Un tema complejísimo con respecto a los tráilers cinematográficos es qué función deben cumplir. ¿Deben servir como un útil resumen del film? ¿Su principal uso es generar anticipación y entusiasmo en el posible espectador? ¿Deben ser considerados una obra cerrada en sí misma, independientemente de la película? Cualquier publicista diría, al menos, que en la medida en que las respuestas a las dos primeras preguntas sean afirmativas, estará más cerca de cumplir su objetivo. Sin embargo, hay un universo en la escala de grises entre estos dos cometidos. El ejemplo clásico sería: cuántas licencias se puede tomar un tráiler para hacer parecer más interesante o entretenida una película; cuántas libertades se puede tomar para sugerir algo que no sucede o un ritmo que no es propio del film.
Un ejemplo reciente en la cinematografía nacional es el de Zanahoria, cuyo tráiler prometía una especie de thriller mucho más denso y peligroso que el que ocurría realmente en el film (pensemos en el cierre de la sinopsis, con los protagonistas a contraluz en el interior de un auto, con una música trepidante que indica la inminencia de un peligro, o algo completamente escabroso, mientras que en el film esta escena carece de esa densidad dramática que se proyecta).
El tráiler de Los enemigos del dolor corre una suerte similar. Son dos minutos y medio, marcados por un ritmo frenético, al son de unos sintetizadores que persiguen al protagonista puteando en alemán y corriendo por distintas zonas de la Ciudad Vieja. Aun así, en este caso la relación con la estética y la imaginería es incluso más compleja. Y es que, luego de ver dos veces el film, lo que hace ruido del tráiler no son tanto sus licencias poéticas (o comerciales), sino el hecho de que Los enemigos del dolor parece ser un tráiler de una hora y media.
Cajitas de música
Analizar la película desde las convenciones clásicas sería un craso error. En Los enemigos del dolor no hay psicologicismo que valga: los personajes, más que expresar una interioridad, ponerse en juego como varios núcleos de psicologías interconectadas en diálogos, con sus propios móviles y limitaciones, son más bien figuras de algo más, piezas de una obra mayor. En este sentido, son casi piezas plásticas, siempre vestidos igual -más allá de que casi todos son personajes en situaciones de privación económica, que difícilmente tendrían un gran repertorio de vestuario- y haciendo más o menos lo mismo, cumpliendo una función repetitiva (uno podría pensar en muchas cajitas de bailarinas de cristal abiertas al mismo tiempo, con cada una de ellas bailando una tonada distinta). El alemán (Felix Marchand) con esa mezcla entre la camisa floreada y la campera de nailon roja (algo que indica la completa desubicación espacial en la que se encuentra, una vez llegado a nuestro terreno), Nelson (Lucio Hernández) con la campera de corderito y el bigote lloviéndole hasta la quijada y Pedro Dalton en su traje azul (perfectamente podría imaginarselo vestido así en un videoclip de Buenos Muchachos, similar al saco y pantalón que llevaba en “He Never Wants to See You Once Again”, del que Arauco Hernández fue director de fotografía), que en cierto punto es como su ánimo -en inglés, blue significa “tristeza”-, que alterna entre un estilo cuasi aforístico-autista y un gimoteo constante. Los tres podrían ser reproducidos en miniaturas o figuras coleccionables; es que difícilmente haya habido en el cine uruguayo personajes tan particulares en lo físico-indumentario.
Montevideo Proust
En esta última referencia a Pedro Dalton podría definirse algo medular de Los enemigos del dolor: su condición de obra alimentada por múltiples ríos, referencias veladas o inspiraciones. Si pensáramos en el principal afluente, definitivamente sería El dirigible (Pablo Dotta, 1994), con personajes y entornos similares (entre éstos, el paralelismo entre la francesa y el alemán que vienen a Uruguay, pero también El Moco y Christian, los dos niños de la calle devenidos infantojuveniles perseguidos por diferentes motivos). De algún modo, Arauco Hernández con Los enemigos del dolor redobló la apuesta: decidió hacer no tanto un film ambientado a fines de los 80, sino más bien una película que pareciera haber sido hecha en esa época, sólo que con herramientas del presente (un ejemplo concreto es el uso de la banda sonora, que parece una versión más estilizada de un montón de películas de la era del Centro de Medios Audiovisuales). Cabría pensar si Los enemigos del dolor no es, en definitiva, uno de los tantos eslabones perdidos de El dirigible, uno de esos que nunca lograron correcta acogida luego de que la crítica y el público les dieran la espalda (el ya mitologizado grafiti “Yo entendí El dirigible”).
