Con su inconfundible impronta tanguera, siempre acompañada de inflexiones arrabaleras para definir lo impensable, Elvio Gandolfo recibe a la diaria en su casa, un apartamento sobre la calle Daniel Fernández Crespo. Se sienta en su silla, de espaldas a la ventana y a las grúas del puerto, y reconoce que para él la realidad es pura sanata. “Después de todo, así es el mundo, y así es lo privado: chúcaro”, escribió una vez. Gandolfo nació en Mendoza, se crió en Rosario junto a cinco hermanos y un padre imprentero y poeta, y desde 1970 ha trazado un territorio propio entre Buenos Aires, Montevideo y Rosario. Coordinó El País Cultural junto con Homero Alsina Thevenet, trabajó y colaboró en incontables revistas y periódicos, exploró la poesía, la novela, el cuento, la traducción, la crítica y una serie de columnas que cruzan periodismo y literatura. En cada caso logró un modo de decir brillante y contundente: entre muchos escritores que reconocen en sus críticas una verdadera escuela, Leila Guerriero admite que él, como editor, le abrió un mundo. Eso es lo que generan Gandolfo y sus irreverencias, siempre en contra de “la lectura culta, informada, prejuiciosa, opuesta a la lectura orgánica, intensa, sutilmente reveladora”, como escribió en el prólogo de La reina de las nieves. Por eso, apostó por géneros como el policial y la ciencia ficción, y por un realismo alucinado, siempre a punto de desbarrancar.
En paralelo a sus ocho libros de cuentos, Gandolfo publicó tres novelas. En Boomerang (1993), un bancario porteño cruza a Montevideo y vive un fin de semana demente, con unos buenos dólares que logró gambetear en una jugada maestra; en 2006 editó Ómnibus, una narración sobre sus viajes entre Rosario y Buenos Aires, con el fin de “interrogar lo que parece para siempre haber cesado de sorprendernos”; y diez años después volvió a la novela con Mi mundo privado (Tusquets), tensando el vínculo entre los hechos y la fantasía: a partir de un documental de la BBC sobre las mantarrayas, el protagonista rastrea la relación entre su realidad y su imaginación, o su mundo privado paralelo, desplegando un mecanismo interno con un ritmo sorprendente, en el que se suceden escenas, anécdotas y reflexiones cotidianas. “A lo que más se acerca es a una novela. Y no hablará de jóvenes desnortados que se meten en el cuerpo sustancias diversas mientras recorren boliches de cuarta, conocen mujeres y hombres encantadores o diabólicos, y se caen dormidos de golpe. Simplemente porque no he tenido esas experiencias”, plantea al comienzo, aunque después admita que de lo que se trata es de “escribir literatura, escribir novela, escribir divagues y convicciones profundas”.
En Mi mundo privado planteás que, para vos, el tiempo va circulando como los relatos y va cargándose de una energía extraña. ¿Cómo es eso?
-Vos nunca aceptás que tu vida y tu experiencia es caótica y azarosa, cuando en realidad es así. Lo que hacés es ir armando pequeños relatos. Ahora, el fin de semana, por ejemplo, tengo la fiesta de 15 de la hija de mi pareja. Y armás un núcleo alrededor de ese cumpleaños, ya sea que lo hagas del modo tradicional, que es la gran fiesta con ceremonia, o que lo cambies por un viaje. Pero le estás dando un armado. Ni hablar del casamiento, que es una demencia completa. Todas son maneras de armar un relato que, en el fondo, no existe. Lo que siempre persigue a la sociedad es el temor inconsciente a que eso se descubra. Y es todo sanata. Sí sirven las tareas colectivas grandes, como lo que terminó siendo un fallo bravo de la humanidad: la carrera espacial, que ahora se va a convertir en un emprendimiento casi comercial. Gran parte de la tecnología que se desarrolló desde lo digital es ideal para el espacio. Viste que lo digital puede alcanzar una distancia colosal, y el resultado depende mucho de cómo se haga. Ahora se borra todo lo que significa un plus, una cuarta dimensión: se borra la religión y, si se puede, el Partido Comunista. Y lo que te dan a cambio de eso es muy endeble: es la plata o, con muchas comillas, la felicidad. Y uno sabe perfectamente que lo que te da satisfacción es otra historia. A su vez, cuando estás metido en el tiempo, cuando no estás apurado ni hiperlento, no te gana nadie. El Bhagavad-gītā lo define como la “acción con desapego”; ahí es cuando estás metido en el tiempo. Lo que sucede es que la sociedad actual se mueve al revés, es la creación permanente de dos factores que la hacen funcionar: la velocidad al pedo y el miedo permanente. Nunca se ha dedicado tal millonada de horas a las enfermedades, al cáncer. Te cansa. Los gobiernos, los canales, los diarios. Hay muchos autores muy buenos, europeos sobre todo, que escriben sobre la vejez, que no es la transa. Vos no escribís sobre lo que te está pasando. Y además, sobre la vejez, ¿qué podés escribir? Casi siempre lo mismo. De golpe viene algo fuera de serie, pero es uno de cada 100.
