“¿Qué sos?” le pregunto, como en El retrato de Dorian Grey y esperando una respuesta similar. Roberto Echavarren duda y rememora sus comienzos con la escritura, cuando iba al liceo. “Empecé escribiendo poesía”, dice y pronto se corrige: “De hecho, escribí una obra de teatro cuando tenía 14 años, que se llamaba El amor casto y profano”, y al instante vuelve a desdecirse: “En realidad había hecho capítulos de una novela cuando estaba en sexto de escuela”.
Hoy lleva publicados varios libros de poesía, entre los que se destacan Animalaccio (1986), Aura Amara (1989) y Centralasia (2005), novelas como El diablo en el pelo (2003) y Las aventuras de la negra Lola (2011), el volumen de relatos La salud de los enfermos (2010), varios conjuntos de ensayos, como Arte andrógino (1998) y Fuera de género (2007), y obras de teatro como África, la muñeca de Felisberto (2011). Además, dirige desde 2010 la editorial La Flauta Mágica, donde ha publicado traducciones y varias obras fundamentales de la poesía en español. Ha traducido del alemán, del inglés, del portugués, del francés y del ruso, y el año pasado su libro de poemas El monte nativo fue publicado por la novísima editorial argentina Juana Ramírez, que será presentada en Montevideo este sábado a las 21.00 en la librería Escaramuza (Pablo de María 1185).
Se cumplen 20 años de la primera edición de Medusario, la muestra de poesía latinoamericana que preparaste con Néstor Perlongher, José Kozer y Jacobo Sefamí y que va por su tercera edición. ¿Se puede decir que fue un proyecto latinoamericano?
-Por supuesto, sí. Creo que es un libro que por suerte no se ha olvidado y que mantiene, casi como un diamante, todo su brillo, porque la gente lo sigue mencionando y sigue interesada, y yo ahora me pregunto: “¿Por qué?”. Y creo que, por un lado, tiene que ver con cómo está hecho. Primero, que no es una antología, entonces no tenés que rendir pleitesía a una cantidad de autores que están ahí como haciendo fila o componiendo un panorama equis en un cierto lugar: tenés una libertad absoluta, porque con Néstor elegimos los textos que nos parecieron más densos, más idiosincráticos, más intensos en cuanto a escritura sin hacer concesiones. Por otro lado, es un libro que funciona como un arca de Noé, porque trae unos materiales pero también propone criterios de lectura, quizá no una crítica exhaustiva, pero sí te da coordenadas de por dónde se movía toda esa constelación de poetas en un momento de la poesía latinoamericana y en relación con una cantidad de problemas, y creo que es ese conjunto lo que le da fuerza al libro.
Lo que se dio con Medusario es que registramos ese momento de una literatura que iba más allá de cierta poesía populista o social en el sentido más obvio, más transparente, que de alguna manera considera que el lector es algo así como un ser subnormal que va a entender sólo ciertas palabras y busca provocar un cierto consenso y un efecto inmediato. Justamente la inversa de eso es Medusario, que es como el pasaje de una idea de política concentrada en la toma del poder central -como sería una estrategia leninista- a la emergencia de políticas de estilo, o sea de políticas de minorías en las que aparecen una cantidad de otros registros en la experiencia que tienen que ser tomados en cuenta, y que la versión anterior de la política meramente borraba, los dejaba de lado o decía que no existían, o que eran reaccionarios o epifenómenos de la burguesía y cosas por el estilo. Entonces, de repente, hay una cantidad de registros nuevos de la experiencia y una nueva política; creo que todo eso coincide en Medusario, y me parece que de algún modo la gente lo capta.
¿Hay un objetivo común en Medusario y en tu trabajo desde La Flauta Mágica?
-Lo que he intentado con ese formato “arca de Noé” es hacerme cargo de tradiciones poéticas y darlas a conocer. La gente las asume o no, yo no puedo hacer nada al respecto. Y me parece que en Uruguay los poetas siguen siendo, en gran parte, muy silvestres; cada cual hace su poemita. No te estoy hablando de los grandes, los poetas verdaderamente relevantes como [Roberto] Appratto, [Eduardo] Espina u otros, sino de toda esa especie de efervescencia de chicos que escriben poesía, y que me parecería genial que leyeran más poesía y así se hicieran cargo de tradiciones.
