-Contrariando “Como un jazmín del país”, en Masoller pelearon su abuelo y su padre.
-Claro, a mi padre le metieron un tiro en la rodilla -una bala de plomo- y él no se dio cuenta, en medio de la tensión. Cuando terminó todo y bajó del caballo, tenía una bota llena de sangre. Era una familia muy especial, de origen leonés. Uno de mis bisabuelos, Manuel Benavídez, peleó junto con [Fernando] Otorgués. Mi abuelo, vencedor de Masoller, tenía un respeto hacia Aparicio... No se podía hablar en su contra. Es más, mi padre y sus hermanos, que tenían un pequeño grupo musical por 1904, tocaban un pericón por Saravia, contra el que luchaban. Esto ofrece una pista de por qué, por ejemplo, un “puente de guitarras fue lo que me trajo al mundo” y, por otro lado, no es extraño si contrapuntean aquí la guitarra de Gavino [Ezeiza, payador] y el arpa del rey David. Es decir, lo culto y lo popular se están entrecruzando permanentemente, y eso es lo que conforma la estructura de mi obra.
-Su padre fue un guitarrista y folclorista, al que Lauro Ayestarán le grabó 40 temas en su recorrida por el interior.
-Sí, claro.
-O sea que tuvo una formación musical muy temprana.
-Y yo no salí guitarrista porque era zurdo. Para tocar tenía que alterar el orden de las cuerdas o hacerme diestro. Por eso, lo que hice fue estudiar canto con don José Tomás Mujica [exiliado de la Guerra Civil Española], un vasco medalla de oro del conservatorio de Madrid. Él también fue maestro de Héctor Tosar y [Abel] Carlevaro. Aunque, significativamente, yo me inicié como dibujante y pintor, algo que atribuyo al asma, ya que la sufrí hasta la pubertad. De modo que esa enfermedad transformaba mi vida en dos períodos: en verano y primavera era un niño atorrante como cualquier otro, pasaba en el campito, en la sierra y en el monte; pero en otoño y en invierno era un pequeño monje. O sea que aquellos amigos de carne y hueso se transformaban en Sandokan, en piratas, en viajar en el Nautilus. Así había leído a [Charles] Dickens y a [Honoré de] Balzac antes de entrar a la escuela. Además de la radio, claro, que sonaba día y noche. Éstas son las razones de que a los 85 años todavía me considere el más joven de los ancianos poetas. Desde 2012 hasta ahora he publicado unos 11 libros. La reedición de Hokusai y de Tata Vizcacha, los seis libros reunidos en Como un comanche, del Ministerio de Relaciones Exteriores, Asuntos del falsificador, de Banda Oriental, y estos tres. Siempre cuento una anécdota de mis comienzos: cuando estaba en el liceo con Walter Ortiz y Ayala, éramos unos goliardos, unos vagabundos y pésimos estudiantes, pero pasábamos escribiendo. El excelente poeta Roberto Ibáñez, que trabajaba él solo como inspector de Literatura para todo el país, había implementado por su cuenta algo que ninguno continuó: pedir a los profesores de cada liceo que lo contactaran con estudiantes que gustaran de las letras. Una noche que para nosotros fue inolvidable, Walter y yo le leímos los poemas e Ibáñez nos pidió una copia porque creía que eso tenía que ser conocido. Los dos nos mirábamos sin poder creerlo, porque éramos dos caferatas, habitantes de café y nada más. Y todos los demás compañeros nos miraban réprobos. Así que de pronto, el dibujante tuvo que darle paso al escritor. La palabra dominó todo. Pero esto siempre lo he vinculado con ser un gran lector. Le doy toda la razón a aquella frase de [Jorge Luis] Borges que pedía que no lo juzgaran por lo que había escrito sino por lo que había leído.
-Después inició, desde Tacuarembó, un movimiento en torno al canto popular.
-Sí, eso después de haber concursado, haber trabajado en la enseñanza secundaria y haber sido profesor en Santa Isabel del Paso de los Toros.
-Hay una buena anécdota de cuando le mandó a Ángel Rama una serie de poemas isabelinos.