¿Y por eso creés que existe una idea muy pobre de la realidad?
-Totalmente. Dicen que la realidad “es lo que hay”. Andá a cagar.
Pero en Mi mundo privado hay mojones muy claros, sobre todo momentos que marcaron la historia rioplatense: cuando Juan Domingo Perón vuelve del exilio y en el aeropuerto se cruza con Leonardo Favio; la votación contra la ley de caducidad.
-Claro. Ahora, ¿fueron racionales? Hace poco conocí a la hija de un desaparecido, que era un gran poeta e imprentero como mi viejo. La tipa editó varios libros de poesía con los poetas clave de 1920 a 1950. Y entre los dos hubo un alivio, porque yo le dije: “El disparate que fue aquella época”. Me acuerdo perfecto de que todo iba pura y exclusivamente a la guerrilla contra el Ejército. Yo pensaba: “Están de la cabeza, los van a liquidar”. Y fue lo que pasó, pero el fantasma puede más. Está bien cuando viene una recirculación, como lo que ocurrió acá con los tupas.
Más de una vez reconociste que les has sacado el cuerpo a las balas.
-Yo sacaba El lagrimal trifurca, que, después del cuarto o quinto número comenzó a tener una importancia cada vez más grande. Y si bien era la época previa, la de [el dictador Juan Carlos] Onganía, la revista no dejaba de reaccionar frente a lo que pasaba. Era el ensayo general de lo que vino con [el también dictador Jorge Rafael] Videla: desaparecieron dos o tres sindicalistas. Cuando sucedieron estas cosas la revista se comprometió; en la segunda época, fue menos. En 1970 me vine para acá, estuve tres años, me casé, volví y comencé la segunda época. Pero milagrosamente, no la investigaron. Después había toda una producción de contenidos para la revolución, pero cuando hacías un análisis te dabas cuenta de que no eran muy jugados.
Con el paso del tiempo, ¿cómo llegaste a convertirte en un militante del escapismo?
-Eso lo descubrí al escribir el libro, y lo hice sin el menor prearmado. Empecé a tirar y descubrí muchas cosas. Me acordé de esa prima [a la que se refiere en el libro], y me acordé de que además me defendía. Hay una foto que es muy graciosa, porque teníamos esa ropa hecha a mano, sólida, y mi prima me tiene agarrado así [simula un abrazo con cara seria], onda “el que se meta con este se la liga”; yo no era consciente de eso. También descubrí de dónde nació mi interés por los aviones. Y otras cosas siempre las había conservado pero nunca las había escrito, como lo del ciclón. En ese momento, siendo un pendejo, lo vivís con excitación y cagazo. Porque primero era una gracia, pero cuando se empezó a sacudir la camioneta, y a inclinarse, fue... pah. Son episodios como el que ocurrió acá en Dolores. Descubrí muchas cosas, y otras las fui argumentando o inventando. No es una verdadera autobiografía.
Incluso rompés el contrato y aclarás que estás inventando.
