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Adiós al lenguaje (Adieu au langage), dirigida por Jean-Luc Godard. Con Héloïse Godet, Zoé Bruneau, Kamel Abdeli. Suiza/ Francia, 2014.

El poder revolucionario del signo

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“Adiós al lenguaje” (Adieu au langage), dirigida por Jean-Luc Godard. Con Héloïse Godet, Zoé Bruneau, Kamel Abdeli. Suiza/Francia, 2014.

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Cuando se lanzó esta película Jean-Luc Godard difundió una “sinopsis” en versos. Muchos comentaristas leyeron ese texto, que proporciona claves importantes para la comprensión de la anécdota. Pero esto no transmite, o casi que traiciona, la experiencia de ver la película por primera vez, en que la historia (si se la puede llamar así) sólo se capta en rasgos muy generales y vagos: hay una pareja a la que le gusta andar en bolas por la casa, hablan de todo un poco, discuten, alguien es asesinado, por ahí hay un perro. Quizá a las personas que tengan menos dificultad que yo para recordar rostros y nombres les lleve menos tiempo que el que a mí me costó darme cuenta de que la pareja no es una, sino dos, con actores distintos (pero parecidos). Pero no sé si alguien logró en la primera mirada, sin ayuda externa, darse cuenta de que esas parejas viven variantes de una misma historia, una en verano y otra en invierno. Esa estructura, así como la anécdota misma, está muy perturbada por digresiones, omisiones y distracciones. No están para entenderse fácilmente, sino para ser inferidas (y siempre en forma tentativa, hipotética, incompleta) por el espectador tenaz, luego de pasar y repasar la película. Es como leer el Finnegans Wake de James Joyce o un poema de Sthépane Mallarmé.

(Sólo la vi una vez. Hubiera sido bueno que este comentario pudiera esperar el tiempo de verla más veces, pero me da miedo que la versión en 3D no aguante más de una semana en cartel, y recomiendo efusivamente verla en ese formato al menos una vez. Luego en mayo se va a exhibir durante 15 días en Cinemateca, en 2D).

“No entendí nada” suele ser, antes que una confesión de incompetencia, un juicio de valor negativo. Pero en el caso de algunas películas (inclusive las obras recientes de Godard) es errarle al punto. El mejor discernimiento de la anécdota (quiénes son los personajes, qué pretenden, qué pasa con ellos) es tan sólo un plus, reservado para quienes reúnan la suficiente fascinación como para recorrer la película varias veces. En la primera visión, la historia es un eje unificador, que compone y sirve de referencia para un juego de rimas, variaciones y desarrollos. Nuestra curiosidad natural por buscarle sentido anecdótico a los eventos sirve además como un atractor de atención. La película no tendrá suerte alguna con aquellos para quienes la opacidad de la anécdota sea un mero generador de frustración o exasperación; en cambio tiene mucho para maravillar a quienes usen esa opacidad como un estímulo más en un intenso bombardeo poético de ideas y sensaciones. Intentaré describir esa experiencia. Si fracaso me puedo refugiar en el título de la película: al fin de cuentas uno de los temas fundamentales de Godard siempre fue la futilidad de los signos, así como su inevitabilidad como mediadores. Aquí simplemente se enfatiza el colapso comunicativo.

Godard siempre asumió casi como una misión desnaturalizar los recursos habituales del cine. Lo irónico es que una de sus características más famosas en los 60 eran los encuadres que rehusaban la ilusión de profundidad. Ahora como que nos saca la lengua: “¿Querías profundidad? ¡Tomá!”. El 3D nunca fue usado en forma tan intensa, vívida, libre y creativa.

Hay un plano de ferry en que vemos, en la parte delantera inferior de la pantalla, los topes de dos bolardos. Su cercanía extrema produce una diferencia muy grande entre lo que ve el ojo derecho y el izquierdo, cosa que convencionalmente se evita en el 3D. La incomodidad es aun más grande porque los bolardos (que son blancos), están en el borde del encuadre (y del área negra que lo delimita). Por lo normal el encuadre en una película es el marco de la “ventana virtual” desde la cual, confortablemente mironeamos, invisibles y protegidos, el mundo de los personajes. Pero aquí se da una contradicción atroz, porque los bolardos dan la sensación de estar más acá del borde, y al mismo tiempo parcialmente tapados por él. Así se visibiliza el encuadre, y se concientiza el componente tramposo de nuestra percepción tridimensional.

Perspectivas invertidas

Pasa algo parecido en varios planos, y hay otros tipos de crisis en nuestra percepción cinematográfica y tridimensional, propiciadas por la cámara muy baja, o inclinada o girando. Lo más extremo es cuando se divorcian gradualmente los dos “ojos” de la cámara 3D. Estamos viendo un hombre y una mujer. La mujer se aparta hacia la derecha. Sólo el “ojo derecho” de la cámara la sigue: la imagen se vuelve “bizca” y finalmente se separa: un ojo sigue viendo al primer hombre, el otro a la mujer con el segundo hombre, hasta que ella regresa al punto inicial, y convergimos de vuelta a una visión normal.