-Cuando Rama estaba al frente de la página literaria de Marcha, le enviaba no sólo mis poemas sino también los primeros textos en prosa de Tomás de Mattos (“quiero más de este muchacho extraño”, me escribió una vez). La cuestión es que un joven que trabajaba en el semanario le dijo a Rama: “Qué raro este Benavides, que viviendo allá en el norte, entre las vacas y el campo, se le ocurra mandarte poemas del mundo isabelino y jacobino”. “¿Qué?”, le preguntó Rama. “Estos poemas isabelinos que usted acaba de publicar”, respondió. Rama contaba que lo miró y le dijo: “Benavides vive en Santa Isabel del Paso de los toros, y a los habitantes de Paso de los Toros los llaman ‘isabelinos’”. Parece que la respuesta fue un “ah” seco. Es memorable. Y tampoco tenía nada extraño si los hubiera escrito, porque en una librería conseguía libros formidables. Ahí había descubierto la primera edición de Mas acá del paraíso, de Scott Fitzgerald, que me dio vuelta la cabeza, y Nadie encendía las lámparas, de Felisberto [Hernández], además de una antología de la poesía inglesa y alemana desde la edad media hasta el siglo XX. ¿Te das cuenta? Esto fue un impacto muy grande, porque en ese momento, a fines de los 50, lo que dominaba a los jóvenes poetas montevideanos era [Pablo] Neruda, [César] Vallejo y [Vicente] Huidobro, y los poetas de la generación española del 27. Por supuesto que para nosotros fueron modélicos, pero por encima de todos ellos la poesía sajona fue fundamental.
-A los años se convirtió en el maestro del Grupo Tacuarembó.
-No, siempre me negué a aceptar la idea de ser el maestro; más bien me consideré una especie de hermano mayor.
-Pero Darnauchans, Numa y Eduardo Larbanois lo identifican así.
-Sí, además de los dos poetas que sobresalieron: Eduardo Milán, a quien los mexicanos quieren convertir a toda costa en uno más, y Víctor Cunha. También estaba José Carlos Seoane, hoy doctor en lógica y ex decano de la facultad donde vivo. Todos nos reuníamos en mi casa. Darnauchans, con su humor genial, siempre decía: “Nosotros no sólo íbamos a lo del Bocha a participar en la búsqueda de poesía y de música, también íbamos a comer el arroz con leche que hacía Nené [esposa de Benavides]”. Y era verdad.
-Si pensamos en esos tres músicos, son muy distintos entre ellos: Larbanois, instrumentista; Numa, folclórico, con muchos ritmos norteños; y el Darno, una suerte de trovador medieval, por buscar una definición. Lejos de una actitud de formateo, los alentó en las características de cada uno, hasta el punto de que lo único que comparten es haber interpretado sus canciones.
-De Darnauchans también está su otro costado de [Leonard] Cohen y [Bob] Dylan, que comparto abiertamente. También Donovan, el trovador escocés. Hay artistas que entran en conos de sombras, y es una infamia que no se recuperen. Las milongas [su libro de 1965] se podría haber llamado de otra manera, como ahora Rap. A mí me interesa llevar a cabo aquello que [Igor] Stravinsky llamaba “música buena o música mala”. Porque no hay música culta o popular, hay buena o mala música.
-Con Numa fue con el que más trabajó de manera colectiva, más allá de que Zitarrosa haya grabado 23 temas suyos.
-Con él y Numa hicimos, en una trilogía muy especial, Almas y pájaros, que se convirtió en el último disco que hizo Alfredo. Ahí hay cosas suyas y de Numa que son formidables. Por ejemplo, en ese disco Alfredo rockea.
-¿Cómo se vinculó con Zitarrosa? Después fue muy cercano, y de hecho integró la comitiva que lo fue a recibir a Buenos Aires, para acompañarlo en su regreso.
