Pocos oficios han sido tan maltratados verbalmente como el de crítico de rock; intelectuales que desarrollan su profesión en un ámbito (hipócritamente) antiintelectual, los críticos de rock fueron definidos en su momento por Frank Zappa como gente “que no sabe escribir, que entrevista a gente que no sabe hablar, para gente que no sabe leer” y han sido insultados explícitamente (y con nombre y apellido) por músicos que van desde Axl Rose a La Polla Records, pasando por Lou Reed, qué dedicó largos minutos de su disco en vivo Take No Prisioners (1978) a destripar discursivamente a críticos como Robert Christgau. Algunas bases sólidas sostienen el resentimiento de los músicos hacia quienes ven como charlatanes: en la crítica de rock, a diferencia de la mucho más estricta (y competitiva) crítica jazzera (y ni hablar de la de música clásica), no son frecuentes los investigadores con una buena formación teórica musicológica, o siquiera una mala formación musical, por lo que como género -al menos en sus representantes más conocidos- la crítica de rock suele estar más próxima a una teoría del arte no muy rigurosa (o incluso a los estudios culturales) que a la musicología propiamente dicha, y de vez en cuando a la simple creación literaria impresionista.
Entre los nombres más representativos hay quienes han teorizado sobre la inclusión del rock en la cultura occidental (Greil Marcus); quienes lo han utilizado como excusa para un discurso poético-revolucionario-existencial (Lester Bangs); quienes lo han vuelto el elemento aglutinante de lo autobiográfico y personal (Nick Kent, Gina Arnold); quienes se han detenido metonímicamente en el detalle representativo y su exégesis (otra vez Greil Marcus, Marcus Grey); y los biógrafos-historiadores de corte periodístico (Michael Azerrad, Stephen Davis). En todo caso, hay para casi todos los gustos, y, aunque sus objetos de estudio languidecen en importancia cultural, la crítica musical de pop y rock -democratizada, además, por efecto de internet- parece gozar de buena salud, y se multiplican los libros biográficos y/o analíticos sobre músicos y obras pasadas que no parecen estar repitiéndose en la actualidad. Esta popularidad paradójica ha conseguido que los textos de las principales plumas relacionadas con el rock sean traducidos y editados en castellano, muchos de ellos con décadas de atraso.
De todos estos teóricos/escritores (la palabra “críticos” no abarca más que una fracción de sus roles), tal vez nadie sea más influyente en el panorama de la escritura sobre música actual que el británico Simon Reynolds, a pesar de que es, simultáneamente, uno de los más complejos y menos simpáticos de leer. Reynolds se ha destacado sobre todo por algunas características muy marcadas en su estilo, que han hecho escuela en medios tan influyentes como la revista online Pitchfork, además de los residuos de la otrora rozagante prensa musical británica.
El primer rasgo notorio de Reynolds es el de haber acoplado a la crítica musical el lenguaje y análisis del posestructuralismo y el posmodernismo, así como la influencia de pensadores como Gilles Deleuze, Felix Guattari y Jacques Lacan. Si bien el trabajo de alguien como Greil Marcus ya había coqueteado con lo académico, al relacionar movimientos como el punk con las vanguardias del siglo XX y el negativismo marxista de la Escuela de Frankfurt, Reynolds abrazó directamente la jerga académica y sus tendencias predominantes en libros como Blissed Out (1990) y The Sex Revolts (1995), pero licuando estos elementos lo suficiente como para volverlos entendibles para un lector que no se haya adentrado en lecturas más difíciles que la de Herman Hesse o Charles Bukowski.
Otra característica de Reynolds es su indomable optimismo, que lo hace transmitir en todo momento que estamos en el mejor de los mundos musicales posibles y que lo mejor aún está por venir, y les dedica particular atención a artistas más bien oscuros o recién en formación, con esa inquietud investigadora que tiene que ver tanto con la sana curiosidad como con el esnobismo (un karma de la escritura musical inglesa).
Por último, la auténtica pasión de Reynolds, que signa libros como Rip It Up and Start Again (2005) y el reseñado aquí, parece ser -más que la música- la taxonomía. Nada le gusta más a Reynolds que clasificar, ordenar, nominar y jerarquizar a los músicos y bandas en movimiento, corrientes, géneros y neogéneros, especialmente cuando se adentra en territorios vírgenes y poco explorados/clasificados, como el de la música electrónica bailable, centro cultural de este monumental volumen que se propone como el texto definitivo y canónico sobre este género difuso y poco documentado.
