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Eduardo Galeano durante la lectura de textos de Los hijos de los días en el Teatro Solís (archivo 2012). Foto: Sandro Pereyra.

Foto: Sandro Pereyra

Con la razón y lo otro

11 minutos de lectura
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Una entrevista con Galeano (1940-2015) del año 2008.

Horas antes de que partiera hacia España para promocionar “Espejos: una historia casi universal” conversamos con Eduardo Galeano en el Café Brasilero, donde comprobamos que es imposible compartir su mesa y no ser invitado.

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Para algunos, Espejos era más de lo mismo: como muchos artistas, Galeano fue poseedor de un estilo absolutamente definido y personal que exige compararlo internamente para registrar las variaciones sucesivas. Sin embargo, esas variaciones existen y no son mínimas. Hay mojones claros en la carrera de este escritor nacido en Montevideo en 1940 que tuvo un éxito continental (Las venas abiertas de América Latina, 1971), que luego supo dar una forma narrativa a su sistema (la trilogía Memoria del fuego, 1982-1986) y que después integró la historia individual (El libro de los abrazos, 1989). Ese camino literario, además del periodismo (en Marcha y Crisis, entre otros medios), tiene su propia prehistoria.

-Me encontré con esta edición de Los días siguientes entre los libros de mis padres.

-Uy, esto es arqueología pura. Son restos de las cuevas. La primera edición de este libro es de 1962. Es un pecado de infancia. Creo que empecé a hacer libros de verdad a partir de Las venas abiertas, que lo escribí a fines de 1970. En la época de Los días yo estaba muy influido por Pavese. Pero sentía que lo que me gustaba hacer de veras era el periodismo, que es una forma de la literatura: no comparto la división de clases sociales en los géneros literarios, donde hay un suburbio maloliente allá abajo, que es el periodismo y en lo alto de los altares fulguran la prístina novela, la áurea poesía, los géneros privilegiados. Todo mensaje escrito que una sociedad emite es literatura, tenga la forma que tenga. Aunque en aquel tiempo no me tomaba en serio la producción de libros. Fue a partir de Las venas que entendí que ése podía ser un camino para decir cosas que a veces exigen un tiempo que el periodismo prohíbe. Hay una urgencia en el periodismo que la producción de libros no tiene.

-Pero el “estilo Galeano” tiene mucho de periodismo, además de antropología, historia...

-A mí me gusta eso, sí.

-Traje Los días siguientes porque cuando leía Espejos me puse a pensar en qué lugar estaba dentro de tu carrera. Es decir, esa primera novela casi existencialista no tiene mucho que ver con Las venas abiertas, que es un ensayo más clásico, pero en lo narrativo y en la frase corta algo hay de lo que vino después...

-El lenguaje en el que me reconozco nace con un libro de cuentos que se llamó Vagamundo [1973]. Ahí empiezo a trabajar en “galope corto”. Ese lenguaje define lo que hago porque es lo que me gusta hacer. No es que lo decida mentalmente sino que es el modo como yo me siento cómodo. Y sí, es un género de géneros, porque ahí confluyen la crónica, el ensayo, la poesía, la ficción, el relato, todo lo que se te ocurra. Construyen lo que aproximadamente coincide con una tarea que me parece que es útil: en el mundo de hoy, que fractura todo lo que toca, tratar de reintegrar la perdida unidad del lenguaje, buscar un lenguaje que de algún modo reúna todo lo que ha sido roto y disperso.

-En Espejos hay varias guiñadas a esa manera de escribir. Por ejemplo, el capítulo “Fundación de la novela moderna”, donde se habla de la escritora japonesa Sei Shônagon y de su prosa que “era un mosaico multicolor, hecho de breves relatos, apuntes, reflexiones, noticias, poemas: esos fragmentos, que parecen dispersos pero son diversos, nos invitan a penetrar en aquel lugar y aquel tiempo”.

-Sí, se parece mucho a lo que yo hago, pero ella lo hizo mil años antes; hay otro mérito.

-Espejos retoma y amplía la temática histórica general de Memoria del fuego junto con las microhistorias personales de El libro de los abrazos.

