En noviembre de 2000 Lou Reed se presentó por primera y última vez en Montevideo, en el Teatro de Verano, en una noche fría y lluviosa que ahuyentó incluso a muchos de los que habían ido antes de que el recital terminara. Fue un recital exigente para alguien que nunca había visitado Uruguay, ya que se basó casi por completo en el disco que acababa de editr –Ectasy-, intercalando apenas un par de temas de discos anteriores durante el show y reservando algunos hits para el final. Sin embargo, los que habíamos tenido la suerte de verlo previamente en el exterior, en recitales más amables con el conocimiento del público, coincidimos en que, a pesar de extrañarse muchos temas, el concierto había sido excepcional, y le había exigido al público que empatizara con un material desconocido, que no provocaba el aplauso automático que despierta el simple cumplimiento de las expectativas. En una de ésas, de eso se trata el arte y la música en serio.
El recital de Ney Matogrosso, quien también tocaba por primera vez en nuestra capital, en la sala Adela Reta del SODRE, fue igual de difícil y hasta un poco sádico; Matogrosso -un artista con cerca de 30 discos sobre sus espaldas- restringió su repertorio casi por completo a su último disco, Atento aos sinais -un disco muy uptempo, bailarín, con escasa samba y lleno de sonoridades distintivamente contemporáneas- sin casi entonar ninguno de sus mayores éxitos como solista. Nada de “Rosa de Hiroshima”, “Sangue latino”, “Homem com H”, “O mundo é um moinho”, “Fala” o “Da cor do pecado”, por lo que le ganó en crueldad a Reed, que al menos se dignó a hacer un bis con “Sweet Jane” y “Walk on the Wild Side”.
Pero no hubo nada de capricho en la elección del repertorio, sino una clara decisión artística: Atento aos sinais no es un mero número más en la discografía de Matogrosso, sino un disco exquisitamente arreglado, integrado casi totalmente por composiciones relativamente recientes de autores no muy conocidos y de temas con una fuerte impronta sociopolítica, con el que el mayor de los cantantes brasileños decidió explícitamente poner su maravillosa garganta al servicio de la difusión de autores no muy reconocidos y al mismo tiempo establecer un lazo de conexión con una temática y sensibilidad más actual. Una decisión valiente por parte de alguien que sabe que puede tener cualquier auditorio comiéndole de la mano con sólo entonar los primeros versos de “Vira”.
Es imposible, de cualquier forma, no lamentar que en lugar de la entretenida pero irrelevante “Samba do Blackberry”, de Rafael Rocha y Alberto Continentino, hubiera habido espacio para la “Balada do louco”, de Arnaldo Baptista y Rita Lee, pero también hay que reconocer el aspecto casi didáctico del repertorio, elegido entre un material que hoy en día, cuando los vasos comunicantes culturales entre Brasil y Uruguay no son ni remotamente tan fluidos como hace 30 años, nos resulta en general desconocido.
Ahora, estas observaciones corresponden al material escogido; el show en sí fue otra cosa, de la que se complica hablar sin caer en elogios redundantes y abandonar cualquier ilusión de objetividad. Porque Ney Matogrosso encima de un escenario sigue siendo algo distinto.
Un animal sobre las tablas
Ya hablamos del material que compone Atento aos sinais y que ocupó la mayor parte del show con los temas de estos nuevos autores (Matogrosso, como se sabe, es sólo un intérprete y no un compositor, aunque su impronta en los arreglos de los temas es evidente). ¿Son tan buenos estos compositores como los Caetano Veloso, Chico Buarque, Cartola o João Ricardo en los que se basaba antes para su repertorio? Es difícil decirlo; lo que está claro es que Matogrosso hace lo posible para que lo sean, lo que habla mucho de su capacidad asombrosa como intérprete. Así, canciones apenas pasables, como el hip-hop “Tupi fusão”, de Vítor Pirralho, se llenan de salsa y soul, perdiendo la dureza del original, al igual que el poco distintivo pop de Dan Nakagawa “Todo o mundo o tempo todo”. Y una canción ya bonita como “A ilusão da casa”, de Vítor Ramil, se convierte en una maravilla (el último bis, un “regalo” para el público uruguayo en la forma del “Sea”, de Jorge Drexler, reveló -a pesar del cansancio ya algo visible de Matogrosso- posibilidades energéticas desconocidas en el tema). Pero sería imposible ignorar que los mejores momentos de la noche fueron conseguidos gracias a composiciones de autores más clásicos como, Cazuza (“Poema”), Caetano Veloso (“Two Naira Fifty Kobo”), Lobão (“Vida, louca vida”), y con “Amor” -única entrada del repertorio de Secos & Molhados de la noche-, o la tan exuberante como romántica “Ex amor”, de Martinho da Vila, solitaria concesión al samba en estado puro del concierto.
El Matogrosso septuagenario tal vez ya no sea el cantante contralto de registro andrógino que muchos confundían con una mujer al escuchar los discos de Secos & Molhados, pero eso es como decir que el Maradona del Mundial del 90 no corría tanto como el del 86; su voz sigue siendo un instrumento extraordinario incluso en un país en el que parece estar prohibido cantar mal. Aunque ya no vaya a los agudos de antaño, su voz madura sigue conservando un tono bellísimo y de una afinación por momentos difícil de creer. Pero si ya sólo su habilidad vocal alcanzaría para reservarle un lugar privilegiado en la escena musical brasileña, su presencia escénica es todo un tema aparte.
Desde que decidió personificar a una criatura indefinible, pansexual, maquillada estilo Kabuki y tan expresiva con su rostro y su cuerpo como con sus cuerdas vocales, Matogrosso se convirtió en un showman indefinible, con un control del espacio escénico que lo lleva a moverse permanentemente, atravesándolo de punta a punta, cambiarse de ropa en escena o quedarse estático como una diva operística, concentrando toda la intensidad de la canción en su rostro y exponiéndose de una forma que en cualquier otro artista bordearía lo ridículo, pero que en su caso parece el complemento perfecto de las canciones.
Es, por supuesto, asombroso cómo este despliegue del cantante, con su reconocida gestualidad agresivamente sensual y completamente desinhibida (o más, como si nunca hubiera conocido la inhibición) no se ha convertido en una reproducción mecánica, nostálgica y hasta paródica de sus tiempos juveniles, sino que a los 73 años sigue exudando un poderoso magnetismo corporal que no tiene nada, pero nada, que envidiarle a un Jagger o a un Bowie, por nombrar a dos de sus contemporáneos con pocas ganas de mirar el calendario. Claro que hay humor en su representación, pero éste nunca sobrepasa la emoción y la autoconfianza de saber que se sabe lo que se está haciendo.
Esta entrega generosa fue recibida por el público de la Adela Reta con una auténtica adoración extasiada, que alternaba el silencio casi religioso durante las canciones con estallidos interminables de aplausos al final de éstas, y que terminó bailando frente al escenario como si se hubieran olvidado de ser uruguayos y formales. Un público de al menos cuatro generaciones diferenciadas, absolutamente entregado a la celebración pagana que se proponía desde el escenario, y que culminó con Matogrosso y su banda -una agrupación formidable que tuvo varias oportunidades de lucirse mientras la estrella se tomaba un respiro- visiblemente emocionados ante este primer encuentro con los montevideanos. Se hizo esperar, pero llegó.
Ney Matogrosso vino, vio y venció. Se hablará durante años de este concierto mágico.