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De viaje por Europa del Este, de Gabriel García Márquez. Sudamericana, Buenos Aires, 2015. 147 páginas

El imperio en calzoncillos

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“La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”. Así comienza una serie de crónicas magníficas que Gabriel García Márquez escribió en la década del 50, mientras viajaba por los países de Europa del Este. 58 años después, la editorial Random House volvió a editar De viaje por Europa del Este, un libro que sorprende y que se vuelve no sólo testimonio de una época, sino además un relato que elogia al socialismo checoslovaco y se extraña frente al surrealismo y al absurdo de muchas situaciones, en las que, a veces, la vida diaria se vuelve un canto inverosímil.

“Yo estaba sorprendido de que el gran portón del mundo oriental estuviera guardado por adolescentes inhábiles y medio analfabetos -continúa García Márquez-. Los dos soldados se sirvieron de un plumero de palo y un tintero con tapa de corcho para copiar los datos de los pasaportes. Fue una operación laboriosa. Uno de ellos dictaba. El otro copiaba los sonidos franceses, italianos, españoles con unos rudimentarios garabatos de escuela rural. Tenía los dedos embadurnados de tinta. Todos sudábamos. Ellos a causa del esfuerzo. Nosotros a causa del esfuerzo de ellos. Nuestra paciencia soportó hasta el desdichado instante de dictar y escribir el lugar de mi nacimiento: Aracataca.”

En todos los escritos es evidente el análisis del periodista, a la vez que es innegable su oficio de escritor, sobre todo a partir del tono que elige para cada situación y las descripciones increíbles que despliega al pasar. La figura de García Márquez siempre se vinculó al compromiso político. El escritor colombiano fue socialista y a principios de los años 70 -en una entrevista- volvía a reconocer que para él el socialismo era “una posibilidad real”, e incluso consideraba que ésa era la “solución para América Latina”. Pero en estas crónicas se plantea desde un comienzo el absurdo del comunismo -junto a la visión que defendía el bloque capitalista-, y las imágenes coquetean, antes que con el realismo mágico, con la esencia de lo kafkiano, sobre todo cuando la gente parece sobrevivir en un limbo, perdida en un mundo que se le impone.

Así, se suceden escenas deslumbrantes: la Policía de Alemania Occidental no tiene la menor idea de cuáles son los trámites para viajar a la RDA, y el cónsul colombiano en Frankfurt se alarma ante esa posibilidad; en la frontera se encuentra con una burocracia infernal; en el pasaje descubre que Berlín occidental -donde todavía no se había construido el muro- no parecía una ciudad sino un laboratorio: los anuncios de los almacenes, la propaganda, el menú de los restoranes, todo estaba escrito en inglés. Este desatino alcanzaba, incluso, a los medios, y en las cinco emisoras de radio no se escuchaba una sola palabra germana. Cuando conoce la realidad oriental, García Márquez traza una admirable ironía profética: “Dentro de 50, 100 años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas”.

Los naufragios

En Alemania Oriental lo exasperan los controles y la tensión que se rastrea a nivel social, pero una de las escenas que más le impresionaron fue la de los parroquianos de un restaurante: “Yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo”. Cuando pasea por las calles descubre un drama por partida doble: nada ha sido reconstruido, los almacenes se volvieron rincones sórdidos y oscuros, las paredes todavía llevan incrustados proyectiles de la guerra, en cada esquina se puede comprobar dónde cayeron las bombas. Según el autor, el mérito de esta Berlín es que sí se corresponde con la realidad económica del país, salvo por la avenida Stalin, un mamarracho enorme que se despliega al centro y que se vuelve aplastante no sólo por su tamaño sino también por su mal gusto (desbordan las flores, los mármoles, las máscaras, las estatuas griegas falsificadas en cemento). Si Berlín occidental se había convertido en una ciudad para ricos, la avenida Stalin se había dedicado a los trabajadores, con cafés, cines, cabarets y teatros al alcance de todos, pero -y éste es uno de los mejores retratos del libro-, cada uno de estos locales es un despilfarro de cursilería increíble, en donde conviven infames sillones forrados de peluche violeta, alfombras verdes con bordes dorados, espejos y mármoles recargados.