-Es así. Éste es un libro más libre que Memoria, porque Memoria cumple con algunos requisitos del mundo historiográfico académico. Están las fuentes al pie de cada texto, para que se sepa que eso no está inventado, como si yo me hubiera sentido obligado a dar examen de seriedad. En Espejos no, nada: el que quiera creer, que crea. A cierta altura resultó que el espacio ocupado por las fuentes era mayor que el ocupado por los textos. Entonces me pareció que iba a ser un estallido de pedantería inútil. “Miren todo lo que leí, miren todo lo que sé”; eso era una bobada total. Está basado en hechos reales y como se da cuenta cualquiera que lo lee, corresponde a muchos años de lectura, no nació de la oreja de una cabra.

-Ahora es común que pase al revés: hay novelas que traen fuentes, un poco como forma de cubrirse ante una acusación de plagio, pero también como para mostrar que el escritor estuvo investigando.

-Yo no sentí esa necesidad para nada, y dije “voy a hacer un libro libre”. Es algo así como una visión poética subjetiva, una crónica de la historia, no sé. Como decía Peloduro cuando le pidieron la autodefinición: “No tengo auto ni definición”. Yo tampoco, ni quiero: no sé manejar y no me interesa que nadie me ponga una etiqueta en la frente. Espejos es una obra de libertad creadora; el que la quiera acompañar que la acompañe. De todos modos, como la Historia ha sido contada al revés, lo que coincide con un mundo que está organizado al revés, patas arriba, muchos de los hechos que yo cuento aquí parecen increíbles. El que no crea, que busque. Ahora hay vías que no existían cuando yo escribí Memoria del fuego: internet y todas esas cosas. Que busque confirmación, por ejemplo, de que desde 1880 y pico las corporaciones tienen en EEUU derechos humanos, aunque suene a panfleto ultra.

-Lo dice el documental The Corporation (2004).

-De ahí lo saqué. Bueno, saqué el dato, porque es Howard Zinn el que lo dice. Es amigo mío, y le escribí a ver cómo era esa joda de que las corporaciones tenían derechos humanos. Me mandó un informe completísimo, que ahora no viene a cuento. Lo que quiero decir es que no puse nada que no estuviera probado, documentado, chequeado. Pero de tal manera que se lea como quien está contándole un cuento a un amigo. No con la carga abrumadora del peso de la literatura académica.

-Hablando de academia, en El fútbol a sol y sombra (1995) dice: “¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Se podría cambiar “fútbol” por “Galeano”.

-No [se ríe].

-No lo digo sólo por la hinchada sino por la falta de reconocimiento académico acá, que sí se da en EEUU y en Europa.

-No sé. Yo aprendí mucho de Onetti, al que veía con mucha frecuencia en España pero sobre todo acá, cuando él vivía en la calle Gonzalo Ramírez y trabajaba todavía en el municipio, dirigiendo una organización por entonces fantasmal, las bibliotecas municipales, que simulaban que existían...

-Yo creía que era un premio que le había dado Luis Batlle.

-Sí, pero él iba ahí y para pasar el rato se aflojaba los dientes, por eso le quedaron sólo dos. Lo veía mucho ahí, íbamos a tomar un cafecito o a la casa, donde vivía acostado -lo del viejo era la horizontalidad- , mirando las manchas de humedad del techo y fumando. Entonces él, que era muy mentiroso, decía “yo escribo para mí. Y para que sepas, James Joyce también. Él decía: ‘yo escribo para un tipo que se llama James Joyce que está sentado al otro lado de la mesa’”. Yo le contestaba: “Ah, bueno. Como yo sé que te cuesta moverte, yo te puedo llevar las cartas”. “¿Qué cartas”, me decía. “Las cartas tuyas dirigidas a vos. Si escribís para vos. Me das las cartas de amor a Onetti, ponemos esta dirección y yo te las llevo al correo. Y se acabó la historia”. Se ponía enojadísimo: “No sé qué querés decir con esto”. “Lo que quiero decir es que si uno publica es porque se dirige a otros. No escribís para vos, Juan. No jodas con eso más, o por lo menos, a mí no me lo digas, decíselo a los periodistas que querés engrupir”. Si vos publicás es porque de alguna manera querés comunicarte con otros, dirigirte a otros. Aunque creas que la comunicación no existe, que el mundo fue y será un porquería y no sé qué tangos más. Yo escribo para comunicarme con otros. No para buscar su aplauso sino para tener una charla ampliada. Hay mucha gente que es amiga y que no sabe que lo es, pero es, porque la palabra es un vínculo importante.

-Se puede decir que Las venas abiertas fue uno de esos vínculos para gran parte de la izquierda del continente.