Cuando hablás de tradiciones, no puedo dejar de pensar en las categorías, que en general son tan empobrecedoras.
-Pienso que términos como “modernismo” o “romanticismo” son etiquetas que hasta cierto punto te permiten mapear un terreno, decir “voy a leer a Darío, voy a leer a Julio Herrera, son modernistas”. Pero me parece un gran error separar lo que se llamó la vanguardia en Latinoamérica del modernismo, porque creo que son la misma cosa. Como en inglés, desde TS Eliot, [Ezra] Pound, [James] Joyce y Virginia Woolf hasta la Segunda Guerra Mundial, todo es modernismo. Creo que en español también debería ser así, porque me parece que no hay una distinción tajante entre los movimientos. ¿Qué hacés con Julio Herrera?
Es por eso que en Medusario intento evitar la palabra “neobarroco” y no categorizar. Porque eso que te decía hace que “neobarroco” sea una palabra peligrosa, como todas las palabras-etiqueta, y de lo que se trata es de pasar por abajo de la etiqueta y ver un poco lo que son los textos. El neobarroco, tal cual fue trabajado por Néstor y por mí, es una antivanguardia en el sentido de que, por ejemplo, el surrealismo crea una escuela y tenías a [André] Breton, el cacique, que si escribías algo que no le gustaba te excluía, y así se pasaban expulsando gente. En todo caso, el neobarroco es una densificación, una intensificación, un dar cuenta de lo propiamente idiosincrático en contra de cualquier cliché poético, pero no es una escuela.
Hablaste específicamente de política de minorías. ¿Cómo te sentís con respecto a la implementación de leyes de la llamada “agenda de derechos”?
-Tuve la “suerte” de poder escaparme de Uruguay con una beca para Alemania cuando tenía 20 años. Ahí estudié filosofía, pero después hice mi doctorado para la Universidad de París, y como no me gustaba el París post 68, porque era muy represivo, me fui a vivir a Londres, donde empecé a enseñar. Justo en ese momento empezaba el Gay Liberation Front, que era una repercusión de [los disturbios de 1969 a partir de la redada policial en el bar gay] Stonewall en Nueva York. Para mí esa experiencia fue completamente crucial, en todo sentido... Yo venía de un país en el que parecía que había una homosexualidad de capa y espada, donde la izquierda raptaba a [Ullysses] Pereira Reverbel porque era homosexual, y de la derecha católica ni hablemos; donde no había ni un resquicio, no había lugar, salvo la clandestinidad absoluta. Y por suerte me pude escapar y de repente viví aquella explosión, no sé si atómica pero realmente impresionante, que fue ese grupo que se formó y en un par de años creció muchísimo.
Hoy puedo decir que toda mi experiencia erótica y de amistades estuvo condicionada por la formación del Liberation Front. Ahí encontré todas mis expectativas, que aparecieron con una correspondencia social y con cierto activismo; podía tener amistad con toda esa gente y estábamos todos en lo mismo o en algo parecido, lo que no quiere decir que no hubiera peleas o diferencias. Por ejemplo, estaban los que decían “hay que vestirse de mujer” o “hay que usar cosas muy femeninas”, y algunos que militantemente lo hacían y otros que no, pero los que no lo hacían también tenían una noción de estilo que venía del glam, que había surgido en Londres a partir de los años 60: botas con tacones de diez centímetros y colores verde langosta o cosas así. Entonces, ibas al mercado de las pulgas, comprabas un tapado femenino de visón y eso era el abrigo del invierno, sin que significara que fueras un travesti o una mujer, sino que eras un intergénero. Eso me pareció una experiencia de libertad increíble, que rebasó incluso lo que yo podría haber imaginado que podía suceder.
¿Después fuiste a Nueva York, no?
-Sí, cuando me doctoré fui a Estados Unidos y enseñé durante 20 años en la Universidad de Nueva York, donde nunca encontré ese tipo de libertad o esa noción de la ruptura de los géneros, porque lo que predominaba era el “gay macho” que iba al gimnasio, musculoso, con bigotito, o si no el SM [por sadismo/masoquismo], que también era súper masculino. Para mí fue como un bajón, y por lo tanto mi experiencia fue mucho menos interesante, pero necesitaba estar ahí por razones de trabajo...
