al 1º de noviembre quien escribe esta nota tuvo la oportunidad de trabajar como acreditado de prensa en el Dok Leipzig, uno de los más antiguos festivales de documentales del mundo, que en su edición 58 proyectó 316 films de 62 países, registrando un récord de 48.000 espectadores. Durante la Guerra Fría, el festival fue uno de los principales de la República Democrática de Alemania (RDA, la oriental), y en esta ocasión otras tensiones nacionales e internacionales no demoraron en ser verbalizadas durante la ceremonia de apertura, horas después de una manifestación contra el flujo inmigratorio desde Medio Oriente. Leena Pasanen, directora del festival, invitó en su discurso inicial a la gente involucrada en esa protesta a pasar por las salas de exhibición, destacando el importante input cultural y la posibilidad de abrir los ojos a nuevas realidades que ofrecía la nutrida programación internacional.

Reescribiendo a Europa

Era imposible ver todas las películas, pero fue posible registrar líneas temáticas y estilísticas interesantes en algunas de las más destacadas. Las principales ganadoras -la polaca Bracia, de Wojciech Staron, como largometraje internacional; y la rusa The Conversation, de Anastasia Novikova, como corto internacional- llegaron de países que formaron parte del bloque comunista, al igual que otras galardonadas como The Event, de Sergei Loznitsa (Ucrania), o La montaña mágica, de Anca Damian (Rumania).

Esta reverberación de tiempos históricos ya podía percibirse desde el film de apertura, Time Will Tell, que, haciendo un interesantísimo uso de material compilado por el director Andreas Voigt a lo largo de la carrera, construye, con virtuoso trabajo de edición, un relato a dos voces sobre el paso del tiempo para los protagonistas y los sucesivos cambios sociales y políticos en Alemania -más que nada en Leipzig- a partir de la caída del muro de Berlín. El film comienza con un bellísimo e impecable material en 35 mm y blanco y negro, en el que no sólo captamos a los personajes principales (el skinhead Sven, la punk Isabel y Renata, una arrepentida colaboradora de la policía secreta), sino también los rincones de diversos barrios de Leipzig durante el tiempo de la RDA. Sven es una caja de resonancia de las diversas corrientes ideológicas que forjaron el imaginario político de muchos jóvenes en los años 80 y 90: primero formó parte de un grupo anarquista, luego tuvo una breve militancia en movimientos de extrema derecha, más tarde se unió a la SHARP antifascista, y su presente, un tanto indeterminado, parece indicar nuevas afiliaciones con movimientos nacionalistas. Isabel aparece vagando entre escombros, jugando al tiro al blanco con una pistola y envuelta en una enorme gabardina negra. Luego el film salta a los primeros años tras la caída del muro y después al tiempo actual, ilustrando su sorprendente transformación en una exitosa mujer de negocios. El caso de Renata sirve de contrapunto, mostrando que, pese a diversos cambios, hay elementos del pasado que no pueden ser olvidados ni dejados en estado de suspensión. Ver la historia de los tres es ver la de Alemania, esquizofrénica, emprendedora, multifacética y, sobre todo, imposible de encasillar en un relato con buenos y malos, vencedores y vencidos.

En esta línea de revisionismo histórico se inscriben dos ex ciudadanos de la Unión Soviética (URSS) ya conocidos por sus particulares líneas autorales: el ruso Aleksandr Sokurov y el ucraniano Sergei Loznitsa. Francofonía, como la mayoría de las obras de Sokurov, no se puede reducir a una sola línea de interpretación. Combinando elementos de ficción, documental, found footage, cine-ensayo e interludios experimentales, en su superficie se puede resumir como la historia de la colaboración entre Jacques Jaujard (encargado del museo del Louvre durante la ocupación nazi de Francia) y el aristócrata Franz Graf von Wolff-Metternich, delegado alemán que, oponiéndose a varios mandatos de Adolf Hitler y sus asociados, logró evacuar una parte importante de las obras más relevantes de ese museo. Más allá de la épica de ese inusual episodio, es además una historia sobre el amor al arte, un documental solapado sobre la relación entre arte y guerra, los límites difusos entre la conquista militar y la conquista cultural, y la siempre tensa e intrincada situación de Rusia a los ojos del resto de Europa. Con un tono ensayístico que por momentos toma lo mejor de Chris Marker, pero que a su vez logra fundir todo en la opulencia visual que distingue a Sokurov (quien incluyó en la trama a un fantasmal Napoleón y a los desfallecientes Chéjov y Tolstoi), Francofonía pone un lente sobre la complejísima historia sentimental y artística de un continente entero.

The Event, de Loznitsa, compone una especie de díptico con su anterior film, Maidan, que fue estrenado hace un mes en Cinemateca. Mientras que éste recopilaba en forma despersonalizada los movimientos de masas que se produjeron en el famoso levantamiento de Kiev durante 2013 y 2014, The Event es un experimento eisensteiniano armado con registros de las protestas masivas de 1991 que fueron un prólogo para la caída de la URSS. Esas protestas se realizaron en varias ciudades, pero la única que permitió filmarlas fue Leningrado (actualmente San Petesburgo). Son sólo tres horas de material en bruto que Loznitsa no sólo recopila en una especie de unidad narrativa impensada, sino que también le agrega sonido, dándole un nuevo volumen y significado a las imágenes (recordar, en ese sentido, el brillante trabajo que había realizado en Blokada, armado con material sobre el sitio de San Petesburgo durante la Segunda Guerra Mundial).