-Las dictaduras que lo prohibieron ayudaron mucho. Lo escribí en tres meses, aunque después de cuatro años, y lo presenté al concurso de Casa de las Américas. Presentarlo me sirvió para terminarlo, si no no lo hubiera escrito nunca. El 31 de diciembre, que era la fecha límite, corrí a la embajada para llevar el libro y llegué justito, sacando la lengua. Envié el original y me quedé con unas fotocopias pésimas; en aquel tiempo conseguir una fotocopiadora era una hazaña. El libro perdió el concurso porque el jurado consideró que no era serio...

-De nuevo el tema del género...

-Y claro. La venas abiertas es un ensayo-ensayo, no es ningún acto de locura; la literatura mía posterior puede ser inclasificable, pero Las venas no. Pero era un ensayo un poquito heterodoxo. La idea dominante en vastos espacios de la vida intelectual latinoamericana es: ya que no somos profundos, seamos complicados. Entonces si aparece un libro que se entiende, no es bienvenido. No tuvo la menor suerte: perdió el concurso de Casa de las Américas, lo publicó Orfila Reynal en México, y vendió poquísimo (me mandó una carta al año diciéndome que no me desalentara). Acá lo publicó la universidad, donde yo trabajaba, y asombrosamente empezó a tener lecturas generosas: la de Daniel Vidart, la de Carlos Martínez Moreno, que se entusiasmó mucho con el libro. Eso abrió un espacio, después vino el boca a boca, y las dictaduras, que trabajaron mucho en la parte promocional.

-Es un fenómeno cultural continental, pero además de un orgullo debe ser un peso, ¿no?

-Sí, es un peso. Dicen que Quino odia a Mafalda; es más o menos lo mismo.

-Saludaste la llegada del Frente Amplio al gobierno pero también fuiste de los primeros en criticarlo abiertamente en el tema de las papeleras.

-Es que yo creo en la diversidad. Cuando escribí Las venas también creía: es un ensayo de economía política escrito por alguien que no era ni un politólogo ni un economista ni nada. Eso hizo que pudiera ser leído por un público no especializado y sin duda cumplió y cumple todavía en la difusión de información económico política. Pero después yo apunté a otros espacios, quise hacer una literatura que abarcara otros campos de la vida, todos juntos, a partir de la conciencia de la diversidad, que fue creciendo dentro de mí. Y cada día me deslumbra más la diversidad. Lo mejor que el mundo tiene está en la cantidad de mundos que el mundo contiene. Eso también vale para el universo complejo, misterioso y contradictorio de la conciencia humana. Estamos hechos de contradicciones. La contradicción es el motor de la historia y la prueba de la vida; no es una prueba de herejía para que te manden al fuego, como en los tiempos de la inquisición o de Stalin.

Entonces yo me reconozco en el Frente Amplio en la medida en que es diverso. Es una federación de grupos, movimientos, gente, que coincide en algunos principios comunes pero tiene distintos puntos de vista. Y esto lo distingue de otros frentes de izquierda que eran sellos obligados a la unanimidad en nombre de la unidad. La experiencia del siglo XX ha sido trágica en la confusión de unidad con unanimidad. Entonces yo me reservo, como muchísimos otros compañeros, el derecho de discrepancia y de debate. Hay cosas que me gustan y hay cosas que no. Con el Frente y con todo lo demás. Si no, no sería yo mismo.

-¿Y qué daría ese balance?

-No haría un balance. Creo que la situación de la gente más desamparada está mejor que antes y en algunos aspectos creo que el Frente ha gobernado bien. Y en otros no coincido, pero no te voy a hacer un inventario de coincidencias y discrepancias, porque quiero hablar del libro. Y no quiero hacer siempre de malo de la película.

-Ahora, a nivel continental, nunca hubo tantos gobiernos de izquierda y sin embargo cuesta coordinarse como en la época de las colonias...

-Porque estamos organizados para el desencuentro. Pero no es un problema latinoamericano sino del mundo entero, que está sometido a un vasto sistema del desvínculo. Que afecta a la gente que tendría que estar unida, peleando por intereses comunes, por derechos que por separado no serán jamás reconocidos ni respetados. Es un sistema que rompe todo lo que toca. Nos ha enseñado a dividir el alma del cuerpo, a divorciar el pasado del presente, nos obliga cotidianamente a separar la emoción de la razón. Por eso, cuando decíamos lo de los géneros inclasificables, yo trato de escribir con el pecho, con la cabeza y con todo el resto de mi cuerpo. Desconfío mucho de los libros que son obra de la razón. Como en el grabado de Goya, la razón engendra monstruos.

