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Te acordás, hermano

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En torno a la reedición de los cinco primeros discos de Jaime Roos.

Siguen siendo frecuentemente aterradores los baches de reediciones digitales dignas de buena parte de la música popular uruguaya (tal vez el peor caso es el de Alfredo Zitarrosa, varios de cuyos discos más esenciales aún no tienen versión en CD), pero la ausencia de ediciones decentes en CD del material de alguien tan meticuloso con la calidad sonora de sus discos como Jaime Roos llamaba la atención. Por suerte, Roos, en compañía del sello Bizarro, ha emprendido el camino de la reedición cronológica de su obra, ahora sí en versiones dignas de ésta. Ese trabajo fue inaugurado con sus cinco primeros discos, muchos de ellos poco conocidos para el gran público, que ahora tiene una buena oportunidad de redescubrirlos y apreciarlos en toda su asombrosa dimensión musical.

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Editar

Esta colección de reediciones de Candombe del 31 (Ayuí, 1977), Para espantar el sueño (Atmósfera, 1978), Aquello (Ayuí, 1981), Siempre son las cuatro (Orfeo, 1982) y Mediocampo (Orfeo, 1984) supone no sólo el proyecto comercial de volver a poner a disposición discos de difícil acceso hoy, sino que además -por una vez- es un trabajo realizado por y para melómanos, que reúne a sellos editoriales y al autor original con músicos, técnicos y artistas gráficos, para intentar reproducir con la mayor de las fidelidades posibles el concepto y el sonido de los originales. Para ello se requirió no sólo una remasterización adecuada a los estándares actuales, realizada por el propio Roos y Daniel Báez -que implica un tratamiento mucho mayor que la simple conversión a digital que se realizaba para las primeras ediciones en CD, en las que se perdía abundante información, sobre todo en los graves y en el volumen-, sino también una restauración digital realizada por el músico y productor Diego Azar, una adaptación gráfica de Sebastián Pereira, que conserva como facsímiles los sobres interiores de las versiones en vinilo (con material fotográfico extra en algún caso), y unas liner notes que contextualizan la edición de cada disco, a cargo de Guilherme de Alencar Pinto. Es decir, una conjunción de implicados, expertos y fans que tiene como resultado una de las más respetuosas -tanto en su carácter de objeto como en su contenido sonoro- reediciones que se hayan hecho en Uruguay, y que esperamos que siente un precedente.

Pero lo que importa es, sobre todo, el rescate y la devolución al candelero de parte de una discografía lejana ya en el tiempo, pero que conserva una vitalidad musical y una calidad general que asombran a casi cuatro décadas de la edición del primero de estos cinco discos. Cinco discos que merecen un examen más detallado.

El camino

Candombe del 31 es el disco debut de un Jaime Roos jovencísimo, pero que llevaba ya varios años viviendo como músico cuando comenzó a grabarlo en Francia. Se lo suele considerar su disco “beatleano”, pero, salvo por la duración de las canciones, los bajos melodiosos, la predilección por acordes no muy convencionales y algunos estallidos eléctricos de guitarra (es tal vez el disco en el que Roos asume más el rol de “primera guitarra”), impresiona más bien como su trabajo más latinoamericanista, tanto en lo musical como en lo lírico, ya que está en buena parte basado en sus viajes por el continente junto con su entonces pareja, Franca Aerts, inspiradora directa de varias de sus mejores canciones tempranas.

Más allá de alguna tosquedad técnica de la grabación, es un trabajo que presenta ya a un compositor maduro. La mayor diferencia con obras posteriores está en el canto de Roos, que no sólo suena mucho más juvenil (el músico no había cumplido ni un cuarto de siglo aún), sino que además frecuenta, por elección, lo más agudo de su registro, en el que se lo nota más inseguro que en los graves casi hablados que lo distinguirían más tarde. La voz suena entonces más frágil y, en ocasiones, al borde del quiebre. Pero esto -que para los medidores de decibeles y fetichistas del autotune puede ser un defecto- le aporta una vulnerabilidad y un calor que son parte del encanto de estos temas.

