Ingresá

Los gatos y las inyecciones

3 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Ya sé que hay gatos y gatos, pero hoy me referiré a esos gatos que cuadran con la descripción de los gatos a los que me referiré. ¿Se entendió? Bien, me alegro, pero si su respuesta fue “no”, saltee esta frase y empiece a leer la siguiente. ¿Ha intentado darle una inyección a un gato? Yo sí, o al menos he intentado participar en el hecho sosteniendo al felino supuestamente doméstico, mientras manos más expertas le propinaban una dosis subcutánea de medicina occidental. No hay cosa más difícil, por no decir imposible. Pasaré a describir las dificultades, y la forma en que no se solucionan.

  1. Agarrar al gato. El gato, además de siete vidas, tiene más de cinco sentidos. No sé cuántos, pero uno de los extras es detectar cuando se acerca un veterinario o similar. Se esconde, se va por los techos, desaparece. Uno se puede adelantar y cerrar todas las puertas y ventanas de la casa antes de que el galeno toque timbre. Es inútil: cuando nos vamos a acercar al gato, éste nos mira con ojos de pánico y huye. Si nos acercamos de nuevo, empieza a vibrar y a emitir unos bufidos pavorosos. Si intentamos atraparlo, no lo lograremos, pero en el caso, teóricamente posible, de que lo agarremos, se retorcerá de tal modo que zafará de nuestra presión, no sin antes llenarnos de arañazos.

  2. Seguir intentando agarrar al gato. Si no disponemos de unos gruesos guantes de cuero (preferentemente cuero de hipopótamo o de rinoceronte), deberemos utilizar una campera o similar para intentar, vanamente, proteger nuestra integridad. Nos acercamos al gato, suponiendo que él lo permita, y en un rápido y ágil (e inútil) movimiento, lo cubrimos con la campera y, casi en la misma acción, lo tomamos fuerte del cuello (con la campera interponiéndose entre él y nosotros) y lo aguantamos los segundos necesarios para que reciba su inyección. Nada más descabellado. Los gatos no sólo tienen siete vidas y no sé cuántos sentidos extra, sino que son seres multidimensionales. Por más que lo tengamos envuelto en una frazada, totalmente imposibilitado de moverse y de dañarnos, aparecerán garras y dientes no se sabe de dónde (la única explicación posible es que se mueva a través de una cuarta dimensión) y nos taladrarán y ararán la piel hasta que lo soltemos, o peor aun: si heroicamente resistimos a sus embates, de todas formas el gato aparecerá a unos metros de nosotros y se empezará a lamer (en una muestra infinita de desprecio) sus partes pudendas como si nada hubiera pasado, mientras seguimos apretando la campera o la frazada vacía.

Finalmente logrará salir de la casa, no sabemos por dónde, y escapar nuevamente por las inaccesibles azoteas que los humanos construimos para ellos, en un acto de adoración y sumisión. Entonces el veterinario, que es pariente o amigo nuestro, dirá qué precioso gatito y sacará unas gotas de su bolso. “Dale 20 gotas de éstas mezcladas con la comida y llamame después. Esto lo va a calmar, y será todo mucho más fácil. No te preocupes que no tienen gusto ni olor, así que se comerá la comida sin sospechar nada”.

  1. Darle un tranquilizante sin que se dé cuenta. Cuando se va el viejo de la bolsa de las mascotas el gato regresa al hogar, aparentando no recordar nada de lo sucedido. Se dirige a la heladera y maúlla. No nos mira, como haría un perro; él le maúlla directamente a la heladera. Nosotros no existimos. Pensamos “¡qué bien!”, y, sacando un poco de ese chorizo asqueroso para gatos que a ellos les gusta más que cualquier otra cosa en el mundo, hacemos una bola mezclándolo con la droga que lo va a convertir en un perrito faldero por unas horas. Se la damos, el gato se acerca, la inspecciona brevemente, levanta la cola y se va. Si le hubiéramos dado un canto rodado la inspección habría durado más tiempo, porque el gato no es muy de adoptar definiciones rápidas cuando se le presenta un problema frente al que debe tomar una decisión; en este caso, si lo que le damos es comestible o no. Si es verdad que la sustancia era inodora, entonces hay que agregarle un sentido más al gato.

Nuestros amigos, al enterarse de nuestro drama, nos atomizarán con consejos asombrosamente simples, cuyo fracaso rotundo ya presenciamos una y otra vez al intentar aplicárselos a nuestro gato. Nos explican cómo agarrarlo y cosas así, insensibles a nuestras cicatrices de guerra.

Bueno, querrán saber cómo terminó la historia: al final se ve que el gato se aburrió, entró y se comió su comida envenenada, y cuando volvió el veterinario estaba en el nirvana de los gatos; se dejó agarrar, pinchar, y hasta sonrió, como diciendo “sólo estaba jugando, mire si me va a molestar una simple inyección”. No estoy seguro, pero casi podría jurar que lo escuche hacer “prrrrr”. Eso me hizo sospechar que el tal “calmante” debe ser una versión gatuna de algún tipo de droga humana ilegal, pero, por si acaso, me abstuve de preguntar..

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura