A esta altura del campeonato, ya no hace falta escribir que el clásico The Beatles vs. The Rolling Stones se ha visto demasiadas veces, y hasta puede resultar anacrónico formular el enfrentamiento entre las dos bandas más grandes de la historia del rock en pleno 2015, sobre todo para los melómanos rockeros que peinan canas. También es más que sabido que se puede disfrutar de las dos bandas por igual, sin ningún tipo de inconveniente, así como se puede saborear las dos famosas marcas de bebida cola. Pero, por trillado que esté, tuvieron que pasar más de 50 años para que alguien se dignara a escribir un libro sobre lo que, según el prólogo, es “uno de los grandes debates estéticos del siglo XX”.
Ésa es la palabra fundamental, “estético”, porque hacía falta una aproximación al fenómeno musical de ambas bandas desde la teoría del arte, la musicología o la más simple crítica musical, y con Los Beatles vs. Los Rolling Stones: La rivalidad más grande en la historia del rock, de John McMillian, va a seguir haciendo falta.
La expectativa y el entusiasmo se apagan ni bien termina el prólogo, cuando McMillian aclara que no es crítico de rock, sino historiador (es profesor de Historia en la Universidad de Georgia), y explica sus intenciones: “En esta biografía conjunta me he limitado a yuxtaponer a los Beatles y a los Stones, examinar sus interrelaciones, y mostrar cómo se edificó su rivalidad. Esto no quiere decir que no prefiera a uno de los dos grupos (por supuesto que sí), sino más bien que este hecho queda fuera del alcance de este libro”. Al menos, el autor tiene la honestidad de decir que “hincha” por uno de los “bandos”, ya que perfectamente podría hacer la gran periodista deportivo, hacerse el objetivo y decir que es de un cuadro chico: “La verdad, a mí de Inglaterra siempre me tiró más Manfred Mann”. Por suerte, no es el caso.
Como buen historiador, McMillian leyó más de 100 libros sobre ambas bandas, además de artículos de revistas, diarios, etcétera -documentación es lo que sobra-, y lo deja bien claro con las más de 600 citas que expone en las 280 páginas que escribió. Y, como buen historiador, repasa los hechos y mitos fundamentales de las dos bandas; trata de desentrañar hasta la más simple anécdota, que la mayoría de las veces no pasa de ser simbólica (por ejemplo, nimiedades como que Mick Jagger se maquilló “como una fulana” luego de ver a los Beatles maquillados en su primer toque en el Royal Albert Hall de Londres, en 1963). Pero, como el libro versa sobre un grupo de personas que cultivó un producto bastante tangible como la música, y no sobre unos señores que desembarcaron en la Playa de la Agraciada y de los que no se sabe si eran exactamente 33, ahondar en los detalles minúsculos de los Beatles y los Stones no deja de ser una cuestión superficial, que puede entretener pero no aporta mucho al debate estético, es decir, musical (desde este humilde espacio reivindicamos una posición, a esta altura, romántica: lo que de verdad importa de la música es la música).
Comparemos mitologías
El núcleo del debate, con su rosario de lugares comunes, lo resume McMillian en el prólogo: “Con las correcciones que se quieran añadir, los Beatles pueden describirse como apolíneos y los Stones dionisíacos; los Beatles pop, los Stones rock; los Beatles eruditos, los Stones viscerales; los Beatles utópicos, los Stones realistas”.
En el primer capítulo, titulado “¿Señoritos o rufianes?”, el autor expone que antes de hacerse famosas, ambas bandas eran lo contrario de lo que se cree vox populi. Entre 1960 y 1962, los Beatles tocaban en los clubes de mala muerte de la calle Reeperbahn de Hamburgo (Alemania), conocida como die sündige Meile (“la milla del pecado”); allí se ganaron su reputación como banda en vivo -llegaron a tocar siete horas por día- interpretando aguerridas versiones de Chuck Berry, Buddy Holly, Little Richard, Carl Perkins y demás popes del rock & roll (siempre vestidos de cuero negro).
