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Michael Keaton y Alejandro González Iñárritu en la entrega de los premios Oscar, el domingo en Hollywood, Los Angeles, California (Estados Unidos). Foto: Armando Arorizo, Efe

En la larga madrugada

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Se celebró la 87ª entrega de los premios Oscar de la Academia de Hollywood.

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A estas alturas ya es vacuo seguir protestando por el criterio o la superficialidad de los Oscar. No sólo es redundante, también es erróneo en términos conceptuales: los Oscar son lo que son, tienen su sistema y criterios de premiación, así como su idea de espectáculo y validación artística. En el caso de que se le preste atención a su fiesta anual, no tiene mucho sentido quejarse porque no sean otra cosa que lo que son: una evaluación más o menos crítica del cine estadounidense que funciona como promoción y acto autocelebratorio, con una tendencia relativamente conservadora. También es un medio sencillo para que los cinéfilos de diverso grado conversen cada año sobre sus impresiones acerca de las películas más notorias del año anterior. Es decir, no es algo para nada malo, a no ser que se les tenga un respeto mayor que el que se merecen.

Por otra parte, la entrega de los Oscar funciona siempre como un barómetro que mide cómo Hollywood se está viendo a sí mismo y cuál es la imagen que desea proyectar hacia el presente y el futuro. En ese aspecto, da la impresión de que esta industria, cada vez más acorralada para realizar megaproducciones cuyo impacto sensorial haga imposible que sean reproducidas adecuadamente en forma casera o pirata, al mismo tiempo comienza a sentirse incómoda al dar la impresión de producir exclusivamente para el público adolescente o para los restrictivos y censuradores (pero gigantescos) mercados asiáticos. Así, la selección de películas nominadas para este año esquivó cuidadosamente los ahora principales géneros del cine estadounidense -el de ciencia ficción y el de superhéroes-, excepto en la categoría de efectos especiales (obviamente).

Si bien no hubo auténticas sorpresas, no fue la más previsible de las entregas de los Oscar, e incluso en algunos aspectos pareció existir la buena intención de premiar a apuestas más arriesgadas antes que a las más populares. Si bien la taquillera El francotirador era tal vez demasiado polémica para que se le otorgara un Oscar, en otro momento la Academia no hubiera tenido problemas en premiar a un film que recaudó por sí solo más que las otras nueve nominadas a Mejor Película, y tanto El código Enigma como La teoría del todo y Selma tenían todas las características que generalmente son apreciadas por los votantes de Hollywood. Sin embargo, la mayoría de los premios fueron para Birdman, Whiplash y El gran hotel Budapest, tres productos más bien laterales al gran mercado cinematográfico.

El gran problema, y no es un problema de los Oscar sino del cine estadounidense en general, es que Hollywood se está olvidando de cómo hacer cine de auténtica calidad orientado hacia los adultos. Nada ha sentido más el impacto de las nuevas tecnologías de acceso a las películas que esta clase de cine, y salvando algunos raros sobrevivientes de la gran oleada de cine independiente de los 90 (Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, Richard Linklater), no parece haber una nueva leva capaz de revertir este proceso (o si existe, que sea capaz de llegar a plasmar su talento en la pantalla). Entre las diez nominadas a Mejor Película había varios films de buena calidad, pero ninguno -con las posibles excepciones de Boyhood y de la polémica Birdman- con auténticas ambiciones de grandeza o perdurabilidad. De estas dos películas, Boyhood representaba un experimento formal mayor y Birdman una intención más ambiciosa de acercarse a los grandes temas metacinematográficos; la Academia optó por la segunda -una clara ganadora de la noche, ya que Alejandro González Iñárritu también ganó el Oscar a Mejor Director y, junto a su equipo, el de Mejor Guión-, en lo que también puede considerarse, al igual que la selección de nominadas, un gesto simbólico.

