Maldita la gracia que le hace a cualquier melómano tener que escribir en el plazo de una semana escasa la necrológica de dos figuras tan talentosas, influyentes y queridas como Lemmy Kilmister y David Bowie. Pero la generación de oro del rock, la que cambió la cultura occidental para siempre e hizo de un género musical una forma de libertad y un estilo de vida, hace tiempo que ha llegado a la edad de las despedidas, y ya son muchas las figuras irrepetibles que nos han dejado en lo que va de este siglo cruel, al que ya no pertenecían.
La de Bowie fue una muerte sorpresiva y que casi parece guionada, ya que ocurrió apenas un par de días después de la edición del magnífico Blackstar, un disco que a la luz de los acontecimientos parece casi una autoelegía, algo comprensible teniendo en cuenta que fue compuesto, grabado y mezclado luego de que el músico fuera diagnosticado de cáncer hace 18 meses.
Hablar sobre su biografía y su variadísima y esencial carrera musical desborda a esta nota y es más bien redundante; fue resumida para la diaria por Ramiro Sanchiz en su extensa reseña sobre Blackstar el viernes 8, y prácticamente no hay medio que no haya glosado su historia y discografía luego de que se conociera la noticia de su muerte. Pero vale la pena tratar de dilucidar qué fue lo que hizo de Bowie un ícono y una de las mayores figuras de la historia del rock, en vez de quedarse en el simple compositor de excelentes canciones que sin duda también era.
Está claro que Bowie siempre llegó media hora después de las innovaciones del pop y el rock, para refinarlas y dignificarlas pero nunca para crearlas. A diferencia de sus héroes Lou Reed e Iggy Pop, cuya influencia musical posterior es sólo comparable con la de bandas como The Beatles y Black Sabbath, su originalidad pasaba por su personalidad y su figura pública, y no por su música, que siempre estaba en sintonía con lo que se estaba haciendo en determinado período.
Su andrógina figura fue, bajo el personaje de Ziggy Stardust, la figura central del movimiento conocido como glam en Inglaterra y glitter en Estados Unidos, que en plena era del rock sinfónico, el hard rock virtuoso y el jazz-rock propuso, antes que nadie, una vuelta a las raíces del rock sencillo y bailarín, una propuesta no muy distinta de la que haría en forma radical el punk apenas unos pocos años después. Pero aunque no fue pionero de esta versión pansexual, hiperproducida y fantasiosa del rock, algo que hacía Marc Bolan bastante antes de que Bowie abandonara el pop y el folk de sus comienzos, él le dio una conceptualidad, una escenificación y un discurso (por no mencionar unas magníficas canciones) que ampliaron el alcance de esa nueva sensibilidad mucho más allá de lo que Bolan podría haber soñado.
Aunque sus cualidades como cantante no siempre lo hicieran evidente, Bowie era un multiinstrumentista competente y un excelente letrista, algo que siempre le permitió perfeccionar y enriquecer las obras y estilos que convertía en propios, para disgusto o maravilla de sus cultores. Además, en tiempos de rápida mutación, convirtió el cambio en una virtud y una forma de vida, no en un problema. Si empezabas a aburrirte de determinada encarnación de Bowie, al poco tiempo te ofrecía otra, con distinto aspecto, distinto sonido y distinto nombre, pero siempre con la misma sensibilidad comprensiva, fragmentada y asordinadamente romántica.
Bowie hizo pop, folk de cantautor y rock glam, hizo un pastiche de The Rolling Stones y soul “de ojos azules”, hizo after punk, pop ochentoso, baladas de crooner, rock neoindustrial, electrónica y quién sabe cuántos géneros más, ganándose su apodo El Camaleón. Incluso la despedida experimental de Blackstar puede considerarse inscripta en el género inclasificable desarrollado por su ídolo Scott Walker y los vanguardistas de Sunn O))). Tan sólo durante su período berlinés -un largo y prolífico retiro de desintoxicación de la cocaína que llevó a cabo en la hoy reunificada capital alemana a mediados de los 70 y que produjo en el plazo de un año (1977) la impactante trilogía de discos compuesta por Low, “Heroes” y The Idiot, este último de Iggy Pop pero cocompuesto y producido por Bowie- incursionó en la franca experimentación y creación de sonidos y texturas hasta el momento desconocidos, y se convirtió en una influencia sonora clara del rock independiente que lo sucedió. Habría que discutir cuánto mérito le correspondió a él y cuánto a su colaborador en esos discos, el siempre visionario Brian Eno, pero de cualquier forma ser el primero nunca pareció la prioridad de Bowie, sino más bien ser el mejor, algo que consiguió con alarmante frecuencia.
La generosidad alienígena
Si bien utilizaba y aprovechaba al máximo el talento de sus colaboradores, es justo decir que jamás los relegó a un plano subordinado, sino que siempre se mostró orgulloso de colaborar con ellos y se aseguró de que tuvieran un lugar destacado a su lado. Es de suponer que talentos como Mick Ronson, Carlos Alomar y Reeves Gabrels habrían brillado igual sin la ayuda de Bowie, pero a su lado encontraron una tarima de lujo para darse a conocer. Incluso músicos que ya eran reconocidos antes de colaborar con él, como Robert Fripp, Stevie Ray Vaughan, Adrian Belew y Brian Eno, alcanzaron en sus colaboraciones con Bowie algunos de los momentos cumbre de sus respectivas carreras, y en general todos ellos siempre se refirieron con afecto a su relación con el Duque Blanco.