Otra película que sigue esa línea de fragmentación interpretativa histórica es Un día en Sarajevo, en la que la directora Jasmila Žbanic, a partir del centenario del asesinato del archiduque Francisco Fernando por el serbio-bosnio Gavrilo Princip, realiza un retrato de la ciudad mediante varios de sus habitantes, armados de celulares y otros dispositivos móviles. El resultado es un extraño compendio de miradas que combinan condenas y elogios al perpetrador del atentado que detonó la Primera Guerra Mundial, en el marco de una difícil relación entre Bosnia y la Unión Europea, cristalizada en un evento costosísimo de la Ópera de Viena en tiempos de crisis económica.

Escenarios de la reclusión

Saliendo del eje europeo, una de las líneas más interesantes registradas en el festival es el retrato de la “América profunda” con una serie de films que muestran a personajes que viven en los bordes de lo social. Uno de ellos es The Other Side, en el que el italiano Roberto Minervini sigue el camino de varios personajes de Louisiana, mostrándonos un mundo en donde lo más crudo de la white trash estadounidense alterna con pasajes de una ternura y estilización conmovedoras. Difícilmente se pueda ver un trabajo tan sincero y cercano sobre personajes tan cuestionables, con una cámara que sigue a su protagonista mientras tiene sexo, fuma metanfetaminas y se sume en un mundo paranoico, pero también ama, hace planes y cuida a su familia. El epílogo, con un grupo paramilitar que se entrena para una supuesta dictadura inminente impulsada por el propio gobierno estadounidense, descentra la temática del drama personal de Mark, pero en cierto punto completa el friso de Estados Unidos, un país que quedó perdido en algún recóndito interregno entre sus fantasías y sus pesadillas.

Otro escenario de figuras reprobables filmadas con una luz distinta e imprevisible es Pervert Park, de Frida y Lasse Barkfors, sobre la vida en un pequeño barrio enteramente habitado por personas condenadas por abuso sexual a menores, armado con tráilers y casas prefabricadas, que obtiene escalofriantes -y a la vez humanísimos- testimonios sobre los actos que cometieron. Más que tratar sobre la delicada escala de grises que separa las fantasías de un crimen, toca lo que es formar parte del escalafón más despreciado del cuerpo social, y aun así hallar una manera para seguir funcionando como una comunidad.

Quizá la película más emotiva del Dok Leipzig (especialmente por la aparición de dos de sus protagonistas en el espacio para preguntas y respuestas tras la proyección) fue The Wolfpack, la historia de los siete hermanos Angulo, que, por voluntad de un padre tiránico con particularísimas ideas sobre la incidencia del mundo en la conformación de la personalidad, vivieron encerrados durante más de 16 años en un apartamento, hallando como única salvación su fascinación por las películas, que fueron una vía de escape y también la única esperanza de entender un mundo que apenas veían por la ventana. El film es, entre otras cosas, un hondo retrato del poder del cine y su capacidad de crear un soporte prostético de realidad en espacios donde todo parece coartado. La imagen de seis de los siete hermanos saliendo por primera vez, vestidos con sacos, camisas y lentes negros como los personajes de Perros de la calle, será una de las más recordadas del festival.

Retratando un entorno igualmente apartado y fascinante, compitió Under the Sun, para la que al director ruso-ucraniano Vitaly Mansky le permitieron filmar la vida cotidiana en la recelosa y reclusiva Corea del Norte. Con obvios fines propagandísticos, las autoridades agregaron un codirector que intentó dar líneas de diálogo y actorales a las personas que aparecen. Mansky, tan sólo registrando pasivamente todo lo que se abre a su alrededor, logra componer el retrato absurdo de la sociedad más hipercontrolada y aburrida posible. Con un tono la mayoría de las veces cómico, el film pega un volantazo emocional al final, con lo que posiblemente sea la escena más removedora de las películas en competencia: la niña Zin-mi, a quien se sigue de cerca durante todo el metraje, no aguanta la angustia que le provocan varias de sus nuevas obligaciones y se echa a llorar. El director trata de interceder diciéndole que piense en algo que la haya divertido, pero a ella no se le ocurre nada. Mansky le propone que diga un poema que la haga sentir bien y la niña, tras dudar unos segundos, recita, mientras se seca las lágrimas, una oda al Gran Líder Kim Jong-Un. Un retrato de la máxima enajenación de la voluntad y la espontaneidad, en un país que ha ido más allá de cualquier futuro distópico imaginable. Sin embargo, más allá, se pueden ver pequeños destellos de esperanza y rebelión inconsciente: durante el discurso de un ex general, la cámara registra a una niña cabeceando de sueño.

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