¿Sentís que esas cosas formaron, además de tu visión política, tu estética?
-Sí. En aquella época estaba todo el debate sobre la “identidad”, sobre la noción de “identidad”, y Néstor y yo, a partir de [Michel] Foucault y de [Gilles] Deleuze, tratamos siempre de rebasar esa noción de identidad, ese cliché. Y es que no se trata de encontrar ninguna identidad, tampoco una identidad gay.
Acá todavía se argumenta en ese sentido en algunos coloquios, y es muy cómico, porque las identidades van variando y hay como un cajón de sastre del que se van sacando nuevas identidades todo el tiempo, cuando, en definitiva, no tenemos identidad, somos un proceso. Me parece que lo interesante del desmontaje de la noción de género es hacer explotar la noción de identidad dentro de lo posible.
¿Cómo ves la situación uruguaya en ese sentido?
-Genial, porque yo conocí un Uruguay absolutamente irrespirable cuando era adolescente, realmente irrespirable porque no había con quién hablar. En Cuba había campos de concentración para homosexuales y otros indeseables: condenaban a [el escritor] Reinaldo Arenas y acá venía alguien y decía: “Sí, porque él estaba tratando de abusar de chicos”, lo cual era todo falso, pero la gente se tragaba esa historia y era como una caza de brujas en la que tenías que ser fidelista a morir, y si tenías una reserva o algo ya eras un reaccionario, prácticamente un agente de la CIA.
A mí me dio una sorpresa [José] Mujica, este viejo tupamaro con su rifle. De hecho, en ese sentido la caricatura mayor fue el pobre hombre que se murió ahora, [Eleuterio] Fernández Huidobro, que nunca salió de ahí y que cuando se hablaba de política de minorías decía: “Esa es la agenda de Estados Unidos”. Mujica, en cambio, no sé por qué razón, cedió un poco al movimiento de bases y a cierto impulso de lo que estaba pasando, y entonces se dio el tema de la marihuana y del matrimonio igualitario, que me parecieron dos grandes pasos.
¿Fuiste a la Marcha de la Diversidad?
-Sí, estuve en la marcha. Me parece que es prácticamente la única fiesta de verdad alegre de Uruguay y donde se reúne la juventud. Ahora, muy a la uruguaya, después de que la gente llegó a la Intendencia [de Montevideo] y se armó el estrado, empezaron los discursos; creo que tendría que haber habido más música, más soltarse... pero no me molesta que haya una complicidad. Me parecía más siniestro el caso de Argentina, porque Cristina [Fernández, cuando era presidenta] traía un montón de camiones de ella a las marchas gay que en el costado decían “Homenaje a Kirchner”, y eso me resultaba inmensamente más chocante que esto, que me parece no tanto una manera de captar votos sino un elemento simpático, más abierto.
Se ha dicho que la exhibición de esos logros oculta fracasos o proyectos sin cumplir.
-Bueno, siempre está la separación entre macropolítica, política de Estado y gobierno, por un lado, y micropolítica, que es todo el movimiento de minorías, todo lo que tiene que ver con la sociedad civil expresándose y organizándose . La transición entre una y otra nunca es fácil.
Acaba de editarse una traducción al inglés de tu libro de poesía El expreso entre el sueño y la vigilia [2009], realizada por Donald Wellman con tu colaboración, ¿cómo es ese trabajo?
-Cuando traduzco al español no interviene nadie más, porque es mi lengua materna y más o menos tengo idea de qué tipo de efectos se pueden producir, y me gusta regular yo mismo la fidelidad a la dinámica, a los ritmos y a la economía del poema en la traducción. Ahora, por más que yo haya vivido en Inglaterra y en Estados Unidos, y en algunos aspectos sea prácticamente bilingüe, nunca es lo mismo. Yo no me crié ahí, y entonces no tengo la misma autoridad ni la misma facilidad, y me di cuenta de que me encanta trabajar con una versión que me mandan y construir a partir de ahí, porque de repente lo que queda no es para nada la versión que me mandaron, pero me gusta mucho subirme a esa otra versión, porque es como tener un coturno... y por eso esa fórmula funciona para las traducciones al inglés, sobre todo con Wellman, que además tradujo El monte nativo, que ahora tengo que revisar. También Las noches rusas [2011] fue traducido al inglés con mi supervisión -en español son 800 páginas, y en inglés, 630-, y están traduciendo Ave Roc [1994].
