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Germán Tejeira. Foto: Sandro Pereyra

“Siempre fui viejo”

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Con Germán Tejeira, director de Una noche sin luna.

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Desde hace unas semanas, y recaudando una respetable cantidad de espectadores, está en cartel Una noche sin luna, una película dirigida por Germán Tejeira (conocido por ser cofundador, junto a Julián Goyoaga, de la hiperactiva productora Raindogs), que narra, con un tono costumbrista, las desventuras y pequeños alumbramientos de tres personajes (interpretados por las figuras de Daniel Melingo, Marcel Keoroglián y Roberto Suárez) en la víspera de año nuevo. Sobre esto y el estado actual del cine nacional hablamos con su director.

-Es interesante la dinámica de trabajo en postas que ha agarrado la productora Raindogs, en tanto se logró un colectivo en el que todos los integrantes van, proyecto a proyecto, cambiando de roles.

-Trabajamos así y es algo muy lindo, porque vos no ocupás un lugar estable, y eso te da otro fogueo: pasás de cabecear a levantar los centros, a limpiar el vestuario. Es un proceso en el que aprendés más de la dinámica del cine y ves a amigos trabajar en roles importantes, chupás bastante rueda.

-A lo largo de tu carrera, en los cortos y largometrajes de Raindogs, Roberto Suárez y Marcel Keoroglián son omnipresentes ¿Cómo se fue dando esta sociedad?

-A Marcel lo conocía de chico, de cuando iba al tablado y lo veía en Contrafarsa; en ese ámbito lo conocía meramente como un fenómeno de carnaval. A Roberto no lo conocía de hace tanto. Sabía que era un tipo importante del teatro, pero no había ido a ver ninguna obra, y un día hice un dibujito pensando en los personajes de un corto y una gente me dijo “ah, mirá qué parecidos son a Roberto Suárez y Keoroglián” y dije “ta, los voy a conocer”. Ahí conocí a los dos y se creó una cosa muy linda entre nosotros y empezamos a trabajar y no paramos. Se armó un vínculo muy fraternal, que espero que se pueda mantener.

-¿Cómo es el encare de dirección de actores con cada uno de ellos?

-Es distinto cada uno. Es distinto entre todos los actores que vos tenés. Hay una entrevista preciosa que se hacen entre sí [Fernando] Trueba y [Pep] Guardiola, en la que los dos hablan sobre cómo es dirigir y Guardiola dice “no es lo mismo dirigir a [Lionel] Messi o a [Andrés] Iniesta, cada uno tiene una personalidad diferente: con uno tenés que ser mucho más psicológico, con otro tenés que ser mucho más práctico”. En la dirección de actores es igual. Hay un tema de la postura física también, de cómo posicionarse para hacer dar lo máximo para componer un personaje. Con Roberto charlamos mucho y fijamos mucho las cosas, nos fijamos un espacio muy amplio de improvisación. Es ensayar, ensayar, ensayar, y aquél es muy técnico. Roberto puede ponerte 14 veces un vaso en el mismo lugar exacto, sobre el mismo texto, y llorar con el mismo ojo. A Roberto le encanta toda la técnica, te pregunta “¿con qué lente me estás filmando?”, vos le decís “con un 50” y él sabe lo que va a estar pasando en relación a él y a la cámara. Otros actores te dicen “no me rompas con lo técnico, vos decime qué tengo que hacer y vos resolvés”. Roberto es un tipo que se integra mucho a la dinámica del cine, y eso es un placer. Le decís, por ejemplo: “Roberto, esto es un enorme plano general y vos venís caminando y tu personaje es un pesado”. Entonces, Roberto exagera la pesadez desde lejos y a medida que se va acercando empieza a aflojar, y cuando llega, vos siempre lo viste con el mismo tono.

-Es como el zoom de Alfred Hitchcock.