Consciente de la fuerza de este repertorio temprano, Roos regrabaría más adelante tres de sus temas -“Cometa de la farola”, “Y es así (tres situaciones)” y la hermosísima, folkie y llena de aires entre tiroleses y latinoamericanos “Carta (a Poste Restante)”-, en versiones de mezcla más balanceada y ejecución más segura, pero ninguna de ellas más emotiva que las ya presentes en Candombe del 31, una gema imperfecta y a la vez un debut solista tan impresionante como Canta Zitarrosa o El viento en la cara, pero de un bajo perfil que, sumado a una cierta renuencia de su autor a reeditarlo íntegro hasta ahora, lo han mantenido algo subvalorado y poco difundido, como el disco “de culto” de Roos.

En los tiempos en que era habitual que los músicos grabaran un disco por año (hoy en día, como los discos carecen, casi, de valor económico, los plazos se han hecho más extensos), no había desafío más temido que el del segundo, al que generalmente iban a parar temas descartados del primero o que aún no habían tenido tiempo suficiente para madurar (ni sus autores la experiencia como para disimularlo). Nada de esto se nota en el excelente Para espantar el sueño, editado apenas un año después que el anterior, que puede considerarse en muchos aspectos la joya oculta o más sutil de la discografía de Roos. Se trata de un disco radicalmente distinto (dentro de lo que es el distintivo estilo del compositor) al de su debut; aquí hay sólo siete canciones, caracterizadas por armarse sobre monumentales cuelgues repetitivos. Sólo escapan de este formato hipnótico dos temas: el sincopado candombe que abre el disco (“Sí, sí, sí”), uno de los mejores temas de todo el catálogo de Roos, introductor además de una de sus temáticas favoritas, la desolación asordinada de la evidencia del paso del tiempo y la llegada de la madurez (temática extrañamente frecuente entre artistas jóvenes de aquellos días, como Roos, que recién arañaba los 25 años), y el no muy memorable “Todo un país detrás”, que en cierta forma introduce el lado más populista (que no siempre es el más popular) de su música, único punto endeble de un disco redondo. De todas formas, y aunque también es a su manera un gran cuelgue (inspirado, para su final, en el extenso estribillo de “Hey Jude”, recurso al que Roos volvería más tarde), la canción que más se destacó del disco fue “Retirada”, mucho más evidente en su estructura murguera que la inaugural “Cometa de la farola”, para muchos la primera murga-beat propiamente dicha.

En algunos aspectos, se podría decir que Para espantar el sueño es el disco que delata más la influencia de su admirado Eduardo Mateo. Dejando de lado lo obvio, como la presencia de Jorge Trasante y su inconfundible percusión, o la inclusión de un toco, género rítmico de aparente autoría individual de Mateo, su sombra se siente también en los nombres de canciones como “Sí, señor”, “Duérmase la mamá” o “Las cosas malas”, que parecen bautizadas por el autor de “Yulelé”, y también en las estructuras fluyentes y circulares de las melodías, que por momentos evocan, como en el brumoso candombe de “Para espantar el sueño”, a ese orientalismo musical al que Mateo siempre aspiraba (para luego, generalmente, terminar haciendo otra cosa).

El tercer disco, Aquello, abandona esos trances reiterativos para ofrecer una decena de temas de dinámicas más variables y vivaces, que introducen piques y arreglos más jazzeros, angulosos y cerebrales. Éste es el disco en el que ya están presentes prácticamente todas las variables del sonido de Roos; el rasgueo de su mano derecha en la electroacústica ya es reconocible desde los primeros acordes, y el control sobre su voz, que ya había demostrado en el disco anterior, se mantiene, pero haciendo lugar a otras primeras voces, como las de José Carbajal y Raúl Mayora, y se introducen algunos elementos de tango, e incluso un bolero (“Tu laberinto”), género que Roos revisitaría esporádicamente en el futuro. Pero si Para espantar el sueño es el disco más “mateístico” de Roos, Aquello se acerca, en cambio, a las concepciones del experimentalismo de Los que Iban Cantando y Coriún Aharonián, tanto en lo musical como en las letras. Además, se trata probablemente del álbum de Roos con más connotaciones políticas, perceptibles en sus dos temas de mayor difusión, “Aquello” y “Los Olímpicos”; el primero basado en una metáfora muy abierta, pero al que la voz del entonces prohibido Sabalero le daba en su momento una lectura unívoca, y el segundo una visión poco romántica del tema del exilio -en esta ocasión económico y no político-, tema que en aquel momento se había vuelto preponderante en los cancioneros de los artistas radicados en el exterior. Pero, dejando de lado esas dos canciones, las más accesibles del disco, la voluntad experimental se nota sobre todo en la complejidad de los arreglos, el hermetismo de algunos textos y el voluntario distanciamiento en la interpretación de las canciones, mediante arreglos inesperados y ocasionales disonancias, y algunos elementos teatrales que funcionan a acierto y error (las voces agregadas a “Alacrán” quizá resten más de lo que suman a la que por otra parte es otra de las grandes canciones olvidadas de Roos). Para muchos, Aquello es la mejor y menos reconocida de las obras del artista, pero fue su siguiente disco el que lo presentó al gran público, una de esas obras en las que el consenso sobre su importancia es casi absoluto: Siempre son las cuatro