Es decir, la Academia no sólo escogió nominar películas maduras o que lo parecieran, sino que también volvió a dejar un espacio para cierto progresismo político -encarnado en algunos de los discursos, números musicales, el ninguneo a la reaccionaria El francotirador y el Oscar a Mejor Documental obtenido por Citizenfour, dedicado al rebelde Edward Snowden-, y premió a una película que reivindica al cine como vehículo de la creación artística pura (gira alrededor de una obra teatral, pero la analogía es muy evidente) en contra de los intereses comerciales, la crítica prejuiciosa y demás maldades exteriores. En resumen, la entrega de los Oscar pareció dar señales de cierto complejo de culpa en una industria que vive de las adaptaciones de Marvel y DC Comics, y de la conciencia de poder y deber rendir más. Eso con respecto a los premios; la ceremonia es otra cosa.

La fiesta del bostezo

Estas buenas intenciones simbólicas chocaron violentamente con el formato de la ceremonia, que se ha vuelto tan increíblemente aburrido y previsible que casi no tiene más sentido de existencia que para que los participantes confraternicen y las casas de alta costura hagan desfilar sus modelos. La selección de conductores o anfitriones -un rol en el que supieron brillar por años comediantes como Bob Hope, Johnny Carson, Billy Crystal y Steve Martin, y que era uno de los grandes atractivos de la fiesta- da señales de haber perdido completamente la brújula, y, además, de que no importa. El ocasionalmente divertido Neil Patrick Harris no fue peor que las dos selecciones previas -el desubicadísimo Seth Farlane y la pasada de autosuficiencia Ellen DeGeneres-, pero al hecho de que se trata de una figura menor se sumó que no le dieron siquiera la oportunidad de entretener al público en los brevísimos espacios que le otorgaron para hacerse el gracioso. Mientras los Globo de Oro han confiado -sensata o insensatamente, pero siempre con buenos resultados- en Tina Fey, Amy Phoeler y Ricky Gervais, los Oscar parecen tener tanto miedo de contratar a alguien que pueda resultar ofensivo, que directamente están eliminando el rol (el último conductor de buen nivel fue Jon Stewart, y eso fue en 2008).

Es asombroso que en una extensa ceremonia de tres horas y pico, el tiempo parezca acortarse (aunque no para el espectador) y que tan sólo se recurra a un pesado esquema de agradecimientos y canciones cada vez más pomposas e insoportables. Salvando el divertido sketch musical de The Lonely Island interpretando el tema “Everything’s Awesome”, de la banda de sonido de La gran aventura Lego, el resto fue una sucesión de cantantes femeninas vestidas como muñecas de torta de casamiento que trataban de sonar más dramáticas. En cambio, hubo algunos agradecimientos bastante entretenidos o significativos, como el de la espléndida Patricia Arquette reclamando igualdad salarial entre los géneros, González Iñárritu mencionando la inexistencia de un gobierno de verdad en su país, o los responsables musicales de Selma recordando la vigencia de la temática de su película. Pero tampoco había mucho espacio: un mero chiste de Sean Penn en alusión a González Iñárritu al entregarle el Oscar (“¿quién le dio la tarjeta verde a este hijo de puta?”) provocó tantas reacciones escandalizadas en la web -no del director, que se rio como correspondía-, que está claro que el humor y la diversión no son elementos requeridos o tolerados en el Hollywood políticamente correcto.

Entre la bruma de este bodrio, lo más significativo -en relación a la aburrida solemnidad que emergió de la 87ª entrega de los Oscar- fue algo que simplemente se olvidaron de hacer. La última versión del otrora popular fragmento “In memoriam” fue la más protocolar y terraja posible; presentadas mediante unos dibujos bastante berretas, las celebridades fallecidas pasaron a toda velocidad por la pantalla, con la música clavada a un volumen estruendoso para ahogar los aplausos y que nadie se ofendiera si algún difunto era más aplaudido que otro. Pero a su mal gusto estético se sumó un pifie histórico: el olvido de incluir a la actriz y comediante Joan Rivers en su desfile de fallecidos el año pasado. Una omisión inexcusable, ya que, más allá de su notable carrera, Rivers era justamente una figura íntimamente relacionada con estos premios a partir de las hilarantes entrevistas que solía hacer sobre la alfombra roja y las despiadadas críticas a posteriori que realizaba con su hija Melissa, referidas a la indumentaria de los invitados. Suponemos que se trató de un gigantesco error que alguien debe estar pagando con su trabajo. En todo caso, su ausencia es todo un símbolo de una fiesta a la que ya sólo le preocupa parecer y no entretener.

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