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El leopardo, de Jo Nesbø. Random House, Montevideo, 2014. 696 páginas

La recompensa

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“El leopardo”, de Jo Nesbø. Random House, Montevideo, 2014. 696 páginas.

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La novela negra nórdica es ya un género en sí mismo. Oscurísima y cruda, el componente moral es uno de sus puntos fuertes. La denuncia que se oculta tras historias de una crueldad que conmociona es clara: la maldad que subyace al hombre también en los modélicos estados escandinavos. Maj Sjöwall y Per Wahlöö, la pareja de periodistas que inició en los 60 el policial sueco, conocían el poder del género para mostrar y cuestionar la cara oculta de una sociedad en decadencia. Sus discípulos, los compatriotas Henning Mankell, Stieg Larsson o Camila Läckber, se han posicionado en los primeros lugares de las listas de ventas año tras año; como si a cada “descubrimiento” (vía Estados Unidos) lo siguiera otro que redoblara la apuesta. El noruego Jo Nesbø es uno de los que se han consolidado en estos años con mayor fuerza, y ahora algunas de las aventuras de Harry Hole, el comisario que protagoniza su serie de novelas, se encuentran ya traducidas. Panserhjerte (2009) apareció el año pasado en la colección Rojo y Negro de Random House y es el octavo libro de la serie. El leopardo (ése es el nombre que le han puesto) sigue en la serie a El muñeco de nieve (de 2007, editado en castellano por RBA Libros en 2013), pero, si bien las referencias a esa aventura son constantes, se sostiene por sí mismo, sin que sintamos la necesidad de recurrir a la otra novela. Porque, sin ser una obra maestra del género ni hacer grandes contribuciones estilísticas o temáticas, El leopardo está inteligentemente construida y logra con creces lo que se propone: aterrar. Es un libro que nos exige -por su extensión- abandonarlo, pero que no se deja abandonar. Se lee con fascinación y en un estado de suspenso constante.

Como en otras de sus novelas, el tema que subyace es político: el fantasma del colonialismo europeo sobrevuela la trama. Dos de sus escenarios lo confirman: el Congo y Hong Kong. En estos dos centros de la explotación se desarrolla gran parte del libro (el resto, claro, sucede en Noruega). La presencia continua de frases en inglés y los comentarios de los personajes en torno a ese hábito (verbigracia, introducir pequeñas frases en otro idioma en nuestro discurso) hace pensar en otros colonialismos. Y estos ambientes, donde impera la relación amo-esclavo, configuran el verdadero escenario de la novela.

Entre las citas a la cultura pop, fundamentalmente anglófila, y a obras de la literatura (Joseph Conrad, Charles Bukowski, John Fante) y la filosofía resalta una referencia que actúa como intertexto (si se me disculpa la licencia) principal: la obra de Edvard Munch. Sus pinturas establecen un diálogo profundo, construyen el alma auténtica de la novela. Desde su cara en el billete de 1.000 coronas hasta los cuadros en el museo, su presencia es una constante siniestra que sirve de telón de fondo al paisaje cultural (y geográfico). El tono de la vida de unas personas que viven, como lo vivió Munch, el horror de lo cotidiano. Porque detrás del crimen excepcional, el intrincado laberinto argumental, los oscuros personajes son movidos por las mismas ambiciones, los mismos dolores, las mismas pasiones que todos. Al final, todos los móviles -palabra grata al género- son aquel de Caín y Abel. La debilidad humana, los celos, la venganza, el amor. Así, la novela crea poderosas imágenes en torno a esas ideas y abundan elaboradas metáforas. La muerte es la preocupación principal y la obra toda está teñida de su presencia: un espantapájaros fantasmal en una ventana, un trampolín que parece una horca, el volcán y la lava, una manzana que hiere y mata.

El leopardo toma elementos de la novela negra, pero también del thriller policíaco. El complejo argumento se desarrolla con solvencia, la prosa (como lo pide la acción) es ligera y rápida. En sus casi 700 páginas no hay (arriesgo) una descripción que ocupe más de dos o tres párrafos; todo es acción. Los hechos se suceden de una manera asombrosa y hay casi una necesidad constante de multiplicar, de estirar, de sumar eventos. Los diálogos son muchos y ágiles, salvo cuando se explica lo sucedido. Estos momentos de distensión, además de servir de recuento de los hechos, son un recordatorio: nada es tan simple. Pronto las acciones negarán las palabras, pronto una evidencia que no se había visto, un gesto que se había perdido, una llamada que no se había hecho, revelará las fallas. Las vueltas de tuerca son la especialidad de Nesbø. La inestabilidad es constante.

Es su estado natural; por eso llueve en épocas de sequía y hace calor en Oslo. En ese (este) mundo invertido transcurren los hechos, en un país orgulloso de su progresismo y democracia que aún tiene realeza. Pero al final la realidad del género es fuerte: todo tiene un sentido. Todo confluye a un punto único. La multiplicidad de personajes, su derrotero, cada cosa nombrada, cada objeto o recuerdo; todo tiene su lugar en la novela, nada está allí por azar. En un mundo de inseguridades, de extrema violencia, de peligro constante, el mundo de la novela se cierra en sí mismo y se autocontiene y explica. Luego de soportar la tortura y el horror, ésa es su recompensa.

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