-Exacto. Acá y en Argentina no se rescata mucho esa zona que en Europa han investigado bastante por la historia de las mentalidades. Uno de los libros de acá que a mí me dejó con la boca abierta es La valija del tío Hugo [1995], de Raúl Jacob. Es una valija real de un representante de Bunge y Born, en el siglo XIX, y el tipo le saca un jugo que vos decís: menos mal que hay alguien que puede encarar así la investigación de esto. Hay otro excelente que es Brevísima historia del Partido Ruralista [2006]; hay una muy buena descripción de Salto, en la época en que Salto se veía como el reemplazo obvio de Montevideo. Tiene mucho de periodista el tipo, no tiene la cosa del historiador formado académicamente. En un libro corto descubrís muchísimas cosas, como el ferrocarril. Porque uno cree que Montevideo es lento ahora, después de la crisis. Pero el ferrocarril salió con tres líneas a distintas fronteras, las tres se dejaron de construir cerca de ellas, y tardaron tanto en seguir que cuando llegaron con la trocha, del otro lado era distinta. Eso es lo que te tranquiliza, porque decís: “Esto no es de hoy”. Acá se tiene que pudrir algo para que actúen. Como lo del fútbol, que se podría haber parado antes. Ahora va a estar lleno de agachadas de cuarta, va a arrancar el campeonato sin que estén las cámaras instaladas. Esto es de siempre. Y hay un librito póstumo de [Carlos] Real de Azúa, Uruguay: ¿una sociedad amortiguadora? [1985], que es impresionante, porque compara el origen de Argentina con el de Uruguay, y dice: Argentina nace, se desarrolla y sigue hasta hoy en la confrontación; y Uruguay nace, se desarrolla y sigue hasta hoy en la negociación. Ninguna es mejor que otra, y te lo demuestra, porque hay una comparación entre el papel de la clase rural argentina y la uruguaya que es brillante: acá casi no pesó, mientras que en Argentina construyó el país.
En la novela hay una confrontación -y no una negociación- con las definiciones. Todo se vuelve parte de una escritura al borde.
-Lo hice como reacción, porque estaba paralizado por dos problemas pelotudos: un caño que se tapaba y se volvía una pesadilla, y la jubilación, que me demoró una eternidad. Es una novela que escribí en dos meses y medio. Ómnibus me llevó seis años, justamente por ser más minimalista, porque no es más que los viajes. Las dos cosas que escribí rápido fueron Mi mundo privado y Boomerang, que me llevó tres o cuatro meses.
Tenés un favoritismo con Boomerang por lo que generó en esa época.
-Lo que pasó es que muchos lectores, incluso grandes amigos como Jorge Lafforgue, decían que les gustaba más mi otro estilo. Vos tenés un público de diez personas, y las diez te van a romper los huevos para que sigas haciendo siempre lo mismo. Yo, en cambio, estaba chocho porque era otro público. En Mi mundo privado hice una mezcla y estuvo bueno, porque yo me sentaba en la máquina sin saber qué iba a escribir. Pero ya le había encontrado la veta, que tenía que ver con lo biográfico. Entonces decía “las mujeres”, por ejemplo, y hablaba de eso. Pero a su vez acompaño bastante al lector; eso es cancha entertainer.
¿Y el ritmo?
-A esto le llamo lo real-musical, porque todo entra y sale con un ritmo. En cambio, cuando escribís directo es autobiográfico. Por ejemplo, el cuento de mi viejo, “Filial”, para mí es el principio de ese tipo de cosas.
En Boomerang hay un juego muy interesante con la oralidad. Es como si escucháramos a una pareja conversando al lado.
-Sí, en un capítulo es la voz del tipo y en otro es la voz de la mina. Es un placer cuando hacés algo y te sale... Cuando terminé este libro [Mi mundo...] no le agregué ni le quité nada. Lo raro es que cuando lo terminás, te lo olvidás, y cuando lo volvés a leer te volvés a copar. Me pasó eso en las seis o siete lecturas que le hice en muy poco tiempo, porque lo quería mandar al concurso de Clarín, y gracias a que quedé entre los diez primeros se interesaron un par de editoriales.
Tu obra recorre varios géneros, como la ciencia ficción, lo fantástico, versiones del policial, pero siempre te corrés de las convenciones.
-Hacés lo que mejor te sale. A mí me sale bien eso. Si tengo que incluir algo teórico dentro de la novela, por ejemplo, lo incluyo como lo hice en La reina de las nieves, donde el tipo lee policiales berretas y va a la casa del amigo y lee un libro raro, que tiene el mismo tamaño que los policiales berretas pero es raro. Y ahí sale su propia lectura. Eso es lo valioso de [Juan Carlos] Onetti, por ejemplo. Y re funcionó. La importancia de no nombrar. [César] Aira tiene un ensayo sobre Superman que la rompe, y para mí Superman fue muy importante, pero de otra manera. Entonces, en el libro [Mi mundo...] lo nombro, pero digo “un escritor argentino”, no escribo “César Aira”. En The Book of Writers [libro en el que reproduce variadas anécdotas y encuentros con escritores anónimos] no digo los nombres. La tendencia de hoy es quitarle toda aura, todo secreto.