En este tránsito constante del viaje, los mitos y clichés construidos alrededor del comunismo comienzan a desvanecerse. “Berlín occidental es una enorme agencia de propaganda capitalista. Su empuje no corresponde a la realidad económica. En cada detalle se advierte el deliberado propósito de ofrecer una apariencia de prosperidad fabulosa, de desconcertar a la Alemania Oriental, que contempla el espectáculo con la boca abierta por el ojo de la cerradura”.

El texto abarca diversas dimensiones en tono personal, exponiendo las vivencias y los comportamientos sociales. En Leipzig, ciudad universitaria a la que muchos iban a estudiar marxismo, descubre un lugar triste, con viejos tranvías atestados de gente deprimida, y en donde la mayoría está convencida de que en Alemania Oriental no hay socialismo ni dictadura del proletariado, sino un grupo comunista que impuso la misma experiencia soviética sin tener en cuenta las circunstancias del país. Pareciera que, en secreto, todos saben lo que quieren “antes de hablar de socialismo o de capitalismo: la unificación de Alemania y la evacuación de las tropas extranjeras”.

La aldea más grande del mundo

Pero todo esto se revierte cuando llega a Checoslovaquia. Lo deslumbra Praga, su naturalidad, su equilibrio. Y así, a lo largo del viaje, el autor de Cien años de soledad registra las particularidades nacionales, cómo en la realidad polaca conviven el comunismo y el catolicismo, y cómo, después de intentarlo durante años, logra ir a la URSS como jurado de un festival de cine. Allí se encuentra con una vaga percepción de que ese mundo mejor, en realidad, se podía alcanzar del otro lado, “La gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero”, dice cuando llega a Moscú. En una confrontación con una realidad que parecía guionada, García Márquez descubre que, en verdad, la Unión Soviética era un estallido kafkiano -autor prohibido por el régimen-; un realismo mágico claustrofóbico y aplastante: “Para asegurar el control absoluto de la producción centralizó la dirección de la industria en Moscú con un sistema de ministerios que a su vez estaban centralizados en su gabinete del Kremlin. Si una fábrica de Siberia necesitaba un repuesto producido por otra fábrica situada en la misma calle, tenía que hacer el pedido a Moscú a través de un laborioso engranaje burocrático. La fábrica que producía los repuestos tenía que repetir los trámites para efectuar los despachos. Algunos pedidos no llegaron jamás. La tarde en que me explicaron en Moscú en qué consistía el sistema de Stalin, yo no encontré un detalle que no tuviera un antecedente en la obra de Kafka”.

Esta reedición posibilita descubrir o volver a encontrarse con este García Márquez memorable, a partir de 11 crónicas en las que se descubre un tímido desencanto de las democracias populares. Lo lamentable del libro es que no precise las fechas de las crónicas ni el sitio para las que fueron escritas, ya que surgieron cuando el colombiano era corresponsal en París del diario El Espectador, para las que se propuso visitar Alemania, Checoslovaquia, la Unión Soviética, Polonia y Hungría, intentando comprender una realidad que muchos veían de lejos. “Yo no quería conocer una Unión Soviética peinada para recibir una visita. A los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar”, y esta máxima determina el tono y la mirada de todo el libro, manteniendo una tensión y una fuerza narrativa como si fuera una novela escrita de la mejor manera posible. De viaje por Europa del Este confirma que el autor de La hojarasca es un gran cronista, que ensaya descripciones con una precisión brutal, descubriendo realidades pobres, aparatosas, tristes, dignas.

Además de su impronta profética, éste es un texto fundamental, ya que desde la primera página hasta la última se puede rastrear y reconocer el valor instintivo de una búsqueda que se aproxima cuestionándose a sí misma. Y como las grandes obras, proyecta problemas, no los resuelve.

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