10) Courtney Barnett. Sometimes I Sit and Think, and Sometimes I Just Sit. Una de las niñas mimadas del indie actual, en la superficie Courtney Barnett no parece demasiado diferente de un montón de intérpretes irónicas y ligeramente autolesivas que curten una imaginería slacker (algo así como “holgazana”) para hacer temas hilarantes, pero de a poco uno va descubriendo ciertos destellos de ingenio en sus letras, que la muestran como una gran contadora de historias. Con un estilo narrativo en su manera de cantar, junto a un uso mucho más sofisticado que el aparente en cuanto al juego con la sonoridad de las palabras, esta australiana llega a sus picos más altos en “Depreston”, una canción sobre una pareja que busca una casa nueva, que guarda, dentro de la sencillez de la historia contada en presente, un mundo entero de cosas no dichas. Una canción que perfectamente podría haber formado parte de la obra de las mejores plumas del minimalismo estadounidense, como Raymond Carver, Amy Hempel o Tillie Olsen.
9) Kamasi Washington, The Epic. El título lo dice todo: el disco triple de Kamasi Washington es una obra jazzística monumental, que incorpora elementos del free jazz y el hardbop, resucitando aquellos gargantuescos proyectos del jazz en la época en que John Coltrane fue más novedoso, como si se tratara de una versión actualizada de Ascension. Más allá del carácter gigantesco e inescrutable del álbum, The Epic supo contener una extraña cuota de contemporaneidad (cabe apuntar que Kamasi es uno de los responsables de las bases de vientos detrás del disco de Kendrick Lamar, el álbum de rap más celebrado del año y que tiene chances de ser también el de la década). Un trabajo imprevisto en su espíritu, polizonte de otra década en la que las cosas se hacían de una manera distinta y el mundo que quedaba por delante parecía otro.
8) Björk, Vulnicura. Los discos de Björk siempre fueron emocionales, pero no necesariamente personales. Incluso en sus trabajos más sentidos, los registros de las emociones expresadas por la islandesa siempre se percibieron más como la interpretación de las pulsaciones de una estrella distante (a la manera de los espectros generados por el planeta Solaris, en la homónima obra de Andréi Tarkovski) que como algo escrito por una persona de carne y hueso. Esa imagen de una Björk alienígena también se complementaba con un lugar -bien ganado- en el arte contemporáneo, que la acercaba más a la curaduría del Museo de Arte Moderno de Nueva York que al sitio de contacto entre autor y oyente que supo tener a principios de los años 90. El fin de la pareja que formó con el videoensayista Matthew Barney, luego de 13 años de convivencia, parece haber sacudido esta particular estasis, y de golpe nos encontramos con un álbum de separación, en la tradición más clásica de The Boatman’s Call, de Nick Cave, o Rumours, de Fleetwood Mac. Obviamente, aunque estén presentes los procesos gobernados por el despecho, la tristeza y la reconstrucción de cualquier duelo, que se trate de Björk determina un resultado completamente distinto de la mayoría de lo que podíamos esperar: los primeros seis temas van acompañados con fechas del proceso de separación y abarcan los meses previos y posteriores a la ruptura. El tono es dolorosísimo, pero al mismo tiempo hay una extraña cualidad de registro, algo que se percibe en la canción “History of Touches”, en la que la artista dice que los archivos de cada una de las veces que ella y su pareja se tocaron o cogieron se hacen presentes al mismo tiempo, comprimidos en un mismo segundo. “Black Lake” no podría resumir mejor el fin de un proceso de duelo: “Soy un brillante y resplandeciente cohete / volviendo a casa / mientras entro a la atmósfera. / Me quemo capa por capa”. Lo que queda -de Björk y de cualquiera que pase por ese tipo de proceso- termina siendo esta pequeña cápsula, lo que pudo salvarse de las sucesivas descomposiciones ardientes.
