Una media docena de los actores de esta película estuvieron también en Las brujas de Zugarramurdi (2013), la anterior película de Álex de la Iglesia (conocido más que nada por la comedia de horror El día de la bestia, de 1995, y la divertida y oscura Muertos de risa, de 1999). Es como si, luego de aquella producción más o menos entretenida pero decepcionante, hubiera querido hacerles justicia incluyéndolos en una de sus obras destacadas. Y la embocó: no hubo muchas comedias tan buenas como esta en los últimos años.
El plan general remite a La fiesta inolvidable (The Party, Blake Edwards, 1968): un evento a puertas cerradas, con mucha gente y en una escenografía suntuosa, se deconstruye y desemboca en caos. Hay algo sesentista, que tiene que ver con las comedias superproducidas que reunían a varias figuras estelares cuyos caminos se iban alternativamente cruzando y bifurcando, a la manera de El mundo está loco, loco, loco, loco (Stanley Kramer, 1963) o La grande vadrouille (Gérard Oury, 1966). Hay una cantidad de humor negro y cruel. Y como en tantos cineastas españoles, uno descubre una raíz en Luis Buñuel, en la situación de un montón de personas de cultura burguesa en un espacio cerrado del que no pueden salir (como en El ángel exterminador, de 1962).
Esos artificios están al servicio de una de las más virulentas y destructivas sátiras de la cultura de masas de la España posdestape, superponiendo sus estridencias pop sexuales con los restos de un catolicismo conservador (la madre de José, abrazada de la cruz que arrancó del cajón de su marido) y de un espíritu monarquista que puede volcarse al propio rey o a un sustituto pop como lo es el cantante melódico ficticio Alphonso.
La situación es la filmación (en octubre) del especial de fin de año de una emisora televisiva. Hay espectáculos musicales, y una serie de mesas ocupadas por extras en trajes de gala que obedecen a las órdenes del malhumorado asistente de dirección (que les grita cosas como “¡Sonrían, festejen, hijos de puta!”). Hace una semana que pasan sus días sentados a las mismas mesas, frente a vasos con bebida falsa y comida de plástico, aburriéndose entre una toma y otra. Cuando se les ordena, tienen que aplaudir, saltar, bailar, morirse de risa o besarse porque es “año nuevo”. Uno de los extras es aplastado por un mal manejo de la grúa que lleva la cámara, y es entonces que llaman a José, lo más parecido a un “personaje principal”. La película sigue, en paralelo, a un montón de personajes: otros extras, integrantes del equipo de filmación, los artistas que van a actuar, los presentadores, los representantes, un asesino maniático infiltrado. Cada uno tiene su historia y, todas mezcladas, interactúan para el progresivo desorden.
Alphonso está interpretado por el cantante Raphael, y es en buena medida una autocaricatura: un cantante melódico internacional ya envejecido, vanidoso, que se hace tratar como si fuera un emperador romano (incluida la prepotencia y crueldad hacia quienes trabajan para él), cuyo repertorio consiste en las canciones más conocidas de Raphael (como la que da nombre a la película). Alphonso no admite rivalidades (“No sé quién es Julio Iglesias”, corta secamente cuando alguien tiene la osadía de mencionar al colega) ni, mucho menos, que su “reinado” sea amenazado por el joven Adanne (una parodia de Chayanne). Adanne, por su lado, anda en líos porque una groupie, luego de proporcionarle sexo oral, escupió el esperma en un frasquito con la intención de chantajearlo.
Mientras transcurren cosas de ese tenor dentro de los estudios, afuera hay un violento piquete de empleados de la televisión que fueron despedidos, que dificultan la entrada y salida de cualquiera y se enfrentan con la policía de choque. Obreros y policías nunca están personalizados: son una multitud anónima sumida en una bruma, y el embate es una especie de apocalipsis (¿la España que se hunde en la crisis?) que contrasta con el mundo de escenografías falsas, alegrías fingidas, amistad y amor pour la gallerie, acuerdos cínicos.
Con ese panorama terrible, es raro que haya habido algunos comentarios acerca de que la película es misógina, basados en que la mayoría de las mujeres de la película son fútiles y venales. Es una tontería, una vez que la mayoría de los personajes varones también son una lacra, y que no falta algún personaje femenino simpático. En todo caso, la película está más cerca de ser sencillamente misántropa, pero tampoco creo que lo sea, y eso es otro valor agregado.
No se trata de una sátira monocrónicamente obsesionada con satirizar: hay varios toques que traslucen una disposición a, sencillamente, divertirse con el espectador. Hay toques de dibujito animado, como cuando Roberto, frente a las cámaras, quiere ocultar un ojo hinchado por un acceso alérgico y saca, no sabemos de dónde, las más extrañas máscaras o artificios para taparlo. Hay también chistes infantiles (pavos) libremente mechados en el contexto adulto. A De la Iglesia le encantan esas situaciones en las que está pasando algo realmente acuciante y grave, en medio de lo cual emerge una discusión que puede ser relevante pero que, en ese momento y en ese contexto, parece totalmente pueril. José es un personaje medio desgraciado pero no parece ser mala gente, y su amor con Paloma es desastrado pero no por eso deja de ser tierno.
Hay una gran ambigüedad en la participación de Raphael. Tener al tipo ahí, prestándose a representar una visión exagerada de sus más grandes defectos (reales o supuestos), de inmediato anula la posibilidad de una lectura unívoca: es imposible no querer un poco a alguien que se presta de esa manera a reírse de sí mismo. Y, de alguna manera, pese a todo, algunas de las últimas escenas terminan siendo un gran homenaje al cantante: su bailecito ridículo se termina viendo como algo inimitable, tan pasado de insólito que se transmuta en disfrute camp, se ubica más allá del bien y del mal. Y esto, paradójicamente, es otra fuerza de esta sátira: la narrativa no se excluye totalmente del mundo al que critica, no le niega una cuota de amor y de admiración, no se priva de divertirse un poco con algunas de esas “falsedades”, como cualquiera. No obstante, esto no implica anular la fuerza y puntería de los apuntes críticos, tan sólo asumir contradicciones.
El casting es estupendo, el timing es perfecto, la filmación se metamorfosea con el estilo televisivo del que la película se burla, y abundan los buenos chistes. Una buena dosis de alegría y crueldad.
Mi gran noche
Dirigida por Álex de la Iglesia. Con Pepón Nieto, Raphael, Blanca Suárez. España, 2015. Cinemateca 18, Sala Pocitos.