En los últimos años el cine de comedias sobre conflictos regionales se ha erigido como una de las mayores atracciones del público. Muestra de ello ofrecen la ultrataquillera Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?, que tomaba el complicado ida y vuelta de prejuicios entre un francés degaullista y sus tres yernos de origen árabe, judío y asiático, que no tardó en convertirse en la película más taquillera de la historia de Francia, pero también la italiana Bienvenidos al norte y Bienvenidos al sur, que cubría las diferencias entre las diferentes zonas de Italia.
El caso de Ocho apellidos vascos es prácticamente el mismo (en lo formal parecería seguir casi un modelo de fábrica), pero tiene una particularidad que la diferencia, en tanto lo que queda de fondo no es la relación entre los pobladores de una nación y los inmigrantes, ni tampoco el mero vínculo entre una provincia y otra, sino el asunto de fondo de un país quebrantado entre sus múltiples impulsos independentistas. En el caso concreto de Ocho apellidos vascos, Emilio Martínez Lázaro trae la historia de Rafa (Dani Rovira), un sevillano que tras un comienzo accidentado se enamora de Maia (Clara Lago), una vasca seca y malhumorada, y, siguiendo su romanticismo andaluz, se propone ir a sus pagos para conquistarla. El tema de la batalla de los sexos sirve de pantalla del conflicto entre las dos regiones, en el que aquello de lo que cada pueblo se jacta vuelve como un búmeran para ser atacado por el otro: el andaluz se precia de lo libre, descontracturado y pasional que es, mientras que la vasca lo critica por lo mismo, pero sólo en su sombra negativa (sobre todo, en base al común prejuicio de que aquel pueblo es vago); a su vez, la vasca es criticada por lo cortante, práctica e independiente que es, pero ella misma encarna la clásica defensa de que si no fuera por lo trabajador que es su pueblo, toda España se iría en picada. Es así que rápidamente vemos un poco el truco bajo las mangas del mago y lo que parecería más evidentemente expuesto es la conquista de un espíritu romántico, pro español, intentando domar el ánimo arisco e independentista vasco. La película puede engañar en su cobertura liviana, pero es evidentemente un producto oficialista, en tiempos en que la crisis económica y social fomenta estos nacionalismos rupturistas.
Se menciona a las mangas del mago justamente porque todo el film, cada escena, cada fotograma, está sólo dispuesto para dar rienda suelta a esta dialéctica de estereotipos. Prácticamente todo lo que dice o hace un personaje tiene como objetivo ser el pie de una nueva cristalización del conflicto regional, algo que sucedía de manera casi idéntica en la economía narrativa de Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?
En este punto, la película no sólo parece demasiado sujeta a esta estructura, sino que también se puebla de deus ex machinas para poder seguir haciendo andar al film. Incluso apelando a la suspensión de credibilidad, las situaciones que se van dando sólo parecen tener sentido en la cabeza del director, del que en su dirección de actores vemos personajes que cambian de tono y comportamiento como si fuesen parte de una especie de bizarro collage costumbrista. Específicamente, la trama que se desarrolla en la segunda mitad del film (que consiste en la conocidísima historia de una pareja de desconocidos que quiere hacer creer al padre que son pareja) está armada en base a una serie de rodeos y desencuentros que se rodean de incongruencias (por ejemplo, planificar un casamiento de un día a otro y traer gente de distintas partes de España, como si aquello fuese posible).
A su vez, la reducción de los vascos a tipos con flequillo y look de fanático de Kortatu es, cuando menos, problemática. La escena de la participación de Rafa como líder improvisado del movimiento independentista vasco que, cuando le piden que haga sus proclamas en euskera, sale de paso diciendo que lo mejor es hacer las proclamas en español, para que pueda entenderlas el resto de España, también es un momento esencialmente ideológico del film, por más que traten de hacernos pasar el producto por su cobertura cómica. En definitiva, sobran elementos para criticar a Ocho apellidos vascos (muchos que se pueden centrar en lo concreto del film), pero fundamentalmente parecemos encontrarnos con un producto bastante extendido del nuevo milenio, marcado por los nacionalismos y, a su vez, por el crecimiento de la corrección política: esto es, la autoconciencia y desmontaje del estereotipo como una herramienta de hacer política cubriendo las huellas de sus pasos, como el zorro con su cola en la nieve.