Con Aira se han encontrado en Montevideo.
-Ahora lo conozco porque nos hemos hecho amigos, pero es inexplicable el tipo. Vino acá, caminamos 20 cuadras y conocí mucho de Montevideo con él. “¿Cómo? ¿No sabés que donde ahora está Primaria era la casa de la directora de La Licorne [Susana Soca]?”, me decía. Las charlas con él son de una sola manera: generalmente un domingo a las 17.00 en un bar de Palermo, dos horas exactas, y se va. Y yo, cuando se trata de largas amistades, como con [Mario] Levrero, con Fogwill y con él, las respeto. Para mí son tres grandes escritores, y el secreto está en que no toques nada, ¿viste? En los libros en que Aira incluye fragmentos de realidad, jamás engaña. La vida nueva [2007] es la descripción del tipo que le publicó el primer libro, y es brillante. Todo lo que viene sobre él y sobre las editoriales de los años 60 es brillante [va a la biblioteca, busca El ilustre mago y lee entusiasmado el comienzo, antes de comentar la historia]. Dice que toda feria tiene un personaje al que no querés ver. Cuando el de la feria del Parque Rivadavia lo ve, le dice: “César, quiero hablar con vos, ¿tenés tiempo de tomar un café?”. Van a tomar uno y describe un café que es tal cual. Cuando insertás lo raro en algo consistente, es perfecto. Porque el tipo le dice: “Mirá, dos cosas te tengo que decir: primero, domino los elementos; y segundo -no me lo niegues-, sé que pensás que soy muy poco inteligente, y por eso necesito a alguien inteligente que me acompañe, porque no es fácil dominar los elementos. Ahora, vas a dominar los elementos pero nunca más vas a poder escribir”. Le da dos semanas para pensar. Entonces Aira aprovecha para visitar a dos amigos, y uno de ellos es Francisco Garamona [editor de Mansalva]. Y todo lo que escribió es cierto, pero el grado de delirio al que llega al final... Y en plena crisis, mientras se cae un edificio completo, aparece, entre nubes, la mujer de Aira, que nunca había estado.
¿Cómo incidieron esas amistades con Aira, Fogwill y Levrero?
-Los tres me gustaron mucho y supongo que me habrán influido. Pero lo que te producen es entusiasmo por leer y escribir. La vida de ellos era eso. En el caso de Fogwill, ni hablemos, porque por suerte pudo disfrutar de unos ocho o diez años finales en los que se lo reconoció como escritor. Es muy de los porteños decir: “Es un boludo polémico”. No, pará la mano, era un mago total como editor, un poeta del carajo. Nunca lo vi como un tipo agresivo de verdad, y ese lado que producía polémica también era una manera de zafar. Siempre me pareció un tipo hiperpiola. Yo había hecho una nota sobre un viejo libro de él, Música japonesa [1982], que era excepcional, y había titulado la nota “El miedo de narrar”, porque el tipo, a la mitad de algo que está funcionando a pleno, hace unas consideraciones teóricas al pedo. Y a él eso le quedó para siempre. Incluso hay una anécdota rara: en un momento hacen una encuesta en Página 12 sobre cuál es la crítica que más te influyó. Yo la entendí como algo en general, pero muchos la entendieron como la crítica a tu obra. Y Fogwill dijo: “Una vez Gandolfo me hizo una crítica donde hacía concha mis cuentos”, y después decía: “Desde esa concha pude volver a escribir”. Pero para el impreso lo cambiaron por “me hizo pelota”. Era otra cosa. Después vino la época en que mi viejo estuvo mal con el Alzheimer, y el tipo era un fierro. Como creador, me da vuelta. La segunda edición del tomo de los ensayos [Los libros de la guerra] agrega 15 textos que son de los mejores. Hay un análisis impresionante, línea por línea, de “Muchacha ojos de papel”. Cuando estás al lado de un escritor... tengo la teoría de que el escritor tiene que ser el tipo más común posible, pero cuando estás al lado de los buenos descubrís que generan cosas. Y con los tres la pasé bomba.
