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Hay que admitirle a Ian McEwan (y aplaudirle, dirán unos cuantos) que sabe escribir novelas. En La ley del menor, publicada originalmente en 2014 y este año en la traducción castellana de Anagrama, es fácil ver un mecanismo que funciona aceitadamente y una evidente maestría en el arte de contar y diseñar personajes; por eso, leída desde esa perspectiva y asumiendo la “trama bien construida” y los “personajes con carnadura humana” como valores esenciales de la narrativa, poco habría que reprocharle al inglés.

O quizá no sea tan así. Hay cierta sensación de facilidad (o facilismo) en la historia de una jueza que falla (en la mitad exacta de la novela) en un caso de transfusión requerida por un testigo de Jehová menor de edad. No voy a revelar detalles clave del argumento, pero vale la pena señalar que probablemente ese asunto básico, cuyo antes y después hace simétricamente a las 210 páginas de la novela, fue percibido como insuficiente (a fines novelísticos, digamos) por McEwan, quien optó por añadir al libro la historia paralela de la jueza separándose de su marido y recordando -con un timing perfecto en los flashbacks- una serie de casos y situaciones, pertinentes tanto para la presentación de su perfil profesional y ético como para asuntos más, digamos, personales. ¿A qué viene entonces lo de facilidad o facilismo? Bueno, hay varias respuestas posibles.

Por ejemplo, a que la sensación de maquinaria causal, de predictibilidad o plausibilidad de los hechos -que sin duda colabora con esa sensación de “historia bien contada”- parece fácil de convocar dada la naturaleza de la premisa. Los Testigos de Jehová son presentados -filosófica y éticamente- de un modo bastante claro y unidimensional, el caso del chico mueve a la piedad y para McEwan no es un esfuerzo mayor llevarnos de la mano hacia la conclusión del libro. Digamos, entonces, que fue algo así como hacer la plancha.

Después, a que esa inclusión de los recuerdos y la trama marital obedece a una noción muy profesionalizada del arte de escribir novelas. Había que llenar más de 150 páginas, cabe pensar, y cualquier manual diría que pueden obtenerse buenos dividendos si se hace que el lector siga dos historias cuya interferencia convoca el holograma de papel de la “personalidad” de la protagonista. Podría incluso señalarse que, bajo esos códigos, a la novela le falta un poco de trabajo (o sea, más páginas) con respecto al esposo de la protagonista (que literalmente entra y sale de la novela sin dejar mayor huella, excepto, acaso, en el tenso y logradísimo diálogo del último episodio), y que por tanto cabe reclamarle a McEwan más atención a los personajes secundarios (algo parecido pasó con la desilusionante La última palabra, de Hanif Kureishi) y una dosis extra de imaginación a la hora de armar historias accesorias.

Pero claro: no es fácil llegar a un lugar de escritor desde el que despachar una novela como La ley del menor pueda ser visto como “hacer la plancha”. McEwan sin duda es uno de los cinco o seis mejores novelistas activos de su lengua, y sus libros mayores -más arriesgados que éste, más interesantes- nos llaman a una valoración más simpática, por decirlo de alguna manera. En cualquier caso, La ley del menor es sin duda una lectura disfrutable y atrapante. Lo de “maquinaria” que decía más arriba también pasa por una extraordinaria economía del tipo “no falta ni sobra nada”, y podrá ser todo bastante poco jugado en términos conceptuales, pero no por ello la novela deja de impactar y emocionar (insisto: hay que leer y releer el diálogo del último episodio).

¿Falta decir algo? Sin duda, es un libro extremadamente filmable. Hechos los inevitables ajustes de ritmo, se traduce solo a una película. Y quizá en ese formato valga todavía más. Si cabe buscar en la narrativa algo más que historias bien contadas y personajes que sentimos verosímiles (con toda la actitud conservadora que implica pararse así ante la literatura), del mismo modo cabe pensar que para ciertas propuestas el cine es un medio mucho más fructífero que la literatura. La ley del menor no está llamada a ser una novela inolvidable (el chiste de llamarla “menor” sólo puede hacerse en castellano: en inglés el título es The Children Act, literalmente el estatuto -o la ley- de los niños), pero podría ser una gran película si cae en las manos adecuadas.

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