-En una entrevista con Robert Birnbaum decías a propósito de tu primer traductor al inglés que uno busca espejos en los demás.

-Y ahora en Espejos me reencontré con la idea. Cedric Belfrage fue todo un personaje. Era un miembro de la nobleza británica, la oveja roja de la familia, y emigró a EEUU. Estuvo en la fundación de Hollywood, donde trabajó como periodista, como guionista y como militante. McCarthy lo echó y se fue a México. Hablando de los desvínculos: está la idea de que el autor y el traductor van cada cual por su lado. Con Cedric no fue así para nada; él estaba tan identificado con lo que yo hacía y yo lo quería tanto a él, que se enojaba muchísimo cuando yo escribía algo que él no compartía. Se supone que ésa no es la función del traductor pero me mandaba unas cartas terribles. Fijate el nivel de identidad al que habíamos llegado. Murió traduciendo El libro de los abrazos.

-Él tuvo un papel importante en tu difusión en EEUU.

-Claro, porque él escribía estupendamente, entonces me mejoró la prosa...

-No, lo digo porque allá se te recibe en un ámbito académico y a la vez en eso llamado contracultura, underground o circuito alternativo, de repente más cercano al punk rock que a los escritores estándar. Tal vez porque allá muchas de las cosas que decís no sean sólo reflexión sino también noticias.

-Claro, porque ellos están muy desinformados, aun de su propia historia. El progreso tecnológico está muy bien, siempre que no nos convirtamos en máquinas de nuestras máquinas. Esta civilización corre ese peligro. Acá, con la mejor intención, se quiere distribuir una computadora por niño para que tengan acceso, pero cuidado con atribuirle propiedades mágicas. La población que tiene más máquinas es la de los EEUU. Ninguna otra tiene ese nivel de mecanización, pero tiene también un nivel de ignorancia apavorante, como diría un brasileño. ¿Cómo es posible, en el país de los amos del mundo? Yo di clase en Stanford, universidad donde se forman dirigentes. Me sorprendía muchísimo encontrar ciertos límites en las conversaciones en el circuito reservado a los profesores, donde me hice muchos amigos entre viejitos que habían sido Nobeles o candidatos al Nobel. No quería crear situaciones incómodas pero cuando cualquiera de ellos ponía cara de estupor cuando yo decía Central America y él pensaba en Kansas (ya que lo que está en el centro de EEUU es ese estado), yo evocaba unas palabras de uno de mis maestros, Ambrose Bierce, que escribió El diccionario del diablo...

-En internet circula un Diccionario de Galeano, armado a la manera de ése.

-¿Sí? Yo amo a Bierce. Escribió hace un siglo, pero cuando EEUU comenzó a invadir Guam, Filipinas, Hawaii, Cuba, Puerto Rico, Panamá, él, que era tan antiimperialista como Mark Twain, pronunció una frase memorable: “Dios nos envía las guerras para que de una buena vez aprendamos geografía”. La recordaba cuando hablaba con estos venerables especialistas. Porque la mayor potencia invade países sin saber dónde están. Por eso no hay que confundir información con conocimiento. La mecanización de la cultura puede conducir a recibir mucha información pero a no saber nada. Ahora, sobre la buena acogida de mis libros en EEUU, yo creo en el vínculo y en la universalidad -no en la globalización, que es la universalidad del dinero y las mercancías-, en la universalidad de las personas, de las pasiones humanas, de los miedos y las esperanzas comunes. Por eso me encanta llegar en inglés y en otras lenguas, porque es la prueba de que esas palabras pueden tocar a personas en regiones remotas, como yo me siento tocado por gente que nació en lugares que no conozco. A veces leo algo escrito hace mil años y a mí me parece de la semana pasada; el que lo escribió es mi amigo, mi hermano.

-¿Escribís en una computadora portátil?

-No, escribo a mano. Después de unas cuantas versiones a mano lo paso a la computadora, que tiene la ventaja de la memoria. A partir de eso trabajo sobre la compu, imprimo y sobre el impreso vuelvo a reelaborar. Al estilo de un escritor chileno, borracho perdido, que un día me regaló un libro suyo que en la tapa decía “edición corregida y disminuida”. Esa frase define mi propia prosa.

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