La recompensa

Siempre son las cuatro es la auténtica prueba de la beatlemanía de Roos, explícita en la letra de “Quince abriles” (“y tus encantos continuaban / a pesar de mi esfuerzo por refugiarme en ‘I’m Fixin’ a Hole’”), pero latente a lo largo de todo el disco, cuya producción abigarrada en detalles y músicos concibe un acercamiento independiente a cada tema, pero en el marco de un concepto general que parece directamente inspirado por el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band -aunque el collage del insert referencie al más seco White Album-, al reproducir recursos como las voces enrarecidas en off, el regreso a los solos de guitarra eléctricos y espasmódicos, y la continuidad de temática dentro de un orden muy estructurado.

Volver a escuchar en sucesión estos cinco discos permite descubrir que hay muchas más similitudes que diferencias entre la otredad angular de Aquello y la nostálgica psicodelia de Siempre son las cuatro. Pero, a pesar de la calidad de aquél y de los discos que lo habían precedido, la maestría compositiva, lírica y arreglística que demuestra Roos en Siempre son las cuatro es tan deslumbrante que marca un hito con escasas comparaciones posibles en la historia de la música popular uruguaya. Un cenit creativo al que sólo puede reprochársele su poco agraciada tapa, que no le hace justicia a la seriedad y el vuelo de su contenido sonoro. Un contenido perfecto, desde el alucinado viaje a la memoria con que comienza “Hermano, te estoy hablando” hasta el final, con la serena alegría de “Desde aquí se ve”, y que pasa por la mejor de las murgas de este autor, “Adiós, juventud” (aunque haya quien prefiera la posterior y más tanguera “Brindis por Pierrot”); la lejanía del canon de “Parece”; el estallido demente y catártico de “Chalaloco”; la tristeza adolescente y jamás superada de “Quince abriles”... En fin, todo el disco. Siempre son las cuatro funcionó a caballo del inesperado éxito de “Adiós, juventud” (que repetía el recurso del final repetitivo a lo “Hey Jude”, pero con mejores resultados que “Despedida”), pero la canción no suena aislada de su contexto (como sí sucedía con “Los olímpicos”, en Aquello), sino que es parte de un relato, el del reencuentro de Roos con Montevideo y su despegue como letrista. Hasta el momento, había sido un escritor coloquial y efectivo, tierno y apasionado en las canciones inspiradas por Franca Aerts, elíptico y esquivo en relación con la temática política habitual en su tiempo, siempre inteligente y jamás didáctico. Pero, salvo algunas bellezas, como “Sí, sí, sí”, “Carta (a Poste Restante)” y “Para espantar el sueño”, sus textos parecían más funcionales que trabajados, aun si siempre tenían una personalidad distintiva. En Siempre son las cuatro, Montevideo -ciudad que, al repasar sus discos anteriores, estaba más bien ausente de sus canciones, lo cual puede sorprender hoy en día, cuando se lo considera el más montevideano de los compositores- irrumpe en su lírica. Deja atrás la mirada migrante y viajera que imperaba en sus otros discos, y los textos ingresan en una dialéctica de anhelo y decepción (invertida en el orden de las canciones) con respecto a su ciudad natal. Una relación de amor-odio, que no consigue superar con la esperanza lejana de “Parece” o “Desde aquí se ve”, y que vuelve a Siempre son las cuatro, un disco muy melancólico, estado de ánimo del que no lo rescata ni siquiera la alegre “Nadie me dijo nada”. Una obra maestra, pero un trabajo oscuro, que contrasta mucho con el ánimo mucho más festivo de su obra siguiente, Mediocampo.