Por la disposición del libro, uno podría pensar que primero hubieran estado los textos en inglés y después los que están en español, y de hecho a veces así parece. ¿Cómo lo lograron?
-En general, las traducciones de poesía fracasan, ¿no? Pero en este caso es como si yo prácticamente escribiera el poema en inglés, es muy diferente. Entonces, quizá incluso puedan quedar mejor, porque es un trabajo muy cuidadoso con la lengua, y no dependo de un traductor yanqui cualquiera, que de pronto no entiende una cantidad de alusiones o lo que sea, sino que puedo trabajar la traducción de modo que sea verdaderamente un poema en inglés, que es lo que yo he tratado de hacer cuando traduzco al español: que un poema de Wallace Stevens no sea necesariamente peor de lo que es en su lengua, sino que sea una creación paralela, que los recursos del español sean usados de tal manera que el poema no pierda en calidad.
Por otra parte, cuando uno traduce es cuando realmente se mete en el texto; la traducción es otra manera de aprendizaje, otra manera de disfrutar, de trabajar y de acercarse a la poesía. Porque es muy diferente leer un poema en inglés y dejarlo así, con palabras que no entendiste o giros que no captaste, a enfrentarte al texto y traducirlo. Es una cosa infinitamente más intensa, que da una relación mucho más vital con el texto.
¿Cómo te sentís con respecto al comentario de John Ashbery, que llamó a tu estilo “gonzogongorismo”?
-Muy bien, porque el periodismo gonzo es ese que va a todos lados y mira lo que hay on the spot, que averigua y está siempre viendo lo que realmente sucede y, como a mí me interesa mucho ese estilo de vida, me parece que la idea de gonzo me va bien. Y bueno, lo de “gongorismo” me hace sentir muy honrado por la asociación [con Luis de Góngora].
La escuela de Nueva York, a la que pertenece Ashbery, tiene una influencia muy fuerte en la poesía estadounidense actual.
-Sí, bueno, creo que grosso modo hay dos líneas en la poesía estadounidense a partir de los años 50 y 60, que son la de los beatniks y la de la escuela de Nueva York. Los beatniks tienden a la poesía oral, muchas veces al concierto musical, e incluso perdieron público con el auge del rock, pero ya ves que [Allen] Ginsberg estuvo hasta el final de su vida con su armónica y su bandoneón o lo que fuera, muy ligado a lo oral, mientras que Ashbery y su grupo están más ligados a la escritura misma, y en muchos casos ha habido una cercanía entre ese grupo y la pintura, como en el caso de [Frank] O’Hara o de Ashbery mismo, que fue crítico de artes plásticas toda su vida...
Y hay un mayor interés en la sintaxis.
-Sí, y cuando Ashbery lee es como un monótono total, porque no hay intento de expresividad oral. Una vez me encontré en un congreso con un tipo de [el grupo de poetas vanguardistas] los Language Poets, que hizo un archivo de lectura oral de poesía, y le dije que la puesta en voz de la poesía significa que el propio poeta le está dando cierta interpretación a un texto, pero que otra persona puede darle otra interpretación, y que creo que la poesía en la página mantiene cierto abanico de apertura y de sugerencia, y no tiene por qué estar pegada al retintín de la voz del autor. Él se enojó mucho y me preguntó cómo era posible que yo despreciara el registro oral, pero no es que lo desprecie: creo que hay una dimensión propia de la escritura y de la página en poesía, sobre todo porque la poesía ya hace mucho tiempo que no es cantada y ni siquiera en verso métrico, y esa superstición de privilegiar lo oral es empobrecedora, porque limita la comprensión y el acercamiento a la obra.
¿Pensás, entonces, que la poesía en la página es más democrática?
-Aparentemente la lectura oral es más democrática, porque participás en una gran reunión, en un consenso y un disfrute, pero me parece que eso es engañoso, y que la lectura de poesía en la página es más democrática en el sentido de que te permite asumirla de otra manera, interpretarla. Creo que leo bastante bien mi poesía, y todo el mundo me lo dice, pero no me parece que sea la dimensión decisiva ni es a la que me juego.