Sintetizando el trance
Como no tiene ningún problema en admitir, Reynolds (nacido en 1963) no vivió la era de oro del rock ni las invasiones inglesas de The Beatles y The Rolling Stones. Más bien es un hijo del punk, pero uno convencido de que sí hay un futuro. No es raro que Reynolds le haya dedicado este amplio y erudito volumen -su obra más extensa- a una de las menos personalizadas y técnicas de las corrientes musicales contemporáneas, la electrónica. Siendo casi un veinteañero en el momento en el que se desarrolló el fenómeno rave en Reino Unido, Reynolds pudo vivirlo en tiempo real y no mediante el viaje hacia atrás en el tiempo, como la mayoría de los críticos actuales. Entusiasmadísimo con algo que vio crecer y expandirse, y de lo que formó parte, Reynolds puso su nada despreciable capacidad taxonómica al servicio de ordenar cronológicamente y darles nombre y apellido a los muchas veces anónimos músicos o DJ que generaron la tóxica y excitante escena de los bailes rave. Su deseo de especificidad y diferenciación lo lleva a mencionar decenas de subgéneros de la electrónica, tan numerosos que hasta hacen parecer sensatas las innumerables subdivisiones genéricas del heavy metal. Aun para alguien familiarizado con la música bailable, definiciones como digi dub, darkore, techstep, microhouse, hiphy o footwork (por elegir algunos al azar entre una cantidad enorme) pueden parecer más bien un ejercicio creativo de neologismos antes que una clasificación realmente significativa.
Más allá de denominarlos con la mayor exactitud específica o fragmentaria, Reynolds no siempre tiene mucho que decir sobre el aspecto musical de un género eminentemente instrumental y cuyas variaciones principales son tímbricas (dentro del limitado espectro de la música digitalizada) y rítmicas, no de estructuras compositivas (que tampoco parecen ser la especialidad del periodista). Al mismo tiempo, los datos biográficos de sus principales responsables son limitados o poco interesantes (salvando algunos DJ estrellas, la electrónica tiende al anonimato o el colectivismo de sus creadores), por lo que el autor prefiere -entre un montón y otro de nombres y calificativos- especular acerca del carácter socialmente representativo de esa música (así como la relación de sus cultores con la tecnología), manejándose intuitivamente y realizando no pocas observaciones interesantes.
En particular, Reynolds es muy agudo cuando escribe sobre la interacción de la música de las raves y el efecto de la droga sintética MDMA (más conocida como éxtasis), tema para el que recurre a sus experiencias propias y en el que toma partido claramente, al considerar absurda la demonización de una sustancia de peligro limitado y enorme potencial cognitivo y psicológico. Su escritura realmente levanta vuelo al evocar otros vuelos que fueron un ingrediente nada lateral del hedonismo rave y su cultura. Extrañamente, el componente emocional de la interacción entre la música y su receptor parece, como en sus libros anteriores, escapársele siempre, como si entendiera todos los procesos que hacen funcionar una máquina y, en cambio, le costara imaginar los motivos que llevan a construirla y utilizarla.
Además, cuando sale de su terreno -que es mucho más amplio que el de la simple electrónica, pero parece excluir las corrientes más populares del rock- se manda violentos pifies prejuiciosos, como el de meter en la misma bolsa (y darles un similar destino) a dos bandas contemporáneas pero tan radicalmente distintas como Emerson, Lake & Palmer y King Crimson, formaciones casi antagónicas aunque suelan ser clasificadas (otra vez, el dios de la taxonomía) bajo el rótulo de “rock progresivo”. Pero, para ser sinceros, uno no se acerca al rotundo Energy / Flash para aprender sobre rock progresivo o sinfónico.
El libro fue editado originalmente en 1998, diez años después de los primeros estallidos rave y desde entonces dejaba clara su propuesta de ser el texto definitivo sobre la música bailable electrónica anglosajona. El título no le ha sido disputado en los más de 15 años transcurridos desde entonces, aunque un libro como Ocean of Sound (David Toop, 1995) siga siendo más osado desde el punto de vista teórico, y The Ambient Century (Mark Pendergast, 2000) sea más estricto en lo musical y arqueológico.
La edición en castellano que presenta la editorial Contra incluye una addenda nada despreciable, que llega hasta 2012 (ayer nomás en términos de cultura general, una eternidad en términos de electrónica), en la que Reynolds demuestra que luego de la desazón notoria en su libro anterior, Retromania (2011), su optimismo permanece inalterable, y lo mejor de la relación con la música bailable aún está por llegar. Como no cuesta nada, le deseamos que tenga razón.