¿Qué sería de las sagas de James Bond sin los manierismos británicos sobre los que giraban de forma invisible todas sus historias? Bond fue al cine de acción lo que el The Kinks Are the Village Green Preservation Society fue al rock psicodélico de fines de los 60: una necesaria vuelta a la britanidad en un entorno cada vez más radical, hippie y pulsante. A diferencia del detective noir, no pocas veces perdedor, alcohólico y de malos hábitos, Bond hacía todo el trabajo sucio sin que se le torciera el nudo de la corbata, rodeándose de muertes secas, sin sangre. Bond, el cenit de la distinción, el que tomaba los martinis agitados, no revueltos, tenía una increíble batería de gadgets de un diseño perfecto, y conquistaba mujeres exóticas como quien colecciona cabezas de animales cazados en safaris.
Detrás de la banalidad aparentemente simpática de Kingsman (Matthew Vaughn, 2015) hay una serie de deudas pendientes y un acercamiento a ciertos aspectos propios de la sociedad inglesa que resultan mucho más interesantes. En una primera línea, Kingsman es una vuelta camp y autoconsciente a lo más infantilmente placentero del agente 007: la fascinación por los extraños aparatos de espionaje camuflados en objetos cotidianos. En Kingsman todos los objetos más comúnmente asociados a la caballerosidad británica se diversifican en las funciones más sorprendentes: esmóquines antibalas, paraguas que pueden devolver los proyectiles que les fueron disparados, anillos electrocutores, zapatos Oxford con punta de navaja envenenada, bastones hiperresistentes, bebidas espirituosas con nanotecnología de rastreo, galeras con grabadores de voz, lapiceras pluma con veneno activado por sistema inalámbrico, y dorados encendedores-granada. A su vez, si los cuarteles secretos del MI6 de Bond eran en sí mismos sorprendentes, los de los kingsmen los triplican en tamaño, alcance y diseño. A su vez, parafraseando algo mencionado de forma autoconsciente en el film, si lo más inmediato para analizar la calidad de las obras de Bond era la naturaleza de sus villanos, Kingsman opta por lo más excéntrico y exagerado que podría encontrar: un Samuel L Jackson ceceoso, asqueado por todo lo que tenga que ver con la sangre y fanático de la ropa deportiva (algo a lo que se le hincará el diente más adelante en esta nota).
Matthew Vaughn parecería querer rescatar una figura del agente secreto que fue diluyéndose, no sólo en las versiones cada vez más realistas -dentro de lo posible, por supuesto- de Bond, sino también en un mundo pos 11 de setiembre de 2001, en el que los agentes de inteligencia y las medidas de recolección de data y desestabilización de gobiernos son algo real, palpable y no tan idealizado. Es, dentro de todo, una vuelta conservadora a los valores perdidos, pero cabe mencionar que fue similar la idea de Joel Schumacher en su trilogía de Batman -inspirada en el tono más kitsch de la versión de Adam West-, y los resultados fueron radicalmente otros (nunca pudo resurgir del todo luego de películas casi unánimemente detestadas tanto dentro como fuera del universo de fanáticos del cómic).
Pese a no jugársela del todo por algunas cosas que propone, Kingsman nunca llega a pisar fuera de la línea, e incluso logra hacer la impensable transformación de Colin Firth en una máquina de matar sin ridiculizarlo en el intento. En este sentido, Vaughn y Brad Allan, su coreógrafo de escenas de lucha (quien estuvo al frente de películas tan disímiles como Scott Pilgrim, The Worlds End y Chinese Zodiac: la armadura de Dios), optan por escenas aceleradas y trepidantes, con tomas POV (punto de vista) y juegos de cámara en mano que permiten camuflar la inexperiencia técnica de sus actores. Específicamente, el momento más relevante en cuanto a despliegue de acción es la persecución inicial a Eggsy (Taron Egerton), el joven protagonista, en la que durante todo el trayecto esquiva autos y personas en reversa.
