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Dos disparos. Dirigida por Martín Rejtman. Con Rafael Federman, Benjamín Coelho, Susana Pampín. Argentina/Chile/Alemania/ Holanda, 2014.

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Mariano, un muchacho de unos 17 años, baila en una discoteca. Llega a casa de mañana, se zambulle en la piscina, se pone a cortar el pasto, pero la cortadora se atasca. Buscando una herramienta para arreglarla, se encuentra con un revólver. Sube a la habitación y se pega dos tiros. Tremendo inicio.

¿Qué continuación espera uno? Podría ser una continuación a lo Alejandro G. Iñárritu, que exploraría el dolor extremo de la mamá o la novia. O podría ser una continuación a lo Hollywood, en la que el asunto sería descubrir el porqué del suicidio, que podría involucrar algún secreto de gente poderosa, episodios de suspenso y un final moralizante. Pero no, nada de eso. Saltamos a la semana siguiente: el muchacho vuelve a casa luego de una semana en el hospital. Se recuperó muy bien, salvo por el hecho de que, increíblemente, una de las balas quedó dentro de su cuerpo, sin que los médicos hayan logrado ubicarla. Lo único que le dice Mariano a su psicólogo es que se pegó los tiros porque “hacía calor”. El doctor le receta antidepresivos, pero a él le parece inútil, porque no se siente deprimido.

Esa misma falta de propósito ocupa la totalidad de la película. Muy a lo Robert Bresson, los actores dicen sus parlamentos con una expresión mínima o inexistente. Y sus reacciones siempre parecen atenuadas, asordinadas, frente a las cosas que ocurren o se hablan. En la vida cotidiana es común que uno practique cierta cuota de exageración social, para garantizar a los demás que recibió el mensaje y que los demás comprendan nuestra posición ante él: entonces uno recibe un regalo y, lo haya disfrutado o no, pone alguna cara para insinuar que le gustó o que está agradecido. Pero no en esta película: aquí la gente queda quieta mirando hacia adelante, a menos que tenga algo muy específico para decir. Por ejemplo, Mariano toca en un conjunto de música antigua, y contacta a una posible nueva integrante. En el primer ensayo de ésta, de pronto Mariano le pregunta (delante de todo el grupo): “No entiendo por qué me mandaste una foto en la que estabas desnuda”. Ella contesta: “Era la única que tenía”. Y él: “Nadie te pidió foto”. Otra integrante del conjunto: “¿Le damos a la Sonata en la menor de Händel, les parece bien?”. Y la cosa queda por ésa: el asunto no se vuelve a tocar nunca más y no tiene consecuencia alguna.

La bala depositada en el cuerpo de Mariano provocó dos cosas: una es que él no puede pasar por ningún detector de metales, porque le suena; la otra es que desde entonces cada vez que él toca la flauta suenan unos armónicos extraños junto con la nota fundamental, lo que produce problemas musicales en el conjunto. Además -sin que quede claro si hay una conexión causal-, la noche de los disparos el perro de la casa desapareció. Nada más que eso. La película va siguiendo entonces eventos más o menos intrascendentes. Y a veces se va por las ramas: el hermano de Mariano conoce a una muchacha; seguimos a la muchacha, que resulta que tiene un novio, y seguimos al novio. Luego abandonamos al novio, a la muchacha y al hermano, y volvemos a Mariano. Pero la historia se deriva a las vacaciones de la madre de Mariano junto con la profesora de flauta y una mujer más a la que recién conocimos, y de pronto acompañamos por un rato a esa mujer de cuya existencia Mariano ni siquiera sabe. En algún momento la película se acaba, en un punto totalmente arbitrario.

Es difícil hacer una película narrativa que sea tan legítimamente extraña como ésta. Y es difícil encontrar la manera de vincularse con ella, o elegir entre varias alternativas. Se la puede ver como tremenda comedia medio friqui, en la que cada detalle, debido al extrañamiento de los diálogos y las actuaciones, se proyecta en su dimensión absurda: la manera ordenada en que el grupo se dedica a sus ejecuciones poco vitales de música renacentista y barroca afeadas por los pitidos de la flauta de Mariano, la pareja que hace como dos años que se está separando, el hombre que recita todas las bebidas que encontró en el supermercado del balneario, las pulgas que sólo afectan a una de las tres personas que están en la habitación. También puede hacer reír la irreverencia ante las reglas de la narrativa clásica o del “cine bien hecho”.

Por otro lado, se puede apreciar un comentario ideológico a la manera del realismo fantástico: la forma en que las personas (todos burgueses de razonable condición económica) desfilan por la existencia como si fueran zombis, con indiferencia unos con respecto a los otros, haciendo cosas no se sabe bien para qué.

Por otro lado más, uno puede conectarse en un modo medio zen y sencillamente acompañar el rumbo errático de la narrativa. Con la excepción de los disparos del inicio, todo lo que ocurre es relativamente insignificante con respecto a lo que suelen ser los contenidos de las narrativas convencionales; pero, si nos desconectamos de ese tipo de narrativas, podemos percatarnos de que se trata de cosas que en la vida cotidiana pueden mantener nuestro interés por varios días al hilo: el hobby artístico, qué hacer para comer, qué hacer en las vacaciones, broncearse en la azotea del edificio, preparar una fiesta de cumpleaños. Si uno logra extirpar sus expectativas sensacionalistas, puede ser un goce seguir ese hilo anecdótico sencillo aunque entreverado, un goce acentuado justamente por su falta de propósito claro, de moral explícita, de intención palpable de cautivar o de chocar o de suscitar admiración: nada, sólo el fluir de los eventos. Superpuesta a estos elementos está la dimensión formal, que también se puede apreciar: esos encuadres a lo Yasujiro Ozu -muchas veces reencuadrados por los límites de pasillos o puertas-, los contraplanos en el eje (también a lo Ozu), la “visibilidad” de los cortes, lo parcialmente arbitrario y redundante de la subnarración en voz over, la preciosa iluminación -sobre todo de las imágenes matinales en el cuarto de Susana-. Se puede disfrutar con lo refrescante de la mera diferencia de esa narración con la mayoría de las películas que ofrece la cartelera (las de los cines de los shoppings o las de los cines más elegantes con programas más “artísticos”; esta película es ajena a ambos tipos).

Por referirme a dos hitos del cine argentino reciente, éstas no son “historias extraordinarias” ni tampoco “historias mínimas”, sino que son como una tercera vía, frente a la cual la dimensión cuantitativa pierde sentido. El plano inicial en la discoteca podría ser una cita de Los paranoicos (2008), de Gabriel Medina; y si fuera así, es todo un manifiesto por el “nuevo cine argentino”, del que Rejtman es uno de los principales y pioneros exponentes. Sus películas anteriores fueron una importante influencia en el cine uruguayo del inicio de este siglo, sobre todo el de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Frente a ellos, sin embargo, representa una versión más radical: quizá más dura de entrarle, pero más removedora.

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