Y sí, total, en los shoppings hace meses que están los pinos, los Papá Noel (¿o debería decir Santa Claus?) y esas musiquitas insoportables. ¿Por qué esperar a Navidad para dejar un mensaje de paz, amor y optimismo?
A veces se añoran los tiempos de la infancia inocente, cuando había buenos y malos. Uno se sentaba a ver una película del Oeste, y estaba el terrateniente malvado que le cortaba el acceso al agua a la joven granjera que había quedado viuda y con cinco hijos, y venía “el muchacho” y, él solito, desbarataba todas las matufias del poderoso y lo obligaba a romper el dique que desviaba el curso de agua, y, al final, pudiendo quedarse con la joven, que en el ínterin se había enamorado de él (y con sus cinco hijos), prefería saludarla tocándose el sombrero mientras su caballo hacía un caracoleo, antes de partir hacia el poniente en busca de nuevas aventuras. Pero incluso cuando la cosa no era tan políticamente correcta, funcionaba: los malos podían ser los indios, y no importaba (al menos, a esa edad, no nos preocupaban demasiado esos detalles).
Después vino el tiempo de las discusiones sobre el mundo real. Era más complicado, pero no demasiado: seguía habiendo buenos y malos.
Pero ese mundo se fue cocinando como un guiso carrero, y llegó un momento en que costaba distinguir de dónde provenía cada pedazo de grasa. Hoy vivimos en un país al que The Guardian pone como ejemplo de progreso, con tabaco y marihuana regulados, energías renovables, matrimonios entre personas del mismo sexo (y también de sexos opuestos, aunque de eso no hablan mucho) y mayor justicia social. Es el mismo país que tiene torturadores sueltos -algunos en actividad-, un sistema educativo en vías de extinción, un presidente cuyas decisiones parecen dirigidas por illuminatis de rasgos reptilianos, un sindicalismo más desnorteado que oso polar en la Antártida, y una clase política que no es un buen ejemplo para los niños. El mismo país donde se llenan las calles de cámaras para prevenir la delincuencia, y en el que los más paranoicos gritan: “Bonomi, no nos vigiles”, y el eco les devuelve “giles”.
Frente a eso, la otrora izquierda se ha empezado a dividir, en un proceso lento pero acaso permanente, similar al que causa una falla geológica que, con el tiempo, provoca el nacimiento de dos nuevos continentes que se dirigirán en sentidos opuestos hacia futuros ignotos. Están los que dicen que hay que defender con uñas y dientes lo logrado, y están los que logran que nos arranquemos las uñas con los dientes; a veces son los mismos.
De vez en cuando, ocurre algo que nos arrastra hacia una u otra postura. Por poner un ejemplo, constatar el fin de la semiesclavitud en que vivían algunos asalariados rurales parece inclinar definitivamente la balanza hacia un lado. Pero de pronto sale por la tele María Julia, dice cualquier disparate, y todo se tuerce en sentido contrario. ¿Se acuerdan de Viaje al fondo del mar? Era una serie sobre un submarino. En todos los capítulos había una parte en que la nave (atrapada por los tentáculos de un molusco bestial y repugnante, o por lo que fuera) se inclinaba sucesivamente hacia uno y otro lado, y toda la tripulación se desplazaba por la pantalla en forma acorde. Esto es exactamente igual, hasta en lo del molusco. Hoy, desde un extremo al otro de la patria, vemos todos esos molinos de viento y pensamos: “Con los otros seguiríamos oliendo a querosén”. Pero ayer le regalamos señales de televisión a los terroristas de toda la vida, y anteayer disminuimos la pobreza. Hoy llenamos los ríos de glifosato, hacemos bellas plazas que hacen revivir a barrios enteros, y mantenemos la mampara de los taxis diciendo que los estudios que indican que son un riesgo para la vida del pasajero no son concluyentes. La lista es eterna y avasallante. Y vociferamos muchos bastas, y el eco nos devuelve astas.
Y pensamos y pensamos, y sabemos que el resultado de ese pensamiento (equivocado o no) tiene el mismo poder que el suspiro de una cucaracha en una tempestad. Y empezamos a hartarnos, y sabemos que nuestro hartazgo tiene menos poder que nuestro pensamiento.
En eso estamos, cerca ya del inicio de nuestro sagrado y dialéctico período de estivación. Pero sabemos que muy pronto, ahora, apenas termine la Semana de Turismo, todo volverá a ser como antes. La olla a presión se seguirá calentando, hasta que finalmente, aliados con yuppies atléticos y rubias con cara de perro afgano saldremos a las calles gritando, más o menos a la vez: SE TERMINÓ. Y el eco nos devolverá: NO.
O tal vez la coyuntura internacional nos espante y, otorgando una última chance, volvamos a votar, bajo la consigna: “¡Abajo la mufa!”.
Ufa, ufa, ufa.