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Nymphomaniac, de Lars von Trier

Una nueva visita al Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente

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El Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI), es quizá el mejor festival de cine de Latinoamérica, porque aúna una enorme cantidad de películas, un énfasis en un cine alternativo y excelentes condiciones de exhibición. Realizada del 15 al 25 de abril, la 17ª edición del BAFICI contó con 412 películas en 1.182 funciones que movilizaron a casi 400.000 espectadores, más toda una movida de charlas, talleres, ediciones de libros, exposiciones y espectáculos musicales coordinados con las proyecciones cinematográficas. Las funciones comerciales tuvieron un promedio de 85% de la capacidad, y la alegría de la sala llena se prolongaba muchas veces en encuentros de pasillo con gente desconocida pero entusiasta que de pronto se acercaba a intercambiar comentarios.

Frente a esa pujanza no hay visión panorámica posible, y aun las 22 películas que pude ver en seis días de presencia componen un enfoque muy parcial.

Ficciones

Nymphomaniac, de Lars von Trier, más allá de gustos, imprime una huella indeleble en quien sea que se atreva con sus cinco horas y media de duración. El abordaje -de una franqueza dolorosa- de situaciones movilizadoras (muerte, pérdida, adicción, aborto, violencia) comparte la voracidad sin límites de Joe -la ninfómana del título- y el sadismo del señor K. La anécdota está enmarcada en un debate filosófico: Joe dialoga con un profesor veterano sobre su vida y el estatuto ético de sus actos (ilustrados con flashbacks que ocupan la mayor parte del metraje). En forma poco verosímil, esa muchacha bastante ignorante esgrime con claridad cristalina argumentos sofisticados por medio de los que Von Trier, menospreciando en forma algo pedante mucho de la ética y la hipocresía comunes, asume, como de costumbre, una postura moralista. Esas cuestiones están ilustradas con visualizaciones pedagógicas sobre, por ejemplo, el vínculo entre la proporción de penetraciones vaginales y anales y la serie de Fibonacci, o entre las distintas relaciones simultáneas de Joe y el contrapunto de un preludio coral de Bach. Cada uno de los “capítulos” en los que se divide el relato usa un conjunto diferenciado de recursos estilísticos, manejados además de una manera tan magistral que, créanlo, las horas de metraje parecen menos. El final, muy bobo, no condice con el refinamiento de todo lo anterior.

Me quedo contigo, de Artemio Narro, es uno de tantos films mexicanos sobre la violencia. Cuatro amigas adineradas salen de parranda y levantan, en un bar de mala muerte, a un apuesto “hombre de pueblo” vestido de cowboy, al que secuestran y torturan a santo de nada. Hay humor negro e ironía en la inversión de la dirección más común de la violencia sexual (mujeres abusan de un varón) o en el hecho de que el cowboy sea violado analmente con un Oscar. Pero el horror bloquea la posibilidad de una catarsis de género a lo Thelma y Louise. Más bien la inversión tira hacia un costado la cuestión de género para despejar una perspectiva de clase. La realización austera y un interesante trabajo sonoro contribuyen a la dureza inquietante y cruel de este film.

Atomic Heart Mother, de Ali Ahmadzadeh, revela un Irán lejano de lo que solemos imaginar. Dos muchachas alcoholizadas, con el pelo pintado de rojizo y azul asomando debajo de sus roopoosh, circulan en auto por Teherán, hablan sobre Titanic, Pink Floyd, Argo y un alguito de sexo, mientras se reiteran los encuentros, absurdamente coincidentes, con un par de personajes secundarios, a la manera de Cosmopolis. Una película intrigante, con un momento antológico en el que los personajes cantan “We Are The World”.

Documentales

En The Royal Road, la pasión de la directora Jenni Olson -de San Francisco- por una muchacha de Los Ángeles detona reflexiones sobre ambas ciudades y el llamado Camino Real, que las une. La banda de imagen consiste casi exclusivamente en planos con cámara fija de aspectos de esa región de California. No se distingue ningún ser humano, salvo muy a lo lejos. Los sonidos de esas imágenes están tan atenuados que, salvo cuando pasa un vehículo muy cerca, la sensación es de silencio absoluto. Éste está cortado por la voz de la directora, que dice breves textos brillantemente redactados sobre su afición por las chicas, sobre películas emblemáticas de ambas ciudades (Sunset Boulevard, Vertigo), sobre la nostalgia, sobre el genocidio de los indígenas y el robo de ese territorio mexicano por los estadounidenses. El aparente caos en la secuencia de imágenes y aforismos termina dejando ver una estructura rigurosa, que involucra las horas del día, correspondencias ilustrativas entre voz e imagen, y el entrelazamiento muy cuidado de algunos asuntos.

El botón de nácar, de Patricio Guzmán, empieza hablando del agua, en el universo, en el planeta y en Chile. Ese tema lleva a los escasos sobrevivientes de las etnias fueguinas, que no se sienten chilenos y que, al contrario de éstos, habían desarrollado su cultura en función del agua. Su exterminio, a su vez, se asocia con los desaparecidos tirados al mar en la dictadura. Pese a que su estilo es mucho más ecléctico y convencional, tiene puntos en común con The Royal Road: como en esa película, la voz narradora del autor entrevera lo personal, lo conceptual y lo político, atando esos asuntos dispersos en un discurso sumamente consistente. La historia de Jemmy Button (el fueguino que en 1830 aceptó trasladarse a Inglaterra como atracción exótica, a cambio de un botón de nácar) va a tener repercusiones en lo que bien puede ser uno de los planos más conmovedores del cine reciente, hacia el final de la película, vinculado a los desaparecidos.