-En la década del 60, en las primeras ediciones de la Feria del Libro de Nancy Bacelo, con la que yo estuve muy ligado siempre, uno de los primeros espectáculos fue de Alfredo, Los Olimareños y Ducho [Dahd] Sfeir, en el que cantaron y recitaron textos de un libro mío que estaba por salir, Las milongas. Después él me mandó una carta muy ceremoniosa -la han publicado por ahí-, con membrete que decía “Alfredo Zitarrosa”, en la que me solicitaba la posibilidad de musicalizar “El otro”, una de las milongas. Pero ya la había musicalizado y grabado Numa, así que le respondí que estaban a su disposición todas las demás. De ahí en adelante tuvimos una colaboración muy grande. La música fue el instrumento de grandes poetas, y nosotros, de alguna manera, intentamos replicarlo. En un disco del Darno –Sansueña-, que contó con la colaboración de ese admirable músico uruguayo que es Jorge Galemire, que fue el arreglador de casi todas las canciones, le ofrecí que grabara dos textos de Porfirio Barba Jacob. Este poeta paisa era considerado en Colombia un poeta maldito. Un tipo que decía, en la década del 20: “fui Eva y fui Adán”, y en otro poema escribía: “Soy un perdido, soy un marihuano. A cantar y a bailar al son de mi canción”. El Darno grabó, entonces, dos textos suyos y otro de José Asunción Silva, “Cápsulas”, a la que le iba agregando y cambiando cosas. Creo que en la última versión incluyó a [Leo] Maslíah. Quiero decir, en esa época tratábamos de encontrar a poetas que respondieran a una búsqueda incesante del mañana. De lo que teníamos que escribir y cantar mañana, no hoy.
-¿Cómo era este proceso junto a Zitarrosa?
-Era increíble. Porque Zitarrosa, en realidad, fue el que le dio el espaldarazo a todo el Grupo de Tacuarembó. Un día fue a mi casa, y mientras tomaba mate escuchaba sorprendido a los integrantes del grupo. Después les dijo a todos: “Muchachos, si me lo permiten, yo voy a grabar las canciones de ustedes. Y a su vez, les aseguro que voy a conseguir grabadoras para sus temas y discos personales”. Y así fue. Fijate que hay un disco de Zitarrosa que se llama Desde Tacuarembó; ya eso te da una idea de la vinculación que tuvo. Además, era un tipo muy especial: cuando algo lo emocionaba mucho se le caían las lágrimas. Y en esa foto [señala un retrato a su espalda] está llorando y tomando mate. Los integrantes del Grupo Tacuarembó estaban serios y nerviosos por su visita.
-Después de ser destituido -y encarcelado varias veces-, comenzó a trabajar en CX30, con el apoyo de José Germán Araújo. Allí tuvo un programa de referencia, Canto popular, en el que organizaba ciclos.
-Cuando en 1975 nos echaron a miles de la enseñanza, me rebusqué pintando como loco, hasta que Germán y Salvador Puig me invitaron a trabajar con ellos. Tuve dos programas por más de 20 años, Canto popular y Trovadores de nuestro tiempo. Me acuerdo de haber sido el primero en pasar por radio a [Joaquín] Sabina y a Patxi Andión, por ejemplo. Lo podíamos extender a una línea baladística, incluyendo rock y blues.
-¿Cómo recuerda el rol de resistencia que se realizaba desde CX30?
-Se llamaba “La radio”, porque desde Pacheco habían prohibido que se llamara “Nacional”. La gente que pudo quedarse en el país y colaborar estuvo en la radio: [Milton] Schinca, Salvador Puig, [Jorge] Denevi, [Alfredo] Percovich, Manuel Martínez Carril. A todos los que trabajábamos nos hacían llamadas anónimas del tipo “cuando llegues a tu casa vas a encontrar una sorpresita”. Schinca, que tenía su programa Boulevard Sarandí, un día dijo: “A ustedes, los modistos, les impusieron las botas”, y fue y escribió “La tiranía de las botas”. Jugando con el asunto de las botas femeninas comenzó a filtrar las otras botas. Pero cuando llegó a la radio, al otro día, un oficial lo enfrentó a Germán y le dijo: “Desde este momento, el señor Milton Schinca no puede salir al aire”. Ahí estaba la tiranía de las botas. Además, desde ese lugar se promovió el canto popular, que, a la larga, cuando se fue ampliando el público, era el modo de encontrarse y de intercambiar casetes. Ahí estaban los dos grupos claves: el de Tacuarembó, por un lado, y Los que iban cantando, por otro; dos líneas que no tocaron lo mismo y que buscaron estéticas musicales y literarias distintas, pero que fueron valiosísimas.