Lo complicado del film es que estas escenas no incluyen sangre en situaciones que deberían ser naturalmente rayanas en el gore. No me refiero sólo a disparos o cuchilladas -hay un montón, mucho más de lo que sería esperable en una película de agentes secretos-, sino a que un tipo es partido a la mitad por una asiática con piernas de navaja hiperafiladas (lejos de los personajes Bond, parece una referencia más directa al asesino de Ichi The Killer, Takashi Miike, 2001), y el cuerpo queda en el suelo, segmentado en dos, sin dejar una sola gota roja. Esto parecería una pacatería, pero con la escena de las explosiones de cabezas (todas resueltas en una especie de nube colorinche, en vez del espectáculo digno de Scanners -Cronenberg, 1981- que nos podríamos imaginar), uno se da cuenta de que todo aquello persigue un fin estético y no se limita a ser un recurso para que la película sea habilitada para un mayor rango etario (recordar, en este sentido, el montón de estocadas sin sangre de Piratas del Caribe).
Al rastrear las posibles razones de esa negación a todo tipo de derramamiento de sangre -en una película a la que, desde la escenificación de masacres mundiales inducidas por sistemas inalámbricos, supuestos sacrificios de perritos y el chiste con referencia a sexo anal del final, la clasificación R parece quedarle insoslayablemente adjudicada- cabría pensar que, justamente, aquello es demasiado sucio para un film de caballeros británicos.
Gente fina
Esta elegancia buscada e invocada parecería de alguna manera orbitar silenciosamente alrededor del film. Más que una película de espionaje, Kingsman es -tal como se hace referencia en el mismo film- una especie de Pygmalion/Mi bella dama en la que un aristócrata intenta enseñarle modales a un pequeño chav -el equivalente británico de plancha-. No sorprende que el chico a adoctrinar en las artes del espionaje sea huérfano de padre, uno más de esa generación de jóvenes ingleses perdidos, sin referencias parentales. La película es, en cierto punto, un llamado y a la vez una reivindicación de esa cada vez más lánguida estirpe aristocrática en un país dinamizado por el mercado, la globalización y la dinamitación de la clase trabajadora. No por nada, el villano principal es estadounidense, se viste como un rapero y, pese a sus inconmensurables sumas de dinero, cena hamburguesas de McDonalds como si fueran un exquisito plato de alta cocina. Samuel L Jackson no sólo es un elemento de ese mundo moderno que contrasta con la filosofía de “los modales hacen al hombre”; él es ese mundo.
La conversión de Eggsy y la lucha inherente del film es, dentro del campo ficcional, una entre los viejos valores de la sociedad inglesa y esas nuevas generaciones que las van dejando en un lugar de invisibilidad (y, a su vez, una fantasía restituyente de la decadencia política de esta aristocracia), mientras que en lo metaficcional es una contienda interna entre los límites del formato de cinta de espionaje. Esta última batalla se da en la paradoja de poner a jugar el legado de forma consciente (pero con la necesidad de no perder la ingenuidad necesaria) y, a la vez, la puesta en desmontaje de una serie de clichés (sobre todo en los discursos previos a ejecuciones o muertes de protagonistas) propios de esta tradición.
Aun así, el asunto es más complejo que eso, ya que la película funciona también como una crítica al elitismo mundial, tanto dentro como fuera de los terrenos políticos (en particular, en torno a la conformación de esa generación de “elegidos” que van a sobrevivir la catástrofe inducida por Samuel L Jackson). La escena de las explosiones de cabeza, con la nada inocente inclusión de muchos políticos en la línea de personajes que querían salvar su pellejo, habla mucho de esto.
Cuando nos detenemos en ella, Kingsman termina siendo una película mucho más complicada -en el buen y en el mal sentido del término- de lo que parecía y nunca queda claro si esta invocación a la britanidad caballeresca (a la que, espantosamente, películas como Mortdecai quisieron hincarle el diente en el último año) es un síntoma o un elemento de su propia agenda. Aun así, sin pisarle los talones al brillante poder satírico de la trilogía de Austin Powers, Kingsman, como sus protagonistas, siempre cae bien parada, aun en los momentos en los que más en bandeja nos viene el material para criticarla.