7) Chris Stapleton, Traveller. Desde el declive de los años 70 hubo una especie de grieta entre el country y la música pop de Estados Unidos. Aquél puede llegar a producir ventas masivas de discos y un elenco de estrellas propio que rivaliza con los números de muchísimos ídolos pop, pero en general son dos mundos que suelen mirarse achinando los ojos, desde charts separados como las órbitas de dos planetas. En la última década, el country ha gozado de una especie de regreso, introducido entre las huestes indies por medio de la reformulación de músicos alt-folk que comenzaron a dejarse permear por un estilo más clásico, y, por otro lado, la propia música country comenzó a nutrirse de la estética y el sonido de muchas producciones pop (desde cantantes como Taylor Swift, catapultadas al pop luego de una formación sureña, al terrajísimo fenómeno del bro-country). En toda esa maraña, Chris Stapleton, aun habiéndole escrito temas a Adele, parece un hombre fuera de tiempo con su sombrero de vaquero y su correa de guitarra hecha de cuero de víbora, y que presenta en su álbum debut, Traveller, una sucesión infalible de temas de la más pura cepa del country blues. Es un disco compuesto con una mezcla de honestidad y tradicionalismo que lo hace parecer salido de una pequeña rendija de los 70. Con un megaéxito como la gran metáfora alcohólico-amorosa de “Tennessee Whiskey” (que lo lanzó a la fama después de que la tocara a dúo en la ceremonia de entrega de los Country Music Awards con el cada vez más versátil Justin Timberlake), Stapleton se consolidó como una de las voces más virtuosas que haya dado la música en los últimos años, un tipo que toca un montón de canciones que escuchaste mil veces (sobre mujeres, alcohol, redención, familia y más alcohol), sólo que, casi invariablemente, un poco mejor que todo lo que hayas escuchado.
6) Destroyer, Poison Season. Dan Bejar -el hombre detrás de Destroyer- se ha convertido en uno de los más finos cantautores de la actualidad, alguien que ha ido convirtiendo a su obra en un intrincado sistema de conexiones y puertas secretas entre un disco y otro, sin hacer que esa multirreferencialidad haga perder un ápice del poder evocativo de sus imágenes y su atractivo gancho pop (el mismo que explota en su máximo esplendor como participante en el colectivo The New Pornographers). En Poison Season se aleja de las bases electrónicas y del rock lleno de saxofones eróticos y noventeros rhythm & blues de su anterior álbum, Kaputt (2011), para tomar el tono explosivo del Born To Run de Bruce Springsteen, o la tradición de David Bowie, que parecía por largo tiempo abandonada. Un disco emocionante y explosivo de un músico que había ido optando cada vez más por composiciones más introspectivas y relajadas.
5) Julia Holter, Have You in My Wilderness. Es difícil calcular la importancia que tuvo Kate Bush en las compositoras femeninas de la actualidad. El medidor se dispararía en intérpretes tan disímiles como Grouper, Lykke Li y Grimes. Julia Holter parece tomar la línea más clásica y barroca de Bush, confeccionando un chamber pop (pop de cámara) finísimo y minucioso, que toma prestado tanto de la música impresionista francesa del siglo XVII como de las composiciones etéreas de Cocteau Twins. Escuchar los arreglos de cada canción de Holter (por ejemplo, la curiosa pero perfecta manera en que se cierran los versos en “Feel You”) es un placer delicado. Hay una forma superlativa de hacer pop que devuelve a la madera, la cuerda y el acero lo que había sido tomado, cada vez más, por las bases electrónicas. Un disco que lo hace a uno darse cuenta de cuántas veces utilizó la palabra “bello” a la marchanta.
4) Sleaford Mods, Key Markets. Luego del magistral salto a la fama de Future Islands tras una -ya mítica- interpretación en vivo de “Seasons” en el Late Night Show de David Letterman, 2015 aguardaba por cuál iba a ser la actuación más controvertida o comentada del año. Podrían citarse varias contendientes, pero ninguna generó tantas sensaciones encontradas como la de Slea- ford Mods en el show de Jools Holland. Aquella presentación del dúo británico consistió en Jason Williamson vociferando una sarta de quejas mientras el programador de la base electrónica simplemente apretaba play y se quedaba allí parado moviendo sobre todo la cabeza, con una mano en el bolsillo y la otra agarrando un vaso de cerveza. La tosquedad del cantante y la displicencia del programador causaron una confrontación entre los que consideraron la interpretación del tema una genialidad y quienes la tomaron como un hecho de dudosísima calidad. Bastó Key Markets para percibir que lo que se había visto en el show era sólo la punta de un iceberg negro. Se trata de un disco que, más que un álbum, por momentos parece ser la grabación de un loco que entró a un bar, se paró sobre un banco y empezó a lanzar puteadas y proclamas con un altoparlante. Más allá de su precariedad, al revisar las letras paranoicas de Williamson es imposible no descubrir una sucesión de lucideces duras como piedras, una belleza extrañamente poética detrás de aquel pospunk reducido a lo más minimalista posible y conjugado con una dicción británica que vuelve cada palabra más afilada y espinosa. Desde Mark E Smith, de The Fall, nadie había sonado tan enojado detrás de un micrófono.