-Es que en esas cosas Roberto es una maravilla, y se enoja si no le decís lo que vas a hacer técnicamente. Por otro lado, Marcel es diferente, es un tipo muy intuitivo, muy chispeante, con una energía diferente. En los ensayos, con él empezás en un lugar y terminás en otro, en lo que refiere a la búsqueda. Después fija lo que hiciste y lo reproduce. Marcel es un actor más natural y no tiene esa presión. En ese sentido, es más práctico. También, a esta altura se ha creado un espacio de confianza en el que va y hace lo que quiero hacer.

-Es interesante que en el cine uruguayo esté empezando a existir eso que se da con actores como Daniel Auteil en el cine francés, figuras que se van volviendo omnipresentes en determinado cine nacional.

-Ponele que hoy en día hay una película sin César Troncoso y es una cosa rara. El tipo ha cosechado un talento para el cine y nunca lo ves en off side. Tiene la carpeta del talento.

-Con todo esto viene la ineludible pregunta de cómo diste con Daniel Melingo.

-La película fue escrita para Daniel y significaba mucho si él no aceptaba: tendríamos que haber buscado muchísimo para encontrar a alguien que llegara a ese nivel. Le mostramos los cortos viejos, se copó y después trabajó de forma divina, fue un placer enorme. Aunque no aparecen en escena, se armó una relación preciosa entre él, Marcel y Roberto. Armaron un triángulo poderosísimo. Fuimos con Marcel y con Melingo a San Sebastián y se perdían los dos por ahí, era una dupleta buenísima. Melingo era de mis músicos favoritos, lo conocí por un programa de Gustavo Escanlar, que lo pasaba en la radio siempre, y yo lo escuché como tanguero. No sabía que el tipo había estado con Milton Nascimento, los Twist, Charly García, Los Abuelos de la Nada, y cuando lo descubrí y fui para atrás y me di cuenta de que había hecho “Cleopatra, la Reina del Nilo” me dije “este tipo es una bestia fundacional del rock argentino”. Empecé a ir a verlo cada vez que podía, y él es un poco la inspiración de todo eso.

-¿Hiciste el resto de las historias alrededor del tronco de Melingo?

-Yo tenía medio escritas las otras dos historias, y cuando pensé en Melingo había un costado lúdico de pensar “estoy imaginándome dirigir a esta persona a la que no voy a conocer nunca”.

-Es curioso lo que decís, porque pareciera que en la película los personajes estuvieran construidos a partir del actor que los interpreta, y no como si hubieran sido pensados antes y buscados en un proceso de casting.

-Está bueno que hubiera cosas de ellos que se incorporaran al guion. Por ejemplo, una noche estábamos en casa tomando unos vinos y no encontrábamos el sacacorchos, y Roberto agarró un almohadón y empezó a dar la botella contra la pared y dijimos “esto va seguro para la película”. Pero también estoy totalmente en contra del casting. Eso de someter a un actor 30 minutos zapateando, intentando mostrarse dramático, cómico y lo que sea y que vos digas “me gusta, no me gusta”, me parece una tinellización de corte Bailando por un sueño. Puedo entender eso si estás buscando un coreano albino que juegue al bowling, pero cuando tenés personajes más o menos arquetípicos, frente a los que podés ir al teatro o ir al cine y ver películas, no sé, el casting me parece algo muy perverso.

-¿El conejo llamado Oliver era algo que tenías armado desde antes?

-El conejo surgió de una historia que me contó Roberto, de un mago de fiestas infantiles al que haciendo un truco se le murió la paloma. Le pegó un varillazo como parte del truco y se lo dio mal sin querer, y el tipo tuvo que seguir con la paloma muerta. Roberto, además, me contaba que el mago quedó quebrado: con toda esa cosa de entrenar a la paloma, generás un vínculo con el bicho. Entonces queríamos agarrar esa cosa pero no quedar tan arriba con lo del humor negro y buscar que el tipo tuviera una relación con un animal que se necesite.

-También está Julio Toyos. Es interesante porque en la película Toyos está siendo Toyos y nada más que de Toyos.

