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The Chemical Brothers, el martes en el Velódromo. Foto: Mauricio Kühne

Misa electrónica

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The Chemical Brothers y Hot Chip en el Velódromo.

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Más de 20 años pasaron desde que Tom Rowlands y Ed Simmons, dos aplicadísimos universitarios fascinados con el hip hop y New Order, se convirtieran en los mascarones de proa del big beat, el género que logró mudar la música electrónica de los sótanos y las raves a los megaestadios. En el proceso, mucha agua pasó bajo el puente, y hoy la electrónica (especialmente la EDM, siglas de electronic dance music) es el género más rentable para promotores de eventos, posiblemente el sector de mercado que creció más en popularidad en los últimos diez años, con artistas como David Guetta y Avicii coronados como megaestrellas internacionales.

La particularidad de Rowlands y Simmons era su uso de breakbeats rockeros que les permitieron llegar a escenarios fuera del mundo relativamente cerrado del acid house, con lo que causaron la conversión a la electrónica a gente que estaba más acostumbrada a hacer pogo que a lo que se dice bailar. A esto cabe agregar su siempre inteligente asociación con bandas y músicos de rock (como Noel Gallagher en “Setting Sun”), y uno de los más perfectos matrimonios entre una banda y los medios audiovisuales que haya existido, con los 90 de MTV marcados por una historia de asombrosos videoclips a cargo de Spike Jonze y Michel Gondry.

En el escenario actual, el big beat dejó de ser una de las fuerzas civilizatorias de la música electrónica. Las bases rockeras fueron progresivamente desplazadas por sonidos más pop, y el sampleo de sonidos similares a los de instrumentos analógicos (por ejemplo, el distintivo bajo de “Block Rockin’ Beats”) por una licuadora de sonoridades electrónicas que encontró su punto paroxístico en el “drop the beat” del dubstep (con Skrillex como una de las bandas más insignes).

Es decir que los Chemical supieron ser gurúes o abrecaminos del género, pero han dejado de estar en la cresta de la ola, aunque sigan llenando estadios y combinando música con audiovisuales que hacen caer de culo a sus espectadores. La sensación de un pasado añorado se confirmaba con una rápida revista del público que iba poblando el campo del Velódromo, con un promedio etario por lo menos superior a 35 (más visible en alguna pata de gallo o cana que en la colorida ropa y las ganas de bailar), posiblemente los más fieles seguidores del género que haya tenido Uruguay (y unos cuantos de ellos sobrevivientes de la primera generación de boliches como Milenio).

A pesar de esta afluencia (a la que, por supuesto, se sumaba gente que ronda los 20 años), el Velódromo no se llegó a llenar el martes, y aun sin incómodos claros (como los que hubo cuando Kiss tocó en el Gran Parque Central), quizá faltó un poco más de la descomposición de individualidades que genera el apelotonamiento de cuerpos. El lado bueno: hubo suficiente espacio para bailar.

“Banda telonera” resultaría un término injusto para el show que dio Hot Chip a las 21.00. La banda electropop británica, cuyo estilo bebe de los melifluos paisajes anímicos de Pet Shop Boys, se mantuvo firme en una seguidilla de hits, con un sonido que juega de manera interesantísima entre el aspecto robótico de algunos de sus beats y la voz melodramática pero a la vez sobria y elegante de Alexis Taylor (un tipo que parece más un analista de sistemas que el frontman de un grupo de synth pop). En esa tensión entre lo humano y lo maquinal, entre el estallido épico y el beat sofisticado y encastrado como pieza de Tetris, el eje cromado de todo el funcionamiento resultó ser la baterista Sarah Jones, con el ritmo propio de un metrónomo pero llenando la base de calidez y swing. En las versiones en vivo hay un corrimiento hacia un estilo más funk, haciendo hincapié en diálogos sincopados entre bajo y guitarra, que por momentos parecen versiones de Hot Chip hechas por Daft Punk. Los momentos más altos posiblemente hayan sido “Over and Over”, “Ready for the Floor” y “I Feel Better”, y reservaron para el final una versión curiosísima de la épica springsteeniana de “Dancing in the Dark”.