Hay un encuadre desde adentro de un auto, en que el parabrisas goteado parece estar “más adelante” que la pantalla. Hay un plano precioso de un espejo que refleja a la pareja peleándose en la ducha, pero con el box de la ducha un poco empañado. Y otro de la pareja delante de un espejo grande, él de frente para nosotros (su nuca reflejada), ella de espaldas (su rostro reflejado). Son imágenes que sacan provecho a la profundidad mientras la tuercen laberínticamente, y que tienen una dimensión simbólica: los espejos como metáfora de la estructura con la doble pareja (o dos versiones de una pareja).

Lo más conmovedor es encontrar, junto a esas casi agresiones, una gran sensualidad en la cercanía de algunos personajes u objetos. Con un empleo técnicamente magistral del 3D, y un enfoque apasionado y tierno del arte de ver, Godard y su fotógrafo Fabrice Aragno logran unas imágenes que uno siente que podría palpar con tan sólo alzar una mano. Pasa con una reja frente al mar agarrada por una mano masculina y una femenina, con el pelo rojo y enrulado de la actriz Marie Ruchat, con el hocico del perro Roxy, con el vello púbico de los personajes principales. En nuestra vida cotidiana, aun cuando nos encontramos frente a cosas tan bellas, rara vez nos sale “fotografiarlas” tan bellamente con la mirada.

Vemos un hombre y una mujer sentados dialogando, él más cerca de nosotros que ella, la diferencia de distancias enfatizada por el 3D. Como es usual en el diseño de sonido, hay una diferencia sutil de perspectiva sonora entre la voz de ellos. ¡Pero la relación está invertida! La voz de él está un poquito más lejana y la de ella más presente: otra forma de contradicción con la imagen.

Porque, así como el 3D, también están intervenidos en forma creativa, provocativa, insolente y juguetona, el sonido multicanales y la posproducción de color. Una voz puede quedar confinada a uno de los parlantes frontales, chiquita y filtrada, para transcurrir en contrapunto con algún otro discurso sonoro, o para ser imitada por otra aparición de la misma voz en otro punto del espacio, como en una fuga musical. Y los colores están constantemente manipulados: a veces aparecen saturados como un Cézanne futurista. Pero aún más desconstructor es que se visibilizan diferencias no extremas -ambas dentro de lo “natural”- entre alternativas de tratamiento del color: las manchas marrones de Roxy a veces son de un anaranjado vivo, en otras son de un beige pálido. Ambas alternativas a veces están montadas en forma consecutiva.

La fuerza subversiva

La película está salpicada de citas de múltiples procedencias. Algunas están engañosamente atribuidas al autor errado. Y en la mayoría de los casos, aunque suenan a citas, no podemos estar seguros de que efectivamente lo sean (me encantó la frase, que cito de memoria y que creo que es de Godard mismo: “El filósofo es aquel que percibe la fuerza revolucionaria del signo”. Dudo que sea una afirmación con valor de verdad, pero es tremendo disparador). Sobre todo hay montones de películas: imágenes de archivos periodísticos, películas clásicas muy conocidas (Metrópolis) y otras menos, y que aparecen interpoladas en el montaje, o al fondo de distintas escenas en una gran pantalla televisiva. Ese enjambre de citas estimula en algunos espectadores una disposición a “pescar referencias”, que pueden o no haber sido intencionales. Por ejemplo, la imagen del fondo de una bañera, con la ducha prendida (fuera de campo), y unos chorros de sangre bien roja, además de referir al personaje asesinado bien puede ser una alusión a Psicosis, una que hace lo contrario del dicho famoso de Hitchcock sobre el pudor, que lo llevó a elegir el blanco y negro. La alusión está reforzada por otro plano (en otro momento de la película) en que vemos, como en Psicosis, una ducha en contrapicado extremo, con el chorro de agua rodeando el encuadre (percusivamente cortado hacia el ya citado plano del espejo y la pareja en la ducha).

Todo eso va a culminar (no es ningún spoiler, el propio Godard lo incluyó en su sinopsis) con los sonidos superpuestos de los balbuceos de un bebé y los ladridos de un perro.

Es parte del estilo de Godard -y aquí lo lleva al extremo- esa gran fragmentación. Todos los muchos placeres nos son violentamente robados con interrupciones: las imágenes se suprimen en momentos flagrantemente arbitrarios. Una música orquestal muy emotiva inunda de magia el mundo visualizado, pero la música se corta en forma súbita y deja la cruda condición del silencio. La música puede regresar, pero es el mismo fragmento que ya escuchamos, que se va a volver a interrumpir sin que nunca lleguemos a apreciar su continuación. Determinado discurso que, por una vez, no se limitó a tirarnos una idea y dejarla picando, sino que se desarrolló, de todos modos está constantemente salpicado por pequeñas interrupciones (la pantalla en negro, una imagen o sonido que no tiene nada que ver, una reiteración -tartamudeo cinematográfico- de determinado fragmento antes de seguir). Los placeres son intensos y muchos, pero perversamente fugaces e inseguros. Qué mejor lección nos puede pasar un cineasta octogenario que la de disfrutar el momento, aprender a apropiar del cine cada segundo en forma independiente de su perdurabilidad, “explicación” o desarrollo.

La emoción de Adiós al lenguaje es tan contradictoria como algunos de sus efectos 3D: la película trasunta, como todo Godard, un fuerte componente de desencanto y melancolía. Al mismo tiempo encuentra, celebra y revela por doquier belleza, exquisitez, placer, amor. Imposible decidir si esto es optimismo o pesimismo: son cuestiones del lenguaje, al que esta película está diciendo, supuestamente, adiós.

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