-En esos años publicó Hokusai (1975), un libro de culto para muchas generaciones, y clave en su trayectoria poética. Ahí surgió el concepto de “central poética” que Heber Raviolo le adjudicó en Marcha.
-La central poética, en el sentido de que ahí surgió no sólo la poesía sino también la vinculación con la canción, esa variedad de tonos y de registros. Esto ya está dado desde el comienzo.
-Ésa es otra impronta que define su obra, la musicalidad de sus versos, ya sean neoclásicos, vanguardistas o experimentales.
-El que rastree mi obra encontrará permanentes referencias a dos formas artísticas que para mí también son la poesía: el cine y la música. En Durandarte, Durandarte me llamo montajista y poeta. El montajista en el cine es el operario artista que corta, marca, reúne, separa y vincula. Es exactamente lo mismo que yo hago con muchos romances o villancicos del Renacimiento o el Barroco. Uno de mis primeros libros es Los pies clavados, 11 sonetos que se apoyan en un verso de Lope de Vega: “Cómo te digo que me esperes -dice Lope-, si estás para esperar los pies clavados?”. En esos sonetos aparece lo que soy: un extraño descreído. En mi familia no hay creyentes religiosos, yo soy un extraño cristiano, pero siempre con la fe en crisis. La contradicción como una fuerza positiva, junto a la filosofía de la duda. Es necesario un ejercicio de desconfianza con respecto a la obra.
-“Lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo”: en Tata Vizcacha (1955, reeditado por Yaugurú en 2012) satirizaba una serie de personajes locales a partir de la moral vizcachera. El libro terminó siendo quemado en la plaza pública por el Movimiento de Acción Democrática [MAD], que lo denunciaba por soviético, cuando su inspiración era Edgar Lee Masters.
-Edgar Lee Masters escribe, entre una cantidad de libros, el fundamental The Spoon River Anthology, con el que fue el primero en inventar un pueblo como Santa María o Macondo, y en el que hace hablar a los muertos del cementerio, quienes cuentan la verdadera historia y no las falsas lápidas. Muchas veces son el marido y la mujer que cuentan la misma historia pero con un color distinto. Yo no maté a nadie de Tacuarembó, pero se me ocurrió versionar las tres clases que conforman un pueblo: los detentadores del poder, como los empresarios, hacendados y políticos; sus seguidores, los adulones; y el pobrerío. La moral vizcachera es: hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse, “pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse”. Si habremos visto Vizcachas. En esa época era profesor de Historia del Arte en el Instituto Normal, y aquellos que habían sido mis colegas en el liceo, movido por los mayores de los partidos tradicionales y la iglesia preconciliar, crearon MAD para luchar contra el sovietismo. El que lo encuentre en el Tata es un mago. Pero cuando lo quemaron, a plena tarde, en la plaza principal, nadie dijo nada, y eso fue lo más doloroso para mí.
-Dos años después, uno de sus heterónimos, Pedro Agudo, murió tímido y alcohólico. ¿Cómo te vinculás con los demás, como John Filiberto y Joan Zorro?
-Se mantiene vivo John Filiberto y uno que saldrá ahora, nacido en el Sauce, Shelley Fagúndez, que ya ha publicado en México. Volviendo a las anécdotas, cuando yo recién comenzaba a mandar poemas para publicar en Marcha, Asir y El ciudadano, los mandaba por Pedro Agudo, que era mi primer heterónimo, pero Mingo [Domingo Bordoli] me lo publicaba como Washington Benavides. Yo le decía: “Pero no, es de Pedro Agudo”. “Dejate de joder, Bocha, esto es lo mismo que Roberto Chavero, Atahualpa Yupanqui, o Pablo Neruda, Ricardo Reyes. Es un seudónimo”, me decía. Pero yo la peleaba diciendo que no, porque Pedro Agudo no escribía como yo. Era difícil sostenerlo, porque en aquella época todavía no se estudiaba en profundidad la heteronimia. Y yo no podía decirle “son heterónimos” porque no lo sabía. Ésta es la prueba cabal de que la heteronimia es una realidad. Eso que tú decías ocurría también cuando escribía textos para Carlos Benavídez y Eduardo Larbanois, que eran más neofolclóricos, frente a los del Darno, que eran más baladas, o a Numa, probablemente uno de los más variados en ese sentido. Cuando Numa grabó su primer disco tenía 18 años. De un lado estaban las recreaciones del pago; del otro estaba la alarma, y una de las primeras canciones que se escribieron a la revolución cubana.