El escenario parecía demasiado pequeño para los gargantuescos despliegues habituales en The Chemical Brothers, pero el solo hecho de escuchar “Hey Boy! Hey Girl!” fue suficiente para que todas las dudas se disiparan. Cayó sobre el público una metralla de rayos láser que, al tomar materialidad en el humo, por momentos parecían la superficie de un mar por encima del público. En el centro, atrincherados detrás de los sintetizadores modulares, máquinas de ritmos y teclados, otro láser blanco trazaba una especie de pirámide giratoria que parecía alimentada por la música proveniente de los centros de control. El dúo fue in crescendo y terminó explotando en un nuevo bombardeo sónico que agarró a todo el mundo saltando, incluso a la gente de la zona VIP, que se había mostrado menos expansiva.

Luego de “EML Ritual”, con la pantalla detrás del dúo mostrando a unos niños en sepia, llegó el momento de “Do it Again” (ya un clásico en vivo) y sucedió lo impensado: en el medio de la canción, justo antes de que apareciera en escena la proyección del famoso y pesadillesco payaso que aparecía en el registro en vivo de Don’t Think, la música se cortó, como si hubieran saltado los tapones, y todo quedó en una completa oscuridad. La banda se retiró unos minutos para que los organizadores arreglaran los desperfectos técnicos y, sin la común impaciencia del público rockero, la gente esperó con una sonrisa segura en el rostro. Para uno, que decidió ir sobrio al toque, ver a la banda saliendo del escenario, sin todo el aparataje tecnológico y el soporte audiovisual, fue una experiencia extraña, una especie de disolución del manto ficcional. Lo mismo sucedió al ver al resto de los presentes a la luz, fuera de la furia de los lásers. En algún sentido, fue como descorrer la cortina y ver al viejo Mago de Oz manipulando los controles que proyectaban aquel gigantesco rostro.

Pese al inconveniente, se retomó el espectáculo donde había quedado, y el grupo siguió con un enganchado entre “Go”, “Swoon” y “Star Guitar” (en la última, borrando parte del tono plácido con elementos de ambient, para darle un estilo más percusivo y chirriante), alternada con varios de los audiovisuales que se podían ver en el ya mencionado Don’t Think.

A menudo uno -nuevamente, movido por una sobriedad que en el marco de lo que genera The Chemical Brothers parece el verdadero estado de conciencia alterado- percibe que los recursos visuales de la banda suelen repetir algunos clichés de lo que se supone que es una experiencia alucinógena. Pero lejos de quedarse en el escepticismo, uno comprende aquello como parte de un ritual, la misma imaginería reconocida que podría verse en los vitrales de una iglesia mientras los fieles repiten ceremonias a las que están acostumbrados. Hay así, por momentos, una extraña mezcla de espontaneidad y ritual, una tensión entre lo esperado y lo sorpresivo que es difícil de definir.

Uno de los puntos más altos fue “Elektrobank”, seguido por una especie de meseta con algún enganche que no resultó tan elegante. Sin embargo, ya para el final, con la sorprendente aparición de unos robots gigantes sobre el escenario (varios preguntaban “¿Son de verdad o es un efecto 3D?), la banda cerró con un tríptico mortal: “Music: Response”, “Galvanize” y “Block Rockin’ Beats”.

La gente acompañó todos los temas en forma convencida y paciente, como un católico en su primer día en el Vaticano. Vecinos de Pocitos y del Centro dijeron haber escuchado desde sus casas la ola de sonido que se metió en distintos recovecos de la ciudad. A la vuelta, la vibración de tal despliegue seguía retumbando en el pecho, como si la música de los Chemical se hubiera negado a partir, a la manera de la radiación que persiste en una ciudad tras una bomba nuclear.

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