-Bueno, Toyos era con el único que no tenía un texto firme. Julio tenía carta blanca y decía cosas que eran imposibles de escribir. Hay una escena que no quedó en la película en la que le dijimos: “Julio, decí que van a ser las 12 y nos juntamos a festejar y hagamos una cuenta regresiva”, y agarra y de la nada dice: “Cuando se junten las manecillas del reloj en el cenit” y nos cagamos de la risa diciendo “de dónde sacó eso este tipo”. Es una persona que viene toda la vida trabajando con las palabras. Es un personaje que es él y que no necesitó composición ni nada. Nos pasó, igual, de pasar la película en Zúrich y que viniera un alemán y dijera “qué bueno que es el presidente del club, me hace acordar a uno de mi pueblo”, y claro, el tipo lo vio despojado de lo que para nosotros es el poeta Julio Toyos. Lo lindo de pasar la película afuera es eso: cualquier preconcepto favorable o negativo de los actores se pierde.

-¿Cómo fue que dieron con la colaboración de Tom Waits?

-Fue otro golpe de fortuna. Estábamos editando y cuando había momentos musicales poníamos música de referencia, y con Bruno Boselli y Gastón Otero, que fueron los que hicieron la música de Anina, ellos la escuchaban y te decían “esto está buenísimo, dejalo ahí” o “¿por qué no probás con esto?”. No eran cosas estancas de “ta, probá esto”, sino de generar un espacio musical de ir viendo. Cuando vino lo de Tom Waits quedó la duda de pensar que si bien sonoramente capaz que podíamos hacer una melodía similar, la expresividad de la voz de Tom Waits es imposible. Entonces dijimos “vamos a tirarnos un lance” y agarramos un disco de Tom Waits que tenía el contacto del manager del tipo y le escribimos en plan “ta, soy pobre, pero me interesa esto” (que es la mejor forma de negociar), y le mandamos al loco el mail y nos hizo contacto con un argentino que hace el contacto de ese catálogo. El tipo nos tiró un precio muy acorde a lo que podíamos pagar, pero dijo que quería que Tom Waits la viera y ta, era muy gracioso eso de estar hablando y decir “che, ¿al final ya sacaste el render para Tom Waits?”. Se lo mandamos y le pusimos un cartel que decía “Happy New Year, Tom” al final de la película y el manager después nos llamó y nos dijo que el tipo aprobaba, y ahí la metimos.

-Es interesante en la película, aunque yo diría que en el cine de Raindogs en general, ningún personaje es en sí malo, todos más o menos están tratando de hacer lo mejor que pueden.

-Eso es buscado. Es un intento de correrse de un lugar común muy fácil, que es el del cine cínico. Eso de que los personajes son todos sórdidos, que traman algo horrible y hacen maldades. Ojo, veo Breaking Bad y me encanta, pero me gusta más esa cosa de Kaurismäki, de que si un tipo tiene que bancarse agarrarse a las piñas con cuatro para hacer algo bien, lo hace, se la banca y le rompen la cara, pero los tipos tienen una moral con la que van hasta el final siempre.

-Por más que no tenga en sí pretensiones de ser una película gigantesca, hay algo extraño en Una noche sin luna, que es un tono emocional, más tirado a lo sentimental, que va a contrapelo de la mayoría del cine nacional.

-Sí. Ahí no sé mucho, pero hay un tema puntual, que es que para mí la película tiene el pequeño logro de hablar de algo que no se suele hablar en el cine, que es la ternura masculina. Si uno tuviera un videoclub no habría mucho en esa góndola. Todos los personajes están oxidados, tienen una polenta testosterónica, pero están medio quebrados, buscando el amor que les hace falta.

-La mayoría de las películas de Raindogs se retrotraen a un tiempo lejano pero difuso. ¿Por qué se toma este camino?

-Yo creo que hay un espacio más de construcción. Con ésta es en un ahora difuso y también periférico. Marcel tiene un taxi nuevo, con GPS, pero todo su entorno es más viejo, más oxidado. Me interesaba eso de una ciudad engalanada para esa noche, y jugar con esa contradicción entre lo festivo y lo decadente. Pero sí, a mí me gusta un poco ese espacio de lo más viejo, también un poco en respuesta a lo horrible que me parece todo esto nuevo.

