Criptografías no es un libro de poemas. Es un proyecto literario comenzado hace más de 20 años (el “poema IV”, por ejemplo, está fechado en 1991 y en Madrid) que se presenta, desde la tapa, en movimiento.
Un laberinto inicia la experiencia. En la portada del libro hay una reproducción del que se encuentra grabado en una de las columnas de la catedral de San Martino, de la ciudad toscana de Lucca. El original está acompañado de una inscripción en latín cuya traducción dice: “Éste es el laberinto que Dédalo el cretense construyó. Una vez dentro nadie puede salir vivo salvo Teseo, gracias al hilo de Ariadna”. Devuelto a ese tiempo y a ese espacio (Edad Media, templo cristiano), Teseo se convierte en el pecador en busca del camino y Ariadna en la doctrina católica, porque este laberinto es un univiario, es decir que tiene sólo una entrada y sólo una salida y, por consiguiente, no hay modo real de perderse en él. Puesto, sin embargo, el laberinto en la tapa de un libro de poemas y debajo de la palabra del título, que significa literalmente “escritura oculta”, esas connotaciones se espesan: el lector se vuelve un Teseo y las palabras cifradas, el delicado hilo del rescate.
El viaje que propone este segundo libro de poesía de Eduardo Roland (el anterior, Hojas en blanco y otras sombras, es de 1988) es la continuación de una aventura intelectual que, puede pensarse, comenzó en el siglo XII, cuando Guillermo el Trovador, duque de Aquitania, escribió la canción que comienza con el verso “Farai un vers de dreyt nien” (“Haré un verso sobre absolutamente nada” en la traducción de Martín de Riquer). Esta canción, que según Eduardo Milán es la antecesora de las vanguardias artísticas, se postula como punto de partida de la búsqueda de Eduardo Roland, que no es otra que la realizada en el siglo XIX por Gustave Flaubert (quien le confió en 1852 a Louise Colet su deseo de escribir “un libro sobre nada”) y, un poco más tarde, por Stéphane Mallarmé y su “Un coup de dés jamais n'abolira le hasard” (“una tirada de dados jamás abolirá el azar”), antecesor de la poesía concreta y de las palabras en libertad futuristas; o, en el siglo XX, por Samuel Beckett, Eugen Gomringer o el chileno Sergio Pesutic, que en 1986 publicó La hinteligencia militar, un libro con un centenar de páginas en blanco, y por composiciones musicales de John Cage (paradigmática es su obra 4’33'') o pictóricas de Kazimir Malevich (la serie de “blancos sobre blanco”) y luego de Robert Rauschenberg (con Erased de Kooning Drawing -“dibujo de De Kooning borrado”- pero sobre todo con White Painting -“pintura blanca”-); y, ya en este siglo, por la sección 18 del poema 34 de Patricia Smith o por gran parte de la literatura conceptual.
En esta senda se juega la poética de Roland, y por eso este libro puede leerse como viaje o como descubrimiento. El poeta propone una exploración de las posibilidades del verso y de la imagen en un intercambio trabajado con precisión y con una seriedad lúdica que sabe que en el poema se juega todo y nada, siguiendo también las investigaciones de Clemente Padín pero oponiéndose a su propuesta, como dice Rafael Courtoisie en su epílogo de 2003, “puesto que reivindica el lenguaje desde su par dialéctico, antiético: el silencio”.
Criptografías está dividido en dos partes centrales y se le pueden pensar, al menos, dos lecturas posibles. Por un lado, uno puede seguir los poemas en su concatenación lineal y ascendente, en camino de entrada al laberinto. Por otro, puede acompañar esa experiencia, en simultaneidad, con las “Notas”, que actúan como salida. Estas explicaciones, puestas al final, no son las meramente eruditas de, por ejemplo, el último Borges, sino que apuntan a planos variados y forman parte activa de las obras que “explican”. Rastrean la historia intelectual y sentimental de algunos de los poemas y, funcionando a la vez como contexto, como justificación y como manifiesto, postulan a la obra poética como algo que al mismo tiempo es deliberadamente antioriginal (se admiten y muestran los homenajes, las traslaciones, los “plagios”), integrador de lenguajes (presentando imágenes y palabras en plano de igualdad), conscientemente histórico (buscando su origen en otras obras y en otros artistas en un devenir de tiempo) y esperanzadamente colectivo (al situar la creación como un proceso de colaboración y movimientos recíprocos de “influencia” y confluencia).
Así, yendo de algunos juegos simples con la corporalidad de las letras a caligramas (como llamó en el siglo XX Guillaume Apollinaire a una práctica muy antigua que en Uruguay debemos a Francisco Acuña de Figueroa), y de dislocaciones y fragmentaciones más o menos arbitrarias a breves escaleras de palabras, el libro se mueve al principio con cierta timidez, tras un comienzo esperanzador, y si se lo deja ahí puede quedar en lo típico, en lo inocuo y en el mero experimento de una vanguardia trasnochada. Sin embargo, como si tomara bríos y confianza a medida que avanzamos, sobre todo a partir del “poema XVII”, se torna una propuesta de gran densidad poética, de calidad creciente y renovada, y, con la lectura conjunta de versos y anotaciones, una experiencia de las palabras entendidas como talismanes y como luminosa revelación, como salvación y monstruo, música y manifestación, latente y espectral, del silencio.