Hasta ese punto es lo relativo a la música, y es más que conocido hasta para el seguidor más distraído de los genios de Liverpool, pero luego, para demostrar que los Beatles eran rufianes, cuenta que tocaban pasados de cerveza y anfetaminas, que una vez John Lennon llegó a caerse en el escenario de lo borracho que estaba y que descaradamente les gritaba “¡nazis putos!” a los machotes alemanes que los iban a escuchar y no entendían ni media palabra en inglés. De a poco, el libro va tomando la dinámica de investigación de la señora chusma de balcón, como en aquel recordado sketch de Imilce Viñas y Laura Sánchez en Plop: alguien cita a alguien que dijo que Pete Best -el primer baterista de los Beatles- afirmó que se llevaban “dos o tres chicas por noche, dependiendo del aguante de cada uno”.
En cambio, el autor explica que los Rolling Stones, cuando empezaron a tocar, en julio de 1962, no se presentaban como rockeros, sino como puristas del rhythm and blues, y su especialidad eran las versiones (“homenajes”) de músicos de blues como Howlin’ Wolf, Muddy Waters y Bo Diddley, “que solían actuar sentados” -hasta aquí, lo que todo escucha de los Stones promedio conoce-. Luego, cita a un testigo de uno de los primeros conciertos de los Stones, que a su vez es citado por el primer mánager y productor de la banda, Andrew Loog Oldham: “Parecían buenos chicos de la escuela de arte, sabían tocar y no hacían poses; eran casi como músicos de jazz... gente de izquierdas, ingenuos, amables, y totalmente carentes de carisma, simplemente tocaban lo que les gustaba”.
Llama la atención el énfasis que pone el autor en el tema sexual, ya que no se limita a las anécdotas de la época de Hamburgo. En otro capítulo, dedicado a la primera gira de los Beatles por Estados Unidos, en 1964, comenta que era “poco probable” que los Stones tuvieran “tanta actividad” en ese aspecto, y la persistencia en demostrarlo llega a lo irrisorio cuando cuenta que un periodista escuchó que en Nueva York Ringo Starr se quejaba de “tenerla irritada” (sic) a causa de “los esfuerzos de la noche anterior”. Quizá el autor peca de tener el sexo revoloteando por su cabeza como un púber de 15 años, y el pobre Ringo simplemente se refería a su vista y al esfuerzo de leer un libro con letra chica...
Así las cosas, mientras pasan las páginas queda la triste sensación de que la música importa muy poco y de que lo relevante es lo secundario: los chismes, el cotilleo, lo que decía Fulano de Mengano. Y cuando menciona la música es para repetir los clichés que se supone que iba a poner en discusión, como que Aftermath (1966) es una copia de Rubber Soul (1965), así como Their Satanic Majesties Request (1967) -que define como una “aberrante colección de abúlicas canciones”- lo es de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). Por supuesto, no falta la famosa cita de John Lennon, de una entrevista de 1970: “Me gustaría hacer una lista de las cosas que hicimos y que luego los Stones hicieron dos meses después, en cada puto álbum [...] ‘We Love You’ (que es la mierda más grande de todas) es ‘All You Need is Love’”. Recién al final del libro, el autor se atreve a escribir que a partir del álbum Beggars Banquet (1968), y hasta Exile on Main St. (1972), los Rolling Stones dejaron de utilizar a los Beatles como patrón y se concentraron en “lo que sabían hacer mejor”: rock impregnado de blues. Pero no pudo evitar espetar que hoy los Stones se convirtieron en “los reyes de la autoparodia y de la fanfarria más ampulosa”.