¿Cómo entra la performance en esto?
-Ah, la performance es diferente. Ahí estás alterando el texto, distorsionándolo, tiene una realidad propia. Yo he colaborado mucho en un grupo de performance en Buenos Aires que se llama Pyra, y hemos hecho muchas cosas que integran el baile, la música; es como una celebración en la que el texto queda naufragado, perdido. Es como cuando en la representación de Electra el director de la orquesta le decía a Richard Strauss: “¡La orquesta está ahogando la voz de la cantante!”, y Strauss le respondía: “¡Mejor!”.
¿Qué podés decir, como editor del Sueño, de Juana Inés de la Cruz, de esta nueva editorial, Juana Ramírez, que toma el nombre de soltera de aquella poeta casi como un manifiesto político?
-Romina Freschi, la editora, está muy imbuida en el tema, y lo aprovecha desde un lado feminista. Y a Juana Inés la revivieron las feministas, sobre todo a finales de los 80 y en los 90. Pero la revivieron leyendo no su poesía, sino sus cartas, y reivindicaron el derecho de la mujer a desarrollarse como intelectual, lo cual me parece genial porque ella es un buenísimo ejemplo y en las cartas argumenta con mucha elocuencia en ese sentido. Pero las feministas no se metieron con los textos mayores, o con el texto mayor, que es el Sueño. Octavio Paz, en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe [1982], que es lo mejor que escribió, trata el Sueño como una alegoría y para mí eso no funciona, porque me parece que es ante todo un testimonio muy personal. A mí siempre me resultó un reto trabajar sobre el Sueño, porque pienso que es el mejor poema de la lengua, no hay otro igual.
Has escrito sobre la censura, sobre todo en torno a la pornografía. ¿Podrías explicar tu postura?
-Estoy en contra de toda policía, ¿no? En Porno y posporno [2011] hablo de la invención del porno; hasta el año 50 y algo la policía y los jueces se hacían cargo de la censura de la literatura, pero después la pornografía pasó a ser mucho más importante en el terreno de la imagen, con la fotografía o el cine, y como que se olvidaron de la literatura. Ahora la censura va por otros medios; el juez y la policía, como la religión, han perdido su preponderancia, y ¿quién ejerce la censura?: las editoriales y los medios de comunicación. Es un nuevo mundo, no sé si amoroso, pero nuevo.
¿Mejor?
-Creo que ha cambiado para bien, salvo que venga [Donald] Trump o algún otro monstruo, pero tampoco va a poder hacer retroceder el reloj, aunque ya se ha vuelto atrás en la historia. Por ejemplo, Rusia era un país donde, después de la revolución de 1905, el zar había autorizado el parlamento, la libertad de prensa y los partidos políticos, y todo eso funcionó hasta 1917. Es decir que las autoridades eran legítimas cuando Lenin dio un golpe contra el Parlamento. Creo que Rusia nunca se recuperó de eso que se llamó revolución bolchevique, porque aniquiló todas las instituciones que se consideraban burguesas pero que son las que conocemos nosotros, las que inventó Montesquieu. Por supuesto que todas las llamadas democracias pueden ser horribles, funcionar muy mal y ser corruptas, pero por lo menos hay cierta posibilidad de contralor mediante la división de poderes y las elecciones; no conozco algo mejor.
Hablabas de Montesquieu y a menudo citás a “las luces”. ¿Dirías que tu espíritu es ilustrado?
-Sí, y no le creo demasiado a [Theodor] Adorno, que fue mi profesor, cuando habla de la Ilustración como un proceso que favorece el surgimiento de fuerzas oscuras. Mi héroe es [Immanuel] Kant y su ¿Qué es la ilustración?, que al final de su vida Foucault comenta y expande, cuando se pregunta “¿qué es la ilustración ahora?” y la asocia con las políticas de minorías; esa es la línea a la que yo adhiero en principio, con todos los matices que correspondan. Pero Kant lo dice muy claro: la autoridad ya no es el libro, ni el médico, ni la autoridad religiosa, ni la autoridad política; la autoridad soy yo. Es mi pensamiento. Y mi derecho no es sólo a pensar en secreto, sino a que eso pueda hacerse público. Y ahí está todo.