3) The Weeknd, Beauty behind the Madness. Desde que el rock menguó como fuerza civilizadora mundial, el hip hop y el rhythm & blues fueron comprando parcelas en las áreas más oscuras e inhóspitas del mapa. En menos de una década, el rap se fue volviendo cada vez más malicioso y retorcido, alejándose de la celebración violenta o hedonista de lo gangsta para mudarse a escenarios cada vez más pesadillescos, abstractos y confesionales (con Tyler, The Creator y su colectivo entre los más floridos y mala leche de la vuelta), a la vez que el rhythm & blues fue desplazándose a un terreno de sensualidad fría y reptante, optando cada vez más por la electrónica en tempos lentísimos, como en los discos de Kelala y FKA Twigs. The Weeknd es, en cierto modo, el área de intersección de todo lo antedicho, con una producción sensualísima y sórdida que por momentos se siente como lo que estaría haciendo Marvin Gaye ahora. Formado en partes casi equivalentes por drogas y sexo, si algo queda claro en la discografía de The Weeknd es que Abel Makkonen Tesfaye no es un buen tipo. Uno lo escucha y suena a esa gente que parece escudarse tras el “con aviso no hay engaño”, sólo que haciendo de la advertencia parte del plan de seducción, un tipo que en “Earned It” hace resonar en el reconocimiento amoroso de “voy a cuidar de vos” y “te lo ganaste” un juego de poderes bastante oscuro y explotador. Con una seguidilla de hits magistrales como la jacksoniana oda a la merca de “Can’t Feel My Face”, o “Call Your Friends”, en 2015 ningún disco se sintió tan bien -y tan mal- como Beauty behind the Madness.
2) Elza Soares, A Mulher do Fim do Mundo. Elza Soares tiene 78 años y una extensísima carrera en la música brasileña, atravesada por excesos, relaciones (entre ellas, fue pareja del futbolista Garrincha) y períodos de gloria y ostracismo; a su edad cualquiera podría esperar un cómodo y merecido retiro, pero en el primer e impactante tema de A Mulher do Fim do Mundo se la escucha decir, con la voz partiéndose en mil pedazos: “Eu vou cantar, me deixem cantar até o fim” (voy a cantar, déjenme cantar hasta el final). Lo que predomina en su último álbum es eso, una voluntad de cantar hasta un fin que parece conjugar el ocaso de la misma Soares con un apocalipsis imaginado del país norteño, una especie de repaso deformado, mutante y hermafrodita de más de 60 años de música brasileña. Con la participación de un montón de músicos jóvenes de la escena del rock paulista, como Guillermo Kastrup, Kiko Dinucci o Rômulo Fróes, A Mulher do Fim do Mundo es una extrañísima licuadora de géneros que saltan del samba al rap y del rap al afro-beat y del afro-beat a la electrónica, en la mejor tradición antropofágica brasileña, por momentos sonando como lo que pasaría si en la actualidad se pudiera fusionar a Cartola y Tom Zé en una misma persona. Pero lo que atraviesa todo es la voz de Elza, esa que al final de la tercera canción grita una y otra vez: “Pra fuder” (a la mierda), una voz que por momentos rivaliza, en su expresión, con el berrido de Screamin’ Jay Hawkins. Una mujer con más rock que todas las bandas sub 30 juntas.
1) Kendrick Lamar, To Pimp a Butterfly. Es difícil encontrar en los últimos 20 años un álbum tan unánimemente vitoreado por la crítica del hemisferio norte (la coincidencia entre las nominaciones a los premios Grammy y la lista de fin de año de la revista Pitchfork parece resultado de una inusitada alineación de astros) y a la vez haya generado un impacto de ventas y difusión de tal magnitud. To Pimp a Butterfly es un evento, no un simulacro. Un acontecimiento que, por un momento, pateó el tablero, las reglas de lo que la cultura popular puede permitirse consumir, así como un disco/artefacto capaz de generar un extraño efecto ideológico en una escena musical que se había dejado enceguecer por el brillo del bling-bling (las joyas ostentosas de ciertos raperos). Y es que 2015 fue un año particularmente difícil para ser negro en Estados Unidos. Entre las quemas de iglesias, los tiroteos y las cascadas de denuncias de violencia policial racista, To Pimp a Butterfly ha demostrado que el rap no sólo se ha ido convirtiendo en el terreno más fértil de experimentación sonora y de producción, sino también en un espacio en el que la política dejó de tener un mero carácter de proclama o queja, para adentrarse en los complejos vericuetos de la moral interna del interlocutor (como toda la curiosa gama de grises que manejaba Kendrick en su disco Good Kid, M.A.A.D. City). Con el tiempo, To Pimp a Butterfly podrá ser atesorado como un fragmento de historia, al igual que los discos de Gil Scott-Heron o los temas más radicales de Nina Simone, una pequeña postal de aquel demente y oscurísimo 2015.