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La tierra purpúrea. Foto: Gustavo Castagnello

El naturalista del Plata

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La tierra purpúrea cumple 130 años y se adapta por primera vez a las tablas.

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Un viajero recorre los inquietantes y desolados campos orientales. De rancho en rancho, pide permiso para desensillar, anota letras de payadas, aprende cómo saludar al paisanaje que mira desconfiado. Se llama Richard Lamb y atraviesa el campo buscando trabajo, mientras retrata al paso costumbres, tradiciones orales de la época (aparentemente, 1868), anécdotas de amor y desamor, de lealtades y traiciones, de aventuras revolucionarias. Pero también describe los combates entre blancos y colorados, entre el campo y la ciudad, y entre la tan mentada “civilización y barbarie”.

La tierra purpúrea, así es como WH Hudson tituló esta novela, fue publicada hace 130 años (1885) en Inglaterra, donde pasó desapercibida como un insignificante libro de viajes. En verdad, su título inicial fue The Purple Land that England Lost, secundado por el subtítulo, Travels and Adventures in the Banda Oriental, South America (La tierra purpúrea que Inglaterra perdió. Viajes y aventuras en la Banda Oriental de Sudamérica), hasta 1904, cuando el propio Hudson la corrigió y decidió otro título más eficaz. Mientras se reeditaba esta primera novela sobre la Banda Oriental -pese a lo anacrónico, el autor insiste en llamarla así-, en Uruguay se desarrollaba la última guerra civil que dejaba atrás la cultura del caudillismo rural y afirmaba los valores eminentemente urbanos y letrados.

Desde Uruguay, la primera aproximación seria a La tierra purpúrea se inició con la traducción de Idea Vilariño para la Biblioteca Ayacucho, en 1981 (antes circuló en la colección Clásicos Uruguayos con la forzada y nativizada traducción de Eduardo Hillman). Luego de una tambaleante democracia, Ediciones de la Banda Oriental recién la pudo editar en 1992, con un precursor estudio de Ruben Cotelo.

“Los que no sabemos muy bien qué hacer con él y, particularmente, con La tierra purpúrea somos los uruguayos”, decía Cotelo en ese ensayo, en el que fundaba un nuevo eje sobre el que construir y pensar la narrativa nacional, y se interrogaba no sólo por la naturaleza del libro, sino también por la del propio Hudson, alguien que desde su nacimiento se mantuvo en permanente tránsito entre dos mundos: escritor y ornitólogo, hijo de padres norteamericanos nacido en la Pampa, gringo acriollado en la Banda Oriental, argentino bárbaro que a los 33 años decide instalarse para siempre en Londres.

Un gaucho londinense

De familia norteamericana y rosista -de ahí su proclive anuencia hacia los blancos-, Hudson emprendió un deambular errático y bien gaucho por el campo uruguayo, argentino e incluso el patagónico, donde ambientó maravillosos libros en los que evoca el paraíso perdido, y sus años de infancia y juventud, como el tantas veces citado y reeditado Allá lejos y hace tiempo (1918), una autobiografía de su vida en la Pampa, o Días de ocio en la Patagonia (1893), en el que reconstruye su viaje a Río Negro y sus alrededores, poco antes de partir a Londres.

En su obra todo convive con la naturaleza virgen, con los bichos y los pájaros. Durante los últimos 30 años de su vida (murió en 1922) Hudson escribió y publicó una veintena de libros, entre los que se encuentran obras netamente de ficción, como su novela Mansiones verdes, ambientada en las Guayanas, y sus célebres cuentos rioplatenses compilados en El ombú.

Su obra se centra en textos híbridos en los que alterna la descripción de la naturaleza con la narración de sucesos y el retrato de personajes, evocando diversas atmósferas y reflexiones sobre el entorno. En cuanto a su idilio con el paisaje y el campo, el ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada se refirió en El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson (1951) a su “connubium con la naturaleza”, y su gran amigo y admirador, Joseph Conrad, ya había dicho que Hudson “escribe como crece la hierba”.

Durante la época en que se pensaba y problematizaba la tradición literaria argentina, Jorge Luis Borges dedica un estudio a La tierra purpúrea en el que la definía como superior al Martín Fierro y a Don Segundo Sombra, y la situaba como el paradójico inicio de la literatura argentina, incluso cuando haya sido publicada en Inglaterra y escrita en inglés (además, incluye su conocida sentencia de que éste era uno de los “pocos libros felices” que había en la tierra). Diez años después, Martínez Estrada iba aun más allá y escribía: “Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor o intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca”.

Una nueva tierra

La tierra purpúrea engloba varias contradicciones. La adaptación escénica a cargo del inglés Anthony Fletcher logró captarlas no sólo a partir de la esencia de ese universo retratado, sino también a partir de una selección de escenas donde se exhibe a los personajes centrales, los avatares de Lamb, y esa campaña indómita que se extiende desafiante, con sus propias reglas y principios.