Era difícil continuar un trabajo de la calidad de Siempre son las cuatro. Pero Roos se tomó dos años para realizar un disco que algunos consideran aun superior, y que se apoya en otro de los grandes cambios estilísticos de su obra. Si bien las influencias rockeras siempre habían sido evidentes en su obra -tanto en el modo de usar la guitarra eléctrica como en sus múltiples referencias a The Beatles-, Mediocampo es el primer disco en el que esas influencias pasan de lo referencial o meramente arreglístico a lo estructural. Por primera vez se escuchan baterías “cuadradas”, apoyadas en el golpe del redoblante, y estribillos de neto corte pop, como los de “Luces en el Calabró” o “Una vez más”. El diálogo de la música de Roos con el canto popular siempre había sido complejo y de una cierta desconfianza, y en Mediocampo, el compositor parece acercarse voluntariamente a la sonoridad new wave de las bandas del rock posdictadura, cuyos contactos con el candombe beat del que provenía Roos eran casi nulos, pero que simpatizaban con quien parecía un disidente filorrockero del canto popular (una mayor información habría demostrado que la música de Roos no era ni una ni otra cosa, pero el clima de tabula rasa de los 80 no hacía tan sencillo ver conexiones que ahora son evidentes). Además de su sonoridad estrictamente moderna -que hoy en día suena, paradójicamente, algo datada en los timbres de los sintetizadores o los planos de la batería-, Mediocampo introducía también una temática más nocturna y bohemia, que dejaba atrás la lisergia de sus obras anteriores, para acercarse a un mostrador de espíritu más cercano a la autodestructividad del rock de aquellos días.

En todo caso, era hasta el momento el disco más accesible -y hasta bailable (de hecho, en él presentaba a su banda de candombailes, Repique)- de Roos, y, por la brecha que había abierto la compleja pero inmensamente popular “Adiós, juventud”, pasaron sin dificultad una serie de éxitos más inmediatos y luminosos, como “Durazno y Convención” y “Los futuros murguistas”. Pero, en esta colección de hits y distintas aproximaciones a la música pop en uruguayo, son los dos candombes los que se distinguen (casi parecen provenir de otro disco) y consiguen los puntos más altos del disco. El primero, “Tal vez Cheché”, es tan breve que resulta increíble todo lo que pasa por su ritmo frenético en menos de tres minutos, ya que, como “Hermano, te estoy hablando”, contiene ideas melódicas como para hacer tres canciones en vez de una. Épico y ominoso a la vez, “Tal vez Cheché” resume el espíritu de renacimiento explícito desde la portada y la camiseta de Fénix (que funciona como cita a la legendaria y porfiada ave que no quería quedarse muerta), y es de esas raras canciones que dan ganas de que tengan dos o tres minutos más, aunque más no fueran de repeticiones que dejaran respirar su asombrosa concentración. El otro gran momento candombero es, por el contrario, el tema más extenso y relajado del disco, “Pirucho”. Surgido como un desarrollo de la coda de “Hermano, te estoy hablando”, Roos va enumerando personajes del Barrio Sur, mientras Hugo Fattorusso despliega un solo psicodélico tan deslumbrante que le valió ser acreditado como coautor del tema.

Mediocampo marca el fin de un período de un brillo único en la carrera de Jaime Roos y de la música popular uruguaya en general. El disco que lo seguiría, 7 y 3 (1986) significaría por primera vez un retroceso cualitativo en su discografía. No era un mal disco, pero aparecían señales de la irregularidad compositiva que caracterizaría la discografía posterior del músico, y además era la primera obra que no parecía dar un salto adelante en relación con la anterior. Todavía quedaban -y quedan, es de suponer- por delante la mayor parte de sus grandes éxitos y muchas canciones de calidad similar a las contenidas en estos discos. Pero si hay un período en el que su música fue absolutamente crucial -me atrevo a decir sin el menor problema que no sólo a nivel nacional, sino también a nivel continental-, es éste. Una espléndida lección de hambre y desarrollo artístico con un pie en la vanguardia y otro en lo popular, al que ahora se puede regresar en inmejorables condiciones.

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