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Pista negra, de Antonio Manzini. Barcelona, Salamandra, 2015. 155 páginas.

El muerto es el pasado

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Cada generación (y cada nación) elige a sus ídolos. Así, en la novela de aventura, si la Inglaterra de los 50 del siglo pasado levantó a James Bond como arquetipo del espía, la España finisecular se regodeó con las peripecias cinematográficas de Torrente, degradado investigador y guardaespaldas interpretado por Santiago Segura. En la novela policial o negra el ideal pasó del Sherlock Holmes del período victoriano inglés al cínico detective estadounidense Philip Marlow, creado por Raymond Chandler siguiendo las huellas de Dashiell Hammett. Italia pudo ver (o, mejor, leer), en 1961, el debut en el género de uno de sus más grandes creadores: Leonardo Sciascia. Antonio Manzini, con Pista negra, editada originalmente en 2013 y primera de las novelas que protagoniza el subjefe de Policía Rocco Schiavone, busca, de algún modo, retomar el legado y actualizarlo.

Es impulsivo, lleno de toques machistas, xenófobos, misántropos, violentos, siempre al límite de la corrupción y de la ilegalidad. Es decir: heredero del antihéroe cuyo momento triunfal vio el siglo pasado. Así es el protagonista de esta serie que comienza. De una prosa ágil, fácil, que corre cómoda y se permite algunos fragmentos líricos que siempre, o casi siempre, vienen acompañados de un comentario irónico, de un “etcétera” que atenta contra la cursilería, Pista negra es una novela que se lee sin complicaciones, sin contrariedades, al menos a nivel lingüístico y formal. Sin embargo, desde el punto de vista argumental, guarda algunas sorpresas.

Morbo, humor y género

Bien diagramada, comienza con una escena fuertemente visual, muy descriptiva y grotesca, que juega con el morbo de parte de la novela negra escandinava y el humor italiano. La mezcla de registros es, tal vez, su principal característica. Disquisiciones morales, comentarios peyorativos, chistes, frases hechas, escenas macabras, todo se conjuga y se sucede con naturalidad espontánea. No hay rupturas en la trama. Hacia el final, una escena muy armada, artificial (adjetivo que resalto porque volveré a él), abre la puerta a nuevas conclusiones. En ese sentido, hay dos momentos clave, dos guiños a la historia de la literatura italiana que abren caminos interpretativos interesantes. El primero es el origen de uno de los personajes principales y una de las hipótesis del crimen. El muerto es un siciliano, como Sciascia. La primera hipótesis, claro, se vincula con la mafia y es prontamente descartada, en un breve homenaje y cierre. Como si Manzini nos dijera: la cosa no va por ahí.

Arquetipos y guiños

Si los personajes se van desarrollando de manera más o menos arquetípica (el policía corrupto, el juez temperamental, el novato, la policía inteligente y sexy, la femme fatale, el paleto de pueblo), pronto el parafraseo de una cita nos llama la atención, nos despierta. Es de Luigi Pirandello y es el segundo gran guiño a la tradición literaria: todos somos máscaras, y ahí la artificialidad de la que hablaba hace eco. Pensar el mundo como teatro nos posiciona como intérpretes, actores, mentiras, nos recuerda el subjefe. A partir de ese momento la novela se bifurca y no podemos pensarla como “otra” novela de misterio. El asesinato se va diluyendo entre subtramas que distraen (pero que posiblemente sean fructíferas en las siguientes novelas de la serie que ésta comienza), el espacio que ocupan las acciones se va haciendo mayor y cada vez hay menos descripción, pero sí diálogo, y a veces, demasiado. El adecuado juego de fuerzas que realiza Manzini, que distribuye con tino momentos de distensión y de concentración, nos prepara para un final que sorprende, pero no por su resolución normal. Es que, en realidad, el argumento y su resolución (que no tienen mayor interés ni son novedosos ni sorprenden) pasan pronto a un segundo plano cuando Rocco, como lo llaman los amigos, se establece como el gran protagonista. Las distintas tramas que se van creando (se pueden reconocer por lo menos tres grandes vías narrativas) corren, lamentablemente, en paralelo, pero la confluencia de las líneas se cifra en un solo nombre y su historia.

No hay, como en otras novelas y cada vez más comúnmente en el género, un gran antagonista, uno que tome el hilo narrativo o que se manifieste de forma continua. La novela tampoco trata de un asesino en serie ni de un exhibicionista, como los que cada vez tienen más protagonismo. En este sentido, Pista negra es una novela clásica, aunque deriva la mentalidad típica del género en cierta acción que conjuga bien, con momentos de luminosa introspección. Nunca se cambia el punto de vista, siempre enfocado en el personaje principal que, incluso, toma por momentos la palabra en fragmentos (sobre todo nocturnos) confesionales en primera persona. Esos retazos de vida van ganando importancia en la novela hasta que al final se vuelven determinantes. Porque la historia termina, pero hay unas páginas más. Se resuelve, cómo no, el crimen, pero la verdadera historia, que es, como decía, la del protagonista, su conciencia y su -por qué no- ser moral, continúa y se expande un poco más. El misterio, finalmente, nos ha engañado. La muerte escabrosa nos ha distraído del verdadero crimen: lo vivido.

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