Además, Bowie era un melómano entusiasta que hacía lo imposible por difundir la obra de los artistas que lo impresionaban e influenciaban. Rescató a Lou Reed del olvido tras la disolución de The Velvet Underground y a Iggy Pop de la drogadicción luego del fin de la segunda formación de los Stooges; para los dos produjo discos que significaron su redescubrimiento (Transformer para Reed y The Idiot y Lust for Life para Pop) y que hasta el día de hoy están entre lo mejor de las carreras de ambos. También le compuso a Mott the Hoople su principal hit (“All The Young Dudes”) e hizo lo imposible para difundir la obra de jóvenes que lo entusiasmaban, de Television a Pixies (de quienes grabó dos covers) y Arcade Fire. Hasta el último momento estuvo con sus antenas atentas a todo lo que ocurría musicalmente a su alrededor -incluso durante la grabación de Blackstar escuchaba constantemente al artista de hiphop Kendrick Lamar-, y tal vez eso haya tenido que ver con que jamás recibiera las acusaciones de “viejo” o “dinosaurio” que cayeron sobre muchos de sus coetáneos. Físicamente, Bowie envejeció en público sin molestarse mucho en ocultarlo; espiritualmente seguía siendo un chico atento, un fan caluroso y alguien siempre generoso en el apoyo y el elogio, dispuesto a tender puentes artísticos en lugar de encerrarse en la torre de la admiración, algo que tras su muerte fue recordado por muchos.
El hombre que entristeció al mundo
Dentro de la previsible y sentida catarata de tuits de condolencia de miles de admiradores, famosos o no, que desencadenó su fallecimiento, hubo uno -muy sobrio- que llamaba la atención. Decía: “Adiós, David Bowie. Ahora estás entre los héroes. Gracias por ayudar a derribar el muro”. Estaba firmado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania y recordaba que entre otras cosas en la canción “Heroes” (escrita durante su residencia en Berlín) Bowie hizo un emocionante homenaje a quienes se atrevieron a desafiar la ominosa barrera que separaba a dos mundos ideológicos.
Pero dejando de lado a sus allegados y a los no pocos artistas que le debían su inspiración o carrera, posiblemente los más tristes en la mañana de ayer no hayan sido tanto los que se asombraban por las texturas de guitarras de “Heroes” o la variedad rítmica de Earthling, sino los miles de chicos extraños, afeminados, con ojos raros y colmillos puntiagudos, con raros peinados nuevos, maquilladísimos, flaquitos y nerviosos, a los que Bowie les dijo que estaba todo bien, que en una de ésas tal vez no fueran “normales”, pero que podían ser algo más, que podían ser criaturas del espacio exterior a las que todos los que antes las hacían objeto de burla iban luego a venerar, asombrados ante una belleza que recién comenzaban a entender. Y además les dijo que si eso no funcionaba, siempre podían cambiar hasta que todo estuviera bien. Una y otra vez.
Bowie les dijo: “No, mi amor, no estás solo, / te estás examinando pero sos demasiado injusto, / tenés la cabeza toda entreverada, / pero si al menos pudiera hacer que te cuidaras. / Oh no, amor, no estás solo, / no importa qué o quién fuiste, / no importa cuándo o dónde lo viste, / todos los cuchillos parecen lacerar tu cerebro. / Yo tuve mi parte de eso. / Voy a ayudarte con el dolor. / No estás solo”.
En Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998), una gran película que iba a ser sobre Bowie pero para la cual, extrañamente -en uno de sus escasos errores de juicio artístico-, el Duque Blanco no autorizó el uso de su nombre y sus canciones, por lo que Haynes terminó haciendo un film sobre la figura mítica e ideal que Bowie había encarnado para muchos, el personaje de Christian Bale, un joven tímido, gay y todavía in the closet, ve a Brian Slade (el Bowie de la película) hablar en la televisión con altiva sinceridad acerca de su ambigüedad sexual, y se imagina gritándoles a sus padres: “¡Ése soy yo!”. Bowie, por supuesto, fue único, pero también fue cientos de miles de chicos y chicas, inesperadamente legitimados y respetados en sus diferencias y riquezas secretas. Como escribió el director Guillermo del Toro en su cuenta de Twitter: “Bowie existió para que todos nosotros, los inadaptados, aprendiéramos que la rareza era algo precioso”. Del Toro no estaba hablando de música, pero no todo en el arte de la música es notas y escalas.
Bowie deja este mundo como los astronautas drogadictos que poblaban sus canciones tempranas, con dolor pero con una clase que mantuvo toda su vida, tanto en sus rutilantes victorias como en sus peores errores. Seguramente haya habido, o habrá, rockeros más feroces, creativos o comprometidos. Más elegantes, ninguno.