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Historias napolitanas.

Absurdo, ridículo y bello

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Bagnoli, un barrio costero de Nápoles, fue uno de los centros del proyecto de industrialización del sur de Italia. Ese proyecto tuvo corta vida. Por lo que muestra esta película, hoy conviven en ese barrio los restos del esplendor napolitano que llegó hasta los comienzos del siglo XIX, ruinas casi monstruosas de fábricas del siglo XX, conjuntos habitacionales sin gracia, muros descascarados, sucios y grafiteados, rejas herrumbradas, veredas agrietadas, baldíos barrosos. Los interiores de las casas muchas veces son amplios, pero están semivacíos o, en otros casos, conservan los mismos muebles viejos desde hace unas cuantas décadas. Se supone que los propietarios de los muchos automóviles último modelo que se ven por doquier tendrán algo de plata. En todo caso, Historias napolitanas no se ocupa directamente de ellos, y tampoco de algunas personas acosadas por graves problemas económicos, sino de gente que al parecer está en el promedio, y que vive muy modestamente.

Al inicio vemos tres varones de generaciones distintas: un veterano, un hombre maduro y un joven de 18. El primero, Antonio, fue obrero metalúrgico, y los otros dos lo llevan en su silla de ruedas a recorrer los restos de la usina en la que trabajó. El discurso articulado y vívido de Antonio, y su voz en primer plano pese a que lo vemos muy a lo lejos, generan inicialmente cierta ambigüedad sobre si será o no su voz, si no será una voz over introduciéndonos a un aspecto de Bagnoli. Antonio habla en pasado, pero se refiere al momento en que instalaron las fábricas y parecían factibles las promesas de desarrollo de la ciudad, y eso suena irónico superpuesto a las imágenes actuales de decadencia que vemos mientras lo oímos.

Luego la película transcurre esencialmente en tres episodios, cada uno de ellos centrado en uno de los tres personajes mencionados. Giggino (el hombre maduro) decidió cortar las ataduras con la normalidad, y pasa sus días corriendo por las calles, robando objetos del interior de autos estacionados, pescando algún pulpo con sus manos y siguiendo sus impulsos inmediatos (que pueden llevarlo a jugar al fútbol con los gurises de la calle, o a ponerse a bailar cuando se cruza con un acordeonista). Antonio casi no sale de su apartamento y tiene por casi única compañía regular a su empleada ucraniana, aunque a veces recibe la visita de un mafioso que le paga porque por escuchar sus relatos sobre Diego Armando Maradona, objeto de culto en el lugar desde su período en el Napoli (1984-1991). Marco, el joven, hace delivery para un almacén.

Son tres personajes interesantes, con los que es bueno pasar un rato e irlos conociendo a medida que los vamos siguiendo durante algunas horas o días de sus vidas. Sólo el episodio central, el de Antonio, llega a configurar propiamente una “historia”: hay una tensión en el aire que se va a resolver hacia el final del episodio. Es también el único episodio con unidad de lugar, camerístico. Eso pauta una estructura global ternaria: el episodio en el apartamento, que es narrativamente cerrado, está enmarcado por los otros dos, que son itinerantes y narrativamente abiertos, como si fueran pequeñas road movies (pero a pie y en los confines del barrio). El de Marco tiene un componente de síntesis, porque el personaje, cuando va por ahí entregando mercadería, entra en apartamentos en los que transcurren algunas escenas.

La narración es curiosamente impulsiva, y hace pensar en la mirada de alguien con déficit de atención. En ese sentido, parece empatizar con Giggino: corre de un lugar a otro y según con qué se va encontrando, va modificando su trayecto. La película se propone seguir a un personaje, pero no se priva de desviar momentáneamente el foco hacia hechos secundarios (un rapero en la calle, una reunión de vecinas discutiendo asuntos políticos, una muchacha en bikini caminando por la ciudad que carga un colchón inflable con forma de cocodrilo -se asume que va rumbo a la playa, pero la gracia, a lo Jacques Tati, es mostrar el componente absurdo, ridículo y bello al mismo tiempo, de su presencia en el marco de ese entorno urbano decadente-). En determinados momentos, ese recorrido con digresiones se separa en forma definitiva del personaje al que más o menos venía refiriéndose, y hacemos la transición de un episodio al siguiente, que tendrá a otro personaje como foco (relativo) de atención.

La cámara en mano, casi siempre con lente gran angular, oscila entre planos extensos (como de documental) y secuencias entrecortadas y fragmentadas, con un montaje que no busca fluidez alguna. Y luego hay otros momentos de acción continua pero con un montaje que va alternando una gran variedad de ángulos, y es como si la acción tuviera una importancia secundaria y el dispositivo narrativo se distrajera mirando los ojos, la boca o la gesticulación de un personaje, el decorado a su alrededor, o simplemente saboreando el choque gráfico entre los distintos ángulos.

El episodio centrado en Giggino es el que está más asociado al realismo cinematográfico: casi no hay música incidental, el sonido es casi siempre diegético y sincrónico. Los otros dos episodios son más juguetones y menos realistas e incluyen, por ejemplo, comentarios sonoros extradiegéticos: Antonio canturrea un aria del Barbero de Sevilla y se escuchan aplausos, como si estuviera en un teatro de ópera, luego abre su armario con reliquias de Maradona y sentimos el bullicio de un estadio.

El clima general es de desencanto, desesperación y añoranza de mejores tiempos pasados, pero de algún modo esto se contradice con la vitalidad de los personajes y la propia disposición de la película a buscar y encontrar humor (aunque sea un italianísimo humor cruel, como en la puteada de una mujer a su patético compañero pintor), y aspectos poéticos (la ya mencionada muchacha en bikini, la discusión rapeada entre dos jóvenes de un club de billar, un magnífico caballo blanco en la habitación de un apartamento, el cuerpo orgullosamente voluptuoso de una mujer que reencontraremos en una ceremonia católica, o el ballet callejero de la noviecita de Marco frente a un contenedor de basura -en una escena en la que todo luce sincronizado con Pétrouchka, de Stravinsky-).

Historias napolitanas nunca pierde de vista la individualidad de sus personajes, nunca los convierte en representantes de determinada categoría o tipología. Pero cada uno de ellos es también un vehículo para un panorama de Bagnoli: su decadencia, sus problemas, las dificultades de los inmigrantes, la inquietante presencia de la mafia, la indiferencia de los políticos, la cotidianidad de un machismo cuya naturalización determina que un acoso y una violación sean posibilidades que no causan extrañeza ni escándalo entre los personajes. La forma en que termina la película establece una posición decididamente político-partidaria (comunista) y sindicalista-obrera, nada común en el cine de hoy día. Es una alegría constatar que esa perspectiva sigue existiendo, y motivando películas complejas y sensibles como esta.

Historias napolitanas (Bagnoli jungle)

Dirigida por Antonio Capuano. Italia, 2015. Con Luigi Attrice, Antonio Casagrande y Marco Grieco. Cinemateca Pocitos.

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