La puesta selecciona escenas de la novela y, de manera paralela, los actores recrean instancias compartidas en las que intentan comprender y aproximarse a ese mundo, y así poder interpretar esas historias (en un acto que va mucho más allá de la metateatralidad, recurso bastante desgastado en el teatro uruguayo contemporáneo).

En el transcurso de la obra, el protagonismo de Lamb se difumina y los demás personajes se vuelven centrales en esa construcción escénica que, de cierto modo, se proyecta al presente, reafirmando la lectura del ser oriental a partir de un pasado sangriento y caudillista que, en el enfrentamiento, aspira a la libertad. Este relato se desarrolla sin solemnidad, desde el humor e incluso la extrañeza que provoca ese universo, en el que los animales conviven con las personas, y la hombría debe defenderse y asentarse a partir de la valentía y la reafirmación de lo temerario, pero también a partir de la sensibilidad frente al marginado o desvalido.

Este gran hallazgo de Fletcher en cuanto al montaje también se continúa en el complejo cuerpo de actores (Leandro Núñez, Fernando Dianesi, Isabel Legarra, Jimena Pérez, Lucio Hernández, Luis Martínez y Leonor Chavarría), quienes deben mantener un elevado nivel de intensidad a lo largo de la pieza, alternando sus personalidades y roles, mientras ríen y sobreviven con la misma impronta con que lo hacen los personajes de Hudson.

Esta tierra purpúrea desafía los tiempos: los 29 capítulos de la novela avanzan de una historia a otra, incluyendo letras de canciones, expresiones, leyendas y sentimientos. Así, si en el primer capítulo Lamb llega a Montevideo junto con su mujer Paquita, escapando de Buenos Aires, en el segundo emprende un viaje por el interior, conoce a un gaucho en una pulpería que lo invita, gustoso, a su casa, en el tercero duerme en una estancia de Durazno y en el siguiente llega a Tacuarembó. Esta particularidad, que sitúa a la obra en un cruce de géneros, es acompañada por un desorden -como diría Borges- guiado por un orden secreto: el valor testimonial de un país perdido.

La obra recoge de ese panorama y de esa época aquellos aspectos orgánicos y pintorescos, históricos y sociales, que la alejan de una simple adaptación para convertirla en construcción íntima de ese enigma humano encarnado en la figura del gaucho y de la mujer, que integran, junto a la figura del indígena -y la estampa del conquistador-, la génesis del pueblo oriental.

La primera vez que se incluyó un fragmento de La tierra purpúrea en una obra, también estuvo asociado al elenco de la Comedia Nacional, pero en ese caso se vinculaba al rol de la mujer en la Banda Oriental: Las maravillosas, de Antonio Taco Larreta (estrenada en 1998, en la sala Verdi), donde se recogía el amplio registro de representaciones de la mujer presentes en la novela, que contribuyen a repensar sus roles en la sociedad del siglo XIX. Esta particularidad está presente en la obra de Fletcher, a la vez que se desdibujan los géneros, los tiempos, el drama.

Pasiones de la patria

Esta tierra purpúrea de 2015 continúa hablando de la naturaleza y de ese género nómade de aventuras, donde el habitante de estas tierras es el que mejor capta la armonía con la naturaleza y con la libertad.

En el comienzo, desde el Cerro de Montevideo, Lamb reclama -indignado- que la corona británica vuelva a dominar esta tierra, pero al final, luego de su viaje, se despide desde el mismo Cerro, diciendo: “Adiós hermosa tierra de sol y de tormentas, de virtud y de crimen; ojalá que a tus invasores del futuro les vaya como a los del pasado”. Más adelante, ruega: “Ojalá que el resplandor de nuestra civilización superior nunca caiga sobre tus flores silvestres ni caiga tampoco el yugo de nuestro progreso”.

De esta manera, hasta las últimas páginas de La tierra purpúrea continúa patente la contradicción entre un Lamb apasionado por esa Banda Oriental y aquel que reproduce las dicotomías instinto/razón, campo/ciudad, patria/imperialismo, naturaleza/cultura, periferia/metrópolis. En definitiva, la perjudicial oposición entre la civilización y la barbarie, incluso cuando en la página 74 el narrador ya advertía que deseaba “haber nacido entre ellos y ser uno de ellos, en vez de un inglés fatigado y vagabundo que sobrelleva el peso de las armas y de las armaduras de la civilización”.

Tal vez lo que vuelve tan peculiar la escritura de Hudson, y en particular La tierra purpúrea, sea esa necesidad de describir un mundo a quienes no tenían la menor idea de qué se trataba esa tierra perdida llamada Banda Oriental, o quizá porque supo narrar como nadie eso que tantos vieron pero no alcanzaron a distinguir.

Hudson transmitió el relato de una memoria y, a la vez, el retrato de un lugar desde el que se elaboró y reprodujo una forma de vida, eso que a veces también llaman identidad colectiva. Ambas tierras purpúreas, tanto la de Fletcher como la de Hudson, no dejan de estar habitadas por una misteriosa grandeza, heredada de esas llanuras del Plata y evocada a partir del pasado y la ausencia.

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