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Leviathan (Leviafan). Dirigida por Andrey Zvyaginstev. Con Elena Ladyova, Vladimir Vdovichenkov y Aleksey Serebryakov. Rusia, 2014.

El Dios ruso

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Luego de innumerables premios, la nominación a los premios de la Academia como mejor película extranjera -finalmente fue derrotada por Ida (Paweł Pawlikowski, 2013)- y las controvertidas reacciones del gobierno ruso, por fin llega a la cartelera uruguaya Leviathan, una de las obras con visión política más sombría que se haya realizado en los últimos años.

La película trae la historia de Kolya, un tosco pero trabajador viudo que vive de realizar trabajos mecánicos en su casa-garaje emplazada en la costa del mar de Barents. Es peculiar la forma en que es retratado su hogar, una estructura levantada por él mismo, que en ciertos momentos parece guardar impecable estilo (quizá demasiado para un hombre como él), pero que a su vez, en superposición con el inhóspito paisaje (una totalidad que se potencia por las numerosas ventanas que dan al afuera, similar a lo que ocurría con la casa del protagonista de Elena), de un solo plumazo logra hacernos saltar de la calidez y elegancia a una sensación de profundo desasosiego. Esta extraña combinación de sensaciones habla del incierto destino que pende sobre Kolya, quien por una arbitraria disposición de la alcaldía está a punto de ser expropiado de esa casa y terrenos para dar lugar a la realización de unas obras ya licitadas. Ante esta situación de desamparo acude Dmitry, un antiguo compañero del Ejército que, más allá de su trabajo en leyes, tiene documentos suficientes como para intimidar al corruptísimo alcalde del pueblo. El modelo de cine al que estamos acostumbrados supondría a partir de ahí una especie de lucha entre David y Goliat, en la que el hombre pequeño, a base de astucia, tesón y moral, logra treparse a los hombros del gigante. Sin embargo, como un cummulus nimbus que pende sobre el film -y sobre nosotros-, hay una voz que entre susurros corrige: “Pero esto es Rusia”, y sabemos que nada es tan auspicioso.

Un monstruo grande

Andrey Zvyagintsev es un director obsesionado con los padres y los hijos del comunismo. En Elena (2011) parecía trazarse una relación entre el pasado y el presente de la protagonista (anteriormente pobre y eventualmente bien acomodada por su matrimonio con un cínico millonario) y el pasado comunista y el presente capitalista de una Rusia que en esas dos aristas parece igualmente deshumanizada. Detrás del drama moral ante las decisiones que deberá tomar Elena para velar por su familia, está el nacimiento de un nuevo niño, que se ofrece como una síntesis amarga y en suspenso de estas dos Rusias. De forma opuesta pero complementaria, en El regreso (2003) la relación vinculada a la herencia de los juegos de poder no encuentra su metáfora en una nueva persona, sino en el retorno de un padre al que ya se había dado por olvidado (es decir, un movimiento opuesto: un repaso sobre lo que quedó de nuestros ancestros, más que sobre lo que les dejamos a nuestros vástagos).

Leviathan abunda en estas reflexiones sobre cuánto queda en el Estado capitalista actual de las lógicas de la antigua nomenklatura comunista. Lo interesante que ocurre a lo largo del film es que, en un doble fondo, parecería estar jugándose una larga partida de ajedrez entre la perpetuación de las antiguas figuras y un impulso iconoclasta. En esta oposición hay quizá dos ejemplos más que ilustrativos. El primero -y por el que se suscitó mayor número de controversias- es la imagen casi omnipresente de Vladimir Putin en formato de cuadro colocado en todas las oficinas del Estado. Se podría argumentar que es esperable encontrar ese retrato, pero si se considera que invariablemente se opta por mostrar los oscuros tejes y manejes de estas entidades, una vez que la cámara entra en las oficinas, la imagen de Putin aparece a la vez como un dios que ve todo pero hace la vista gorda y como una presencia que justamente insta a sus subordinados a que obren de la manera en que lo hacen. Casi como respuesta, o como salida a esta iconicidad, Zvyagintsev lleva a pantalla una escena -también por demás controvertida- en la que un amigo de Kolya trae a un día de campo unos cuadros de los máximos jerarcas del comunismo -en un momento aclara: “También tengo uno de [Boris] Yelstin”- para practicar una jornada de tiro.

