“Whiplash” es el nombre de una conocida pieza de jazz de Hank Levy que es interpretada varias veces en la película a la que le da nombre, pero a la vez la palabra quiere decir “latigazo”, lo cual tiene mucho que ver con esta película sobre la relación inhumanamente exigente de un profesor de música y su discípulo.
Elegante, de gran poder dramático y gran energía, la película es sin dudas un objeto atractivo, pero al mismo tiempo lleno de trampas y dobleces y, aparentemente, vehículo de una concepción artística por lo menos discutible.
Whiplash se sitúa en una imaginaria escuela musical neoyorquina (a la que es fácil identificar con la prestigiosa Juilliard) donde los alumnos se preparan para participar en diversos concursos musicales bajo la batuta de profesores de fama estelar.
Uno de los mayores atractivos de la película es, justamente, quién encarna al autoritario profesor Terence Fletcher: no es otro que el formidable JK Simmons. Un actor generalmente relegado a roles secundarios pero que gracias a su altiva presencia física suele obtener papeles de figuras poderosas o siniestras como el complejo neonazi Vernon Schillinger de la serie OZ o Jonah Jameson, el irascible director del diario en el que trabajaba Peter Parker en la trilogía de Sam Raimi sobre El Hombre Araña. El Fletcher de Simmons es un cable pelado, un personaje de claras tendencias sádicas -aunque medianamente justificadas como método disciplinario-, que pasa del refinamiento más amable a la brutalidad en cuestión de segundos.
Su oponente/discípulo es Andrew Neiman -interpretado por el novel pero intenso Miles Teller-, un estudiante talentoso, vanidoso y autosuficiente, que idolatra al baterista Buddy Rich y cuyo único objetivo es ganarse el respeto de su profesor y ser el baterista principal de la banda de su escuela, aun si para eso tiene que dejar (innecesariamente) por el camino a sus afectos personales. Una característica bastante original del film, ya que gira alrededor de dos personajes con los que es difícil empatizar a priori y que son esencialmente antipáticos.
Pero el principal personaje de Whiplash es la música (o más ampliamente “el arte”), y es complejo valorar una película que, no en el fondo sino explícitamente, propone una ideología tan clara y discutible en relación con la música, considerada como una disciplina marcial espartana, sin goce, sin creatividad propia, tan sólo como el dominio físico absoluto de una habilidad imperfectible e invariable que tiene mucho más que ver con la gimnasia olímpica que con el swing jazzero (aunque por mimesis absoluta, las formaciones musicales de la película toquen con swing). Una concepción musical de tintes fascistas en la obsecuencia obediente exigida por su director, y en la que cualquier variación de la partitura o grabación original que no esté prevista y diagramada hasta el último compás es un pecado irreparable. Una concepción musical para la cual el único objetivo es evaluar la ejecución como la más perfecta (la más mimética) por un incuestionable jurado de virtuosos conservadores. Una concepción musical para la que la alegría es un delito, la solidaridad entre intérpretes inexistente y los errores imperdonables. Es decir, una concepción musical de mierda. Vale la pena señalar que la película ha sido más apreciada por espectadores ajenos al jazz que por los auténticos amantes y músicos del género, que la han despreciado como el trabajo de alguien ajeno a esta música e incapaz de entenderla.
Tal vez el background personal del director y guionista Damien Chazelle tenga que ver con esta concepción musical robótica y deshumanizada; Chazelle es hijo de una escritora y un científico de computadoras, y se formó como baterista bajo las órdenes de un profesor similar al del film. Convencido de no tener un auténtico talento, abandonó la música y se dedicó al cine. Y utilizó su experiencia formativa como base de la película.
En realidad es difícil discernir en la película si Chazelle aprueba esta forma militarizada de ver la música o si en realidad la critica (algunas escenas finales parecerían cuestionar la obediencia y la disciplina pura), o si hay un poco de las dos cosas. Tal vez es esta ambigüedad lo que impide descartar a Whiplash como una visión sociopática del arte, pero también están las buenas actuaciones, la energía brutal de algunas escenas, la impactante producción de sonido del film, y una serie de detalles (la visión hiperestructurada y programática hasta lo ridículo del estudiante sobre su carrera, el cartel de su cuarto que advierte que “si no trabajás en serio vas a terminar en una banda de rock”, el juego de pequeñas traiciones que establece con el profesor), que parecen apoyar con destellos humorísticos la idea de que en el fondo hay una visión muy irónica sobre esta idea de la música como latigazo. Pero tal vez sean reflejos por fuera del control de Chazelle, que parece mortalmente serio al afirmar que el camino al genio pasa por la sangre, el sudor y las lágrimas, una idea que ya era una estupidez en los tiempos en el que el esforzado Salieri veía al disoluto Mozart realizar magia sonora instantánea sin que se le despeinara la peluca.