La palabra y las mil imágenes

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En los libros acompañados por imágenes, como regla general, el elemento visual cumple un rol, digamos, decorativo; el texto es el elemento central, entronizado, elevado, y el trabajo de los artistas visuales convocados se resigna a un lugar secundario y estrictamente dependiente del anterior, de manera que esos artistas, en calidad de empleados más que de “autores”, leen el texto y ofrecen su visión como “ilustradores”. Esto no quiere decir que ese tipo de trabajo carezca de valor, por cierto; tanto entre las ilustraciones estrictamente vinculadas a una escena del texto -o incluso a una página en particular- como entre las más libres de esa relación estricta y, a su manera, un poco más cercanas a cierta independencia, es posible sin duda encontrar obras maestras. Y los ejemplos abundan: del primer grupo, las de Doré para la Divina Comedia, y del segundo, las de Dalí para Los cantos de Maldoror -o el impresionante trabajo de Ralph Steadman para Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S Thompson-, e incluso del subgénero de viñetas que sirven de introducción a los capítulos o relatos de una compilación cabe mencionar representaciones tan hermosamente expresivas como las del trabajo de los esposos Leo y Dan Dillon para la antología Visiones peligrosas, de Harlan Ellison.

En esta línea de pensamiento, el libro Exposición múltiple plantea una propuesta refrescante: ¿qué tal si la imagen -en este caso, la fotografía- precediera al texto? Aquí hay diez narradores (Guillermo Álvarez Castro, Gustavo Espinosa, Henry Trujillo, Horacio Cavallo, Inés Bortagaray, Inés Garland, Leonardo Cabrera, Manuel Soriano, Mercedes Estramil y Rosario Lázaro Igoa) y diez fotógrafos (Álvaro Percovich, Carlos Contrera, Guillermo Carballa, Jorge Ameal, Manuela Aldabe, Marcelo Casacuberta, Mariana Méndez, Pablo Bielli, Santiago Mazzarovich y Tali Kimelman); a cada narrador se le ofreció una fotografía y se le encomendó que escribiera desde lo que podía ver. A su vez, una vez construido el relato, otro fotógrafo aportó su trabajo a partir de su lectura del cuento que le fuera ofrecido; en el libro, las imágenes que llevan marco negro fueron el punto de partida de los escritores, y las que llevan marco blanco fueron las inspiradas por los relatos. Una suerte de ida y vuelta desde la imagen al texto y desde el texto a la imagen.

Es interesante aplicar un poco de ingeniería inversa y buscarle la vuelta a la primera parte del proceso, la que llevó de la ilustración al texto. Por ejemplo, el cuento de Espinosa construye al personaje de “Fenimore” de su título a partir de la fotografía aportada por Bielli, en la que encontramos a un muchacho con corte mohicano y muñequeras con tachas. Pero Espinosa añade una dimensión autoficcional -muy en la zona que habita su reciente novela premiada con un Bartolomé Hidalgo, Todo termina aquí- que enriquece sin duda la posibilidad, acaso simple, de estancarse en un retrato; por lo demás, el realismo agotado del cuento logra sostenerse ante todo por la fuerza deslumbrante de su estilo.

Otras imágenes aportaron un punto de partida más atmosférico, si se permite la metáfora algo dudosa. Podría ser un buen ejemplo la de Álvaro Percovich, que disparó “Manuelita y el dinosaurio”, de Mercedes Estramil (que construye soberbiamente bien a un personaje a través de su voz narrativa), y del mismo modo cabe pensar “Tormentas”, el cuento de Leonardo Cabrera -para este reseñista, el mejor del libro-, que reconstruye el clima intrigante de la bellísima fotografía de Tali Kimelman proponiendo el relato de un niño que entra y sale de la fiebre, el delirio y el pulso de su memoria.

Un procedimiento narrativo más estándar, al parecer, fue el movilizado por Henry Trujillo, que a partir de la fotografía de Mariana Méndez -trabajándola como un fotograma cinematográfico, acaso, tomándola como detalle de una escenografía- convoca en “El descenso” un universo devastado, posapocalíptico, en el que los sobrevivientes a no sabemos qué catástrofe intentan ingresar a una ciudad a través de un sistema de túneles custodiado por una ciega. El cuento es sin duda alguna el más narrativo del libro (el más cabalmente orientado a la trama, por decirlo así), y si bien su escenario es refrescante en el contexto del libro, la escritura parece un tanto desprolija o descuidada, y por tanto -como si fuera de alguna manera el reverso exacto del texto de Espinosa- no termina de convencer.

Los relatos de Cavallo y Soriano están también entre los tres o cuatro mejores de la selección, y son muestras del trabajo consistente de sus autores. En cuanto a las fotografías, la de Tali Kimelman realizada a partir de “Fartlek”, de Soriano (por mencionar una de las del proceso “de vuelta” desde el texto), funciona como un ejemplo de libro de texto sobre la perfecta adecuación entre las palabras y la imagen: el atardecer cargado de nubes, el mar, la línea del horizonte y el ave remota en el cielo aportan una sensación de soledad y espacialidad tan amplia como opresiva, que encuentra -perdónese esta irrupción de impresionismo- un equivalente en los pensamientos del protagonista. Por su parte, “El sabor de la nieve”, de Cavallo, debe pensarse entre los mejores de su autor, y eso no es decir poco. Toma como punto de partida una escena urbana (desde la fotografía de Santiago Mazzarovich) y logra despegar hacia momentos de una expresividad sobrecogedora.

Sin duda, el planteo es interesante y el libro -como buscan y logran los editores, a juzgar por el pequeño manifiesto o declaración de intenciones de la solapa de tapa- es un objeto bello en sí mismo, pero vale la pena también pensarlo como colección de textos y reconocerle, con entusiasmo, un nivel medio inusualmente alto. Los momentos más flojos no son, por cierto, textos a todas luces fallidos, sino más bien algunos que palidecen en comparación con lo más sólido y fascinante de los aportes de Cabrera, Cavallo, Soriano, Espinosa y Estramil; pero proponen siempre algo de interés, como en el caso del escenario posapocalíptico de Trujillo, algunos climas en el texto de Rosario Lázaro y algunas texturas verbales en los de Garland y Álvarez Castro. El relato ofrecido por Inés Bortagaray, por último, parecería ocupar un lugar más bien anodino, una suerte de “medio” del libro de acuerdo a esta lectura entre tantas posibles, quizá por lo de alguna manera predecible o consabido de su relato, y por el poco interés que ofrece su escritura, cuidada y certera pero para nada deslumbrante.