Habiendo mencionado la comparación entre la imagen de Putin y la de un dios que todo lo ve, se introduce el otro ejemplo que se articula alrededor de las dos iglesias que aparecen en la película. Por un lado, la iglesia católica ortodoxa, con su cura que parece completamente insertado en las dinámicas de poder; en cierto modo, la escena final parece representar la continuación de los distintos poderes, en otro juego de escalas. En contraposición aparece la iglesia derruida a la que, borracho, se retira Kolya. En esa escena, entre los frescos de unas paredes que se conservan como mero esqueleto de lo que fue, Kolya ve una imagen de Juan el Bautista al ser decapitado sobre una bandeja de plata. Lo observa y experimenta la epifanía de ver lo que le está ocurriendo a él en ese preciso momento.

La respuesta definitiva a estos dos ejemplos e interrogantes es la de la imagen frontal del Cristo icónico de la iglesia ortodoxa rusa (con la que cierra el film), que detenta esa mirada severa y a la vez inescrutable que parece abarcarlo todo. En las charlas que mantiene el alcalde con el cura suelen hablar del papel de la verdad y deslizan el asunto del libre albedrío. Es interesante señalar que en la variante ortodoxa rusa sobre la Verdad -con mayúscula- pende una concepción “ontológica” que es diferente a la típica occidental, en la que esa Verdad es un atributo de Dios. Así, mientras que los cuadros occidentales presentan a un Cristo sufriente, con el que podemos identificarnos, la rusa presenta a ese Cristo frontal, plano, severo, terrorífico, que nos mira sin ningún viso de humanidad. La diferencia, justamente, es que en oposición al cristianismo occidental, en el que se pone en juego la mimesis de la obra de arte, la noción -todavía platónica- rusa mantiene una idea de Dios mismo personificado, existente en la obra de arte. En las pinturas no vemos a Dios encarnado en Jesús, vemos a Dios mismo, en su dimensión terrorífica, más allá de lo humano. Toda esta última disertación podría parecer una nota al pie academicista, pero guarda una relación directa con la idea de Verdad y con la concepción del comunismo soviético como encarnación de ésta (y ese fantasma que sólo se cambia de sotana al pasarse al capitalismo, un sistema que también, en torno al capital, parece remitirse al totalizador “es lo que es”). En todo caso, lo que perdura, en su forma más violenta, icónica y devoradora, es el Estado mismo.

En esta dinámica, la película, pese a sus escenarios abiertos, siempre da una sensación de insoportable ahogo y claustrofobia, una que no tiene tanto que ver con el espacio como con los múltiples campos de fuerza que parecen atrapar en su órbita a toda persona que se cruza en su camino. Leviathan parecería decir que no hay salida: uno sale de un lado para meterse en otro. Un film -curiosamente, ucraniano- que puede competir con esta sensación de desesperación es My Joy (2010), de Sergei Loznitsa, cuyos personajes no pueden escapar de una serie de robos -hay una suerte de matrioshka de ladrones que les roban a otros ladrones- que suman todo a una inaguantable espiral descendente en la que nada parece escapar al influjo de la corrupción.

La imagen del esqueleto de ballena alude claramente al ser mitológico bíblico que da nombre al film. Uno no podría decir si esta imagen obedece a la noción de un ser que sigue entre nosotros, pese a que se puede ver sólo su esqueleto (el poder de las antiguas figuras del comunismo), o si, por el contrario, es una referencia a ese contrato social de Hobbes (quien escribió Leviatán) que a esta altura del partido está sólo resumido a sus huesos. Las dos son igualmente terribles, pero Andrey Zvyagintsev parecería decir: “Esto es Rusia, ¿qué otra cosa esperaban?”.

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