“Política y creación de la imagen” es el capítulo en el que McMillian se toma el trabajo de considerar y contraponer canciones, en particular, dos emblemas del áspero y agitado 1968, como “Revolution” y “Street Fighting Man”. Pero apenas analizada una parte de sus respectivas letras, el asunto se diluye en ver cómo las interpretaron los anarquistas, la izquierda y diversos críticos de la época, para concluir que las supuestas diferencias ideológicas entre ambas bandas son “difíciles de discernir”. Al final, pone en duda que Mick Jagger sea un radical, porque, al fin y al cabo, “sólo asistió a media manifestación en toda su vida” -el autor no lo dice, o no lo sabe, pero con eso le bastó para componer “You Can’t Always Get What You Want”-. Al pasar las páginas, también queda la sensación de que McMillian prefiere a los Beatles.
Apuntes para el clásico
Al eludir la música, el autor pasa por alto asuntos bastante obvios, que no tienen nada que ver con los chismes y que demuestran con más eficiencia que la frase trillada con que los define al principio es relativa. Por ejemplo, la idea de que los Beatles son pop resulta bastante floja cuando se escucha Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, un álbum que rompió con muchos parámetros de la música pop.
El mejor ejemplo es “A Day in the Life”, una canción sin estribillo (la droga básica del pop), con un crescendo orquestal irritante, contrario a los cánones de la radio (la casa que mejor recibe al pop), y una letra en la que Lennon canta que no pudo evitar reírse al ver la fotografía de un joven de clase alta que se hizo pomada en un accidente de tránsito (¿eso es pop?). Para rematarla, la BBC censuró la canción por la frase “I’d love to turn you on” (“Me encantaría excitarte”). Por el otro lado, vaya si los Rolling Stones han coqueteado con el pop; por ejemplo, en álbumes como Between the Buttons y el compilado estadounidense Flowers, ambos de 1967. Canciones como “Connection”, “She Smiled Sweetley” y “Take It or Leave It” -con su corito “uh la la la ta ta”-, no son muy rockeras que digamos.
A su vez, por mucho que hayan rockeado los Beatles en Hamburgo, los Stones dieron forma al concierto definitivo de rock a partir de su famosa gira estadounidense de 1969, que quedó registrada en parte en el álbum en vivo Get Yer Ya-Ya’s Out! (1970), y en el documental Gimme Shelter (1970). Y no se trata de engullir anfetaminas, tomar cerveza como si no hubiese mañana e insultar alemanes, sino de tocar rock desprolijo, afilado y peligroso. En esa época, hacía rato que los Beatles habían abandonado las giras y estaban a punto de separarse oficialmente. Excepto Led Zeppelin, pocas bandas se aproximan a lo que los Stones mostraron en vivo en el período 1969-1973 (gran parte de la responsabilidad la tuvo Mick Taylor y sus punteos y solos).
Todos los aspectos que faltan, y que son inherentes a la música, son los que hacen de Los Beatles vs. Los Rolling Stones un verdadero plomo. Y más lo será para los seguidores de ambos grupos, ya que les resultará nada más que un simple compendio de los hechos más famosos de la mitología rockera, que probablemente ya conocen con lujo de detalles. Porque así como los cristianos tienen en mente el paseo sobre el agua, la resurrección y la multiplicación de panes y peces, el beatlemaníaco conoce el mito del hedonismo de Hamburgo, y los stonemaníacos conocen el mito de la redada de Redlands (la casa de campo de Keith Richards), impulsada por el infiltrado “Rey del Ácido”, que llevaba un maletín cargado de drogas.
Por último, cabe destacar que McMillian sí plantea algo poco conocido, y lo hace a modo de pregunta, alegando que no ha sido estudiado por la “legión de periodistas y biógrafos que han contado ya tantas cosas sobre los Stones” -y que le dieron material para su libro-: ¿“Acaso no fue el éxito de los Beatles otra de las razones que contribuyeron, aunque fuera en modo menor, a la caída de [Brian] Jones?”.
Quizá la respuesta definitiva al debate sobre ambas bandas lo tenga el músico pospunk marxista Ian Svenonius, quien en The Psychic Soviet (2006) dijo: “La dialéctica de los Beatles contra los Stones representaba, en realidad, la sovietología industrial de Lennon/McCartney contra el maoísmo agrario de Mick y Keith”.