Yendo al periodismo, muchos te mencionan como un referente. ¿Qué lugar ha ocupado esa profesión en tu vida? Porque también la has incluido en tu ficción.
-Ha sido muy importante. Ahora la empecé a compilar. Saqué el libro La mujer de mi vida, y estoy armando de nuevo el libro de los géneros, le voy a agregar muchas cosas que escribí después. Me gustaría hacer un tomo con reportajes.
Son muy recordadas tus entrevistas con Alfredo Zitarrosa y Ricardo Piglia.
-Y encontré una con [Ricardo] Espalter que es impresionante. La hice en el bar de la esquina de Canal 10; la descripción de lo que el tipo hace es buena, y por eso se me ocurrió recopilar entrevistas. Yo había disfrutado años a Espalter, y en realidad fue levemente otra cosa porque le pedí que hablara de teatro. Creo que se llama “El rostro invencible”.
Sos bueno para los títulos.
-Homero era muy bueno. Un título grande de él fue “Henry James: el misógino que entendía a las mujeres”. Un día nos llegó la novela de [Augusto] Roa Bastos sobre Colón. Está el cantito de la secundaria que dice [canta] “Colón, Colón / Colón, Colón / y su hijo Cristobalito”. Entonces le dije: “¿Qué te parece ponerle ‘La vida de Colón Colón’?”. Otra vez hice un comentario que me hizo sudar tinta, que era sobre la teoría cuántica. Y me acordé de una frase que estaba pegada en la pieza de Levrero, que era mi favorita: “No hay que darle a Tarzán más virtudes de las que realmente tiene”. Yo siempre he disfrutado mucho del periodismo, salvo en Jaque, cuando me pasaron dos semanas a Política, una decisión que no tenía ni pies ni cabeza, y al poco tiempo me devolvieron a Cultura.
¿Cómo fue trabajar tanto tiempo al lado de Alsina Thevenet?
-Fue muy bueno. De hecho, me salvó la vida, porque por fin dejé el freelance. Con el freelance la pasás muy bien cuando cobrás mucho, y horrible cuando no cobrás nada. A su vez, me sirvió para tener una jubilación decente. Homero era un fuera de serie, y las tres o cuatro cosas prácticas que aprendí con él son invalorables. Estaba a otro nivel y tenía muchísimo sentido del humor.
Él se vino a causa del menemismo.
-Fue el único que dijo: “Me voy si gana Menem”, y fue el único que cumplió.
Vos tenés un buen retrato del menemismo y el uso del inglés en The Book of Writers.
-Es que era la época tope de eso: todo se nombraba en inglés, hasta los videoclubes. Es raro que Uruguay admire mucho más a Inglaterra que a Estados Unidos. Y la parte de admiración -esto me lo van a negar todos los uruguayos- de Cuba y Rusia es totalmente trucha y mentirosa. Nadie estaría dispuesto a vivir esa vida. Acá hay una sanata de la tolerancia total, pero cuando planteás algo así todo el mundo se transforma en un individualista feroz. Acá las podridas son inexistentes por la pequeñez de lo que está en juego, sobre todo en las editoriales chicas; es divagante. Un grupo que es una lástima que exista, porque cada uno haría mucho más por separado, es el de Amir Hamed, porque todos son unos cracks, pero en grupo son unos pelotudos atómicos.
¿Por qué?
-Creer que Amir Hamed es mejor que Borges...
Vos has dicho que a Uruguay, históricamente, no le ha importado la cultura, que esta siempre se vinculó con la izquierda, y que eso se ha desvirtuado en los últimos años. ¿A qué te referís?
-Al apoyo irrestricto, ante todo, al carnaval, que, sin dejar de ser un rasgo esencial, se ha vuelto muy sobrevalorado. La mitad del periodismo televisivo viene del carnaval. Y es malo, lo lamento. Es esto o algo que sea popular. Pero todo es una orden, no surge. Tenés que presentar algo en los Fondos Concursables pero también tenés que ir al interior. Con eso no lográs nada, y a su vez le quitás apoyo a la veta más auténtica. Una de ellas sería la literatura. En Uruguay no hay tipo más desprotegido que