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Locura de verano, de Anton Chéjov. Dirección de Jorge Curi. Con Pelusa Vidal, Rosario Martínez, Sara de los Santos, Carlos Frasca, Diego Rovira, Walter Etchandy, Pablo Isasmendi y Manuel Caraballo. Teatro Victoria. Viernes y sábado a las 21.00, domingo a las 19.00.

Contrariedades de la vida

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Locura de verano, de Anton Chéjov. Dirección de Jorge Curi. Con Pelusa Vidal, Rosario Martínez, Sara de los Santos, Carlos Frasca, Diego Rovira, Walter Etchandy, Pablo Isasmendi y Manuel Caraballo. Teatro Victoria. Viernes y sábado a las 21.00, domingo a las 19.00.

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“Después de nosotros la gente volará en globo, cambiará el estilo de las chaquetas, tal vez descubra un sexto sentido y lo desarrolle; pero la vida seguirá siendo la misma, una vida difícil, llena de misterios y felicidad. Y dentro de mil años el hombre suspirará como suspira ahora. Y pensará que es duro vivir, y al mismo tiempo, exactamente igual que ahora, temerá a la muerte y no querrá morir”, decía el barón Tuzenbach en Tres hermanas, de Anton Chéjov. Ya ha pasado más de un siglo, y todos seguimos temiendo a la vejez, a la muerte y a esos años que pasan y que siempre encuentran un sitio para entrar y quedarse, como decía el príncipe Orsini.

Jorge Curi, el legendario director que escribió junto con Mercedes Rein El herrero y la muerte, en 1981, volvió de un breve alejamiento de las tablas con Locura de verano, una obra en la que se entrecruzan tres relatos breves de Chéjov: Un trágico a pesar suyo, El oso y El pedido de mano. Como fiel testigo de su época, el dramaturgo ruso retrata la imposibilidad del hombre moderno de concretar sus deseos y de soportar la desidia y el sinsentido. En diálogo con la realidad social que vivía Rusia en aquel momento, Chéjov creó personajes insertos en una agonizante aristocracia que aún sobrevivía en medio de las fluctuaciones de un país que se encaminaba a la revolución.

En estos tres textos -al igual que en toda su obra dramática-, el autor de El jardín de los cerezos alterna humor y sarcasmo al retratar una escena de un día cualquiera: la acción es mínima y se desarrolla en diálogos cotidianos, aparentemente insignificantes, pero que contienen un gran poder de síntesis y evocación. De este modo, el autor parte de una situación que predice un cambio del sistema y de un estrato social que se desintegra, mediante una serie de personajes que se disponen a ignorar sus propias y patéticas contradicciones. Así, en El oso hay una viuda que, rigurosa, lleva su luto y sobrevive en el encierro de su casa, con una empleada que le sirve al pie de la letra, hasta que un día llega un inesperado cobrador que altera su vida. El pedido de mano es más bien un sainete ruso en clave de clown, en el que un latifundista hipocondríaco se decide a pedir la mano de su vecina. Por último, en Un trágico a pesar suyo un hombre decide buscar a su mejor amigo para que lo ayude en un asunto urgente, que no parece ser otra cosa que conseguir un arma para suicidarse.

La escenografía (de Osvaldo Reyno) de Locura de verano posibilita un cómodo tránsito de un relato a otro, así como el desarrollo de cada una de las historias. El problema de la pieza es el cuerpo de actores que, más allá de lo grotesco a lo que puedan apelar, llevan a un extremo la sobreactuación de cada papel, cada parlamento y cada contraescena, parodiando no sólo a Chéjov sino también su propia actuación. En este sentido, la puesta en escena es aparatosa: se enfatiza cada uno de los diálogos, las gestualidades y los desplazamientos, con lo que se vuelve monótono tanto el recurso como la puesta.

Una vez terminada la obra, lo que permanece son los textos de Chéjov y su empeño en retratar un derrumbe personal que va mucho más allá de lo económico y que abarca la desdicha de los conflictos internos, de la capacidad de amar y odiar al mismo tiempo. En una escena de Tío Vania, un personaje se desmaya y otro, rápido, pide un vaso de agua. Pero cuando se lo dan no se lo alcanza al desmayado, sino que se lo toma él, con toda la naturalidad del mundo. En ese detalle está la esencia de Chéjov, el hombre que sentenció que “la literatura tiene de bueno que uno se puede pasar con la pluma en la mano días enteros, sin advertir cómo pasan las horas y, al mismo tiempo, sintiendo algo que se parece a la vida”.

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