Frente a estos grandes documentales, el oscarizado Citizenfour, de Laura Poitras, luce un poco fútil, convencional y sensacionalista. Su principal valor es mostrar el momento mismo en que Edward Snowden concedió las entrevistas que le valieron convertirse en un proscrito que tiene que buscar asilo en las pocas naciones que se atreven a hacerle frente a Estados Unidos. El asunto, ya ampliamente difundido, tiene que ver con el espionaje inconstitucional que, además de violar privacidades, implica un fortalecimiento del control estatal sobre los ciudadanos, sin la contrapartida correspondiente de control ciudadano sobre el Estado. Esto es, por supuesto, de suma importancia y urgencia, las imágenes tienen un gran valor histórico, la realización es muy pulcra. Pero una vez expuesto el asunto esencialmente damos vueltas sobre lo mismo, y es irritantemente banal el artificio de compensarlo con una música siniestra casi omnipresente.

Asia

El cine del Extremo Oriente tuvo menor presencia en este BAFICI, quizá debido a las dificultades cambiarias de Argentina. Hubo al menos una excepción relevante: El cuento de la princesa Kaguya, nuevo dibujo animado de Isao Takahata, cofundador de los estudios Ghibli. La conocida leyenda del siglo X está visualizada con líneas fragmentadas y rellenos que parecen pintados con acuarela. Sin alcanzar la trascendencia y originalidad de las obras maestras de Miyazaki (otro fundador de Ghibli), comparte con ellas la sensibilidad plástica alucinante, la capacidad para sostener una historia interesante y emotiva sin antagonistas, la delicadeza.

Argentina

El vigor (creativo, comercial, cuantitativo) del cine argentino se ilustra en UPA 2! El regreso, continuación de un éxito de 2007, sátira ácida (sin llegar a ser corrosiva) de la interna del cine argentino semiindependiente (la primera escena transcurre en la entrega de premios de un BAFICI). Acompaña las ansiedades y perversiones del proceso de preparación y filmación, contaminados por conflictos de egos y por inverosímiles precariedades de producción (Will Smith acaparó todas las motorhomes de Buenos Aires y al actor estrella hay que armarle el camarín en un baño).

Un importante preestreno, de Santiago Calori, es un documental sobre la intensidad de la cinefilia porteña. La multitudinaria afluencia a los cines de la calle Lavalle y la amplitud de la cartelera sufrieron duros golpes a partir de la dictadura de Juan Carlos Onganía y la instauración de la censura, etapa de la que se recuerdan tours de decenas de cinéfilos que venían expresamente a Montevideo a ver en Cinemateca Uruguaya películas prohibidas en Argentina. Se celebra la picardía de los distribuidores para explotar la fisura de espectadores por ver erotismo. El relato del éxito de Julie Darling gracias al título local Déjala morir adentro es un formidable momento de comedia, y está acompañado por un comentario sobre el tráfico de súper 8 pornográficos (el montaje alternado de pornografía vintage con reportajes sobre la dictadura no será sutil, pero tiene un catártico sabor de revancha).

Todo el tiempo del mundo lidia con tres adolescentes cordobeses que huyen de casa. Bien realizada, fresca y entretenida, fue realizada por Rosendo Ruiz con el equipo de la Escuela de Cine de Córdoba. Los tres gurises que aparecen en pantalla participaron en el guion y la banda musical. Si esto es lo que pueden hacer unos estudiantes de cine de una capital de provincia, el futuro del cine argentino está garantizado.

En cambio fue decepcionante la última realización de José Campusano, Placer y martirio. Aquí ese interesantísimo director abandona el ámbito ficcional de todas sus obras anteriores (el conurbano bonaerense y la criminalidad) para incursionar, con mucho mayor presupuesto, en un drama psicológico sobre gente de clase alta. Lo hace, sin embargo, preservando buena parte del estilo de su “cine bruto” (diálogos esquemáticos, actuaciones con cara de piedra, encuadres no bonitos). Cuesta asimilar esas rusticidades formales al ennui de sus nuevos personajes. Quizá pretendió ser una mirada acusadora sobre la alta burguesía, pero se termina pareciendo a aquellas películas o telenovelas de los 80 sobre gente rica y depravada. Es la primera película de Campusano presentada en un BAFICI, y quizá en consideración por la totalidad de su obra, el jurado de la competencia argentina le otorgó el premio a mejor director.

La programación incluyó ciclos retrospectivos, uno de ellos en torno a la actriz Isabelle Huppert, y otro conmemorativo del centenario del director Mario Monicelli, con proyecciones en 35 milímetros (algo que supo ser cotidiano y hoy en día es un lujo).

Los premios

El BAFICI otorgó una veintena de premios, a los que se agregan otros de jurados no oficiales. La gran ganadora fue la india Court, de Chaitanya Tamhane, que obtuvo el premio a mejor película en la competencia internacional y de los jurados Signis y Fipresci, además de un premio a mejor actor (para Vivek Gomber). En esa categoría ganó como mejor director el israelí Nadav Lapid por La maestra de jardinera (exhibida aquí en el Festival de Cinemateca). El público, por su parte, premió a la jordana Theeb, de Naji Abu Nowar. En la competencia argentina, además del citado premio a Campusano, la mejor película fue, para el jurado oficial, La princesa de Francia, de Matías Piñeiro, y para el público, Poner al rock de moda, de Santiago Charriere.

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