-¿Sos un tipo anclado en el pasado?

-Sí, sí… me gustaría ser viejo, como lo contrario a Peter Pan. Quiero ser viejo ya, poder putear “pendejos de mierda”. Siempre fui viejo.

-¿Qué opinás de la nueva camada de directores? Es un tema candente, en tanto comenzó a aparecer un cine de género que entra en disputa.

-Creo que cualquier cosa que nazca como respuesta a otra cosa nace medio mal, no nace genuinamente. Después pasa que la visión de “no, el cine uruguayo es aburrido, necesitamos hacer cine entretenido,” o no sé qué, me parece medio desa- certada. Hay películas que pueden etiquetarse como entretenidas a las que no va a ver absolutamente nadie y hay películas aburridas a las que van 30.000 personas. Entonces, apropiarse de eso de “nosotros lo que hacemos es popular” en contradicción con los otros es una cosa maniquea y muy torpe, porque los números te muestran otra cosa. No quiero hablar de películas puntuales, pero vos decís “éstos que se jactan de lo popular”, ves las hojas y sus números y te rompen los ojos. Para mí lo más justo es dividir el cine en dos carriles -adentro de cada carril puede haber películas buenas y malas-, pero para mí hay un cine honesto y uno deshonesto. El honesto sale del deseo de contar una historia y el deshonesto sale de una especulación de si un tema o formato puede ser de interés y hacerlo así. En el cine honesto hay un montón de cosas que pueden ser hermosas o porquerías, y en el cine deshonesto pasa lo mismo.

-Te lo preguntaba, más que nada, por las peleas que suscitaron los últimos premios del ICAU.

-Igual, el contador Damiani diría que es una tormenta en un vaso de agua, porque se considera debate lo que escriben tres en Facebook. Para mí el debate es otro, que es que desde 2008 hay una misma plata para hacer películas. El año pasado en todo un año se filmó una sola película. Es una situación catastrófica, de emergencia del cine nacional, y este debate se suscitó alrededor de un específico premio de corto… yo digo “no, tiene que haber diez premios de cortos y no tres, en relación al ratio de la gente que se presente” y muchas cosas más. Tenés más probabilidades de agarrarte una enfermedad que lleve tu nombre que un premio del FONA. Está salado. Me parece una visión muy mezquina y ombliguista, eso de “yo, como no gané con este proyectito, me quemo con todos éstos”. Yo diría “mirá el bosque, se está prendiendo fuego y vos estás preocupado por eso”.

-¿Cuál creés que es la pregunta que deberíamos hacernos ahora?

-Yo creo que hay un tema que es la apropiación. Lograr que el público se apropie del cine, que lo sienta como un orgullo, como pasa con el ballet. Hay como una profecía autocumplida de eso de decir “el cine uruguayo es esto, o es esto otro”. Pasan las películas en el 12 y el rating es impresionante. El cuarto de Leo en Youtube tiene como 360.000 visitas, está entera. Anina se pasaba en el interior e iba un montón de gente. Maracaná se pasó para 12.000 personas. Hay una frase que dice “un país sin documentales es como una familia sin fotos”, y el documental uruguayo tiene cosas formidables, historias impresionantes. Pero falta ese empujoncito entre nosotros, el público y el gobierno. En un momento el vino uruguayo era considerado una porquería, algo para cortar con Sprite y tomarlo en los tambores. A partir de un momento empezó eso de “acá hacemos buen vino” y ahora te dicen “vino uruguayo” y te suena a algo de calidad. Creo que tenemos que revalorizar nuestra actividad, sobre todo las buenas películas, que son como tesoritos que tenemos. Yo hace poco vi El casamiento [Aldo Garay, 2011] y es una joyita. Podés tener un montón de prejuicios sobre el travestismo, pero esa película, que es sobre el amor, te los tira todos abajo. Si vos pudieras pasar esas películas en las escuelas, ya está, te ahorrás un montón de explicaciones morales, porque la película respira un montón de sabiduría sobre el amor.

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