Al entrar en estas comparaciones, lo que diferencia a la película de Dotta de la de Hernández es que la primera siempre pareció ser una obra conceptual que hacía un amplio uso de imágenes y recursos de fotografía para desarrollar sus ideas, mientras que la segunda parece ir en el camino contrario. Cuadro a cuadro -y a medida en que testeamos el espesor de la trama- nos damos cuenta de que Los enemigos del dolor es inevitablemente una película hecha por un director de fotografía, más que por un narrador. A diferencia de El dirigible, en la que las imágenes parecían metáforas de un concepto específico vinculado con el vacío representacional de Uruguay, en el film de Hernández las imágenes se despliegan más por un placer visual, esperando que en su acumulación encuentren puerto en algún sentido mayor.
Uno de los mejores ejemplos de esto es el auto rojo que parece seguir al joven a todos los lugares en los que se refugia. Rodea al vehículo ese halo místico que suele envolver varios objetos en las películas de David Lynch, y casi podría pensarse que el auto, más que un medio de transporte manejado por alguien, es una entidad. En esa Ciudad Vieja cerrada en sí misma, todos los personajes parecen caminar en círculos, cruzándose una y otra vez, como si fueran los únicos habitantes del país. Así también, en el encuentro entre Pedro Dalton y sus dos perros el auto recula, pero en realidad nunca llegamos a entender del todo por qué. Y es que casi nunca entendemos del todo por qué sucede lo que sucede. Por momentos parecería que, más que estar locos los personajes, lo que estaría loca es la película.
El desenganche
En esta suspensión del raciocinio hay aciertos, pero también bastantes pifies. En la dinámica a los tumbos que parece rodear todo lo que hace el alemán, a veces todo parece demasiado forzado, como si los movimientos de cada personaje fuesen hechos por un titiritero artrítico. Un ejemplo es la escena de pelea con los bailarines de AEBU, en la que la disputa irrumpe de una forma muy torpe y forzada. Algo similar puede decirse de la primera vez que se encuentra el alemán con el pibe (empieza bien, con ese cajón que parece caer desde fuera del cuadro, pero luego deviene en una pantomima de pelea con un viejo), pero más que nada en la desafortunada escena del tiroteo, que está filmada con una letargia y falta de ductilidad que hace ver todo aquello como un evento gratuito, de otra película.
En algún punto, todo lo que puede achacársele a Los enemigos del dolor es lo mismo que solíamos achacarles a muchos de los films de los 80 y comienzos de los 90. Es como si en su intento de ser una película de los 80, queda algo de lo inevitable que vincula cargar con los pecados de sus ancestros. Algo que también habla de cierta honestidad en el fallo.
Si tuviéramos que delinear una temática, Los enemigos del dolor sería un film sobre la importancia de la amistad, de esos lazos humanos azarosos que sirven de sostén ante un vacío que se abre debajo de nosotros. Tenemos al alemán que viene a Uruguay sin un peso, esperando encontrar a su antigua novia; el guardia de seguridad que se solidariza con la causa del desconocido; y Pedro, que es como un perro callejero que se plegó a la caminata de estos dos personajes ignotos. En estos frisos sociales de una Montevideo en perpetua penumbra (cabe mencionar el impecable estilo del Thomas Mauch -venerable director de fotografía de Werner Herzog- en la fotografía del film), lo primero que viene a la mente es Wim Wenders, algo entre medio de El amigo americano (1977) y El cielo sobre Berlín (1987) (o Las alas del deseo, dependiendo de a qué título se atenga). El problema de la película de Hernández es esa dificultad a la hora de condensar estas imágenes en un flujo narrativo convincente que sí lograba campear de forma excelsa su referente alemán. O bien podría haber hecho algo más volado, que se metiera más de lleno en los juegos expresionistas, o bien podría haber apretado un poco más la historia en una línea. Sobre todo, podría haber dejado fuera esa subtrama que surge en el último tercio del film, vinculada con un círculo de pedófilos evangelistas (nota mental: hay otro reflejo invertido vinculado con El dirigible, de El Moco como abusador, en la famosa fellatio obligada a Espalter y el adolescente de Los enemigos del dolor, abusado por los evangelistas). Por el contrario, la película termina quedando en un interregno incómodo. Quizá como ejercicio podríamos pensar en una versión de Paris, Texas (Wim Wenders, 1984) en la que Harry Dean Stanton, a mitad de trayecto, desistiera de la búsqueda de Nastassja Kinski, dándose cuenta de que no vale la pena insistir y que capaz que alguna cagada se mandó para que ella tomara esa decisión. Un poco en esa línea va Los enemigos del dolor, que parece -volviendo a la comparación con el tráiler- anticipar asuntos, o núcleos temáticos, pero éstos nunca llegan a trascender la mera promesa.