-Ha dicho que componer para Darnauchans implicaba otra ambientación e intensidad. ¿Cómo es eso?
-Con Darno era muy especial. Él probablemente fuera uno de los más ligados a mí, y yo era como su padre. La madre, que era una mujer muy especial, se enojaba con eso y me decía: “Vos no sos el padre. No te acostaste conmigo”. El vínculo empezó muy temprano. Él siempre recordaba cuando en una de mis clases dimos Noches blancas, de Dostoievski, y a su vez escuchamos una canción de Simon and Garfunkel: “A Most Peculiar Man”, que trata de un pobre loco que vive solo en la gran ciudad y cuando muere, en un apartamento, nadie se entera. Porque la mayor de las soledades no la vive el hombre en el desierto de Atacama o del Sahara, la mayor de las soledades se da en medio de la gente.
-Esa misma línea la continuó en Humanidades, donde daba autores que no se incluían en los programas, como Raymond Carver y Mijaíl Bulgakov.
-Exactamente. Resulta que [Gabriel] García Márquez decía que la mayor influencia que tuvo para escribir en sus años de soledad fue El maestro y Margarita [de Bulgakov], y nadie la había leído. Logré que en Lectores de Banda Oriental se pudiera publicar una novela más breve, Los huevos maléficos.
-¿Cómo ha sido su experiencia como docente en la facultad?
-En 1985 me reintegraron a secundaria y me plantearon la posibilidad de un concurso para entrar a Humanidades. Yo le llamo “el antro de cultura”, pero la quiero como a una madrastra.
-Pero su propuesta es muy distinta. Promueve el placer por la lectura.
-Eso mismo. Siempre traté de transmitirlo. Por ejemplo, se conocía de Lewis Carroll las dos Alicias, pero a nadie se le había ocurrido dar su poema “La caza del Snark”, que se plantea como la única obra que puede equipararse a Moby Dick, que es la lucha del hombre contra el demonio propio.
-Tampoco es usual que alguien de 80 años revea su biblioteca y continúe enseñando literatura contemporánea.
-Es cierto. Un año pudimos dar, por ejemplo, al gran colaborador y quien sostuvo en muchos aspectos a Fernando Pessoa, como fue Mário de Sá Carneiro. Hasta en Banda Oriental sacamos una pequeña antología bilingüe de este gran poeta, que se suicidó muy joven.
-Carlos Maggi decía que era uno de los chiquilines más inteligentes que había conocido. ¿Cómo fue su vínculo con la generación del 45, montevideana y urbana?
-Estaban las dos revistas, que correspondían a dos visiones distintas de la estética literaria. Una era Asir, a la que se llamaba entrañavivista y que era más bien para el interior; la otra era Número, que más bien era montevideana y abierta al exterior. Las dos conformaban, en el fondo, lo que había que hacer: sumar a las dos. Pero también hubo vinculaciones. Mi generación se liga mucho con la generación del 45, porque la mayoría de ellos publicaron entreverados con nosotros. La gran creación del 45 está cruzada con la generación de la crisis, que somos nosotros. Hubo una comunicación bastante atendible entre las dos.
-En lo que va del año ha editado tres libros. ¿Y ahora? ¿Seguirá medio sonriendo, montado en su redomón?
-Sí, ahora van a salir rimas del canario Shelley Fagúndez. Nos llevamos muy bien. Él es un transformador, y eso me llena de orgullo, porque destripa las rimas. El verdadero creador debe ser un autocrítico feroz. Siempre desconfiar de lo que se hizo. Que pudo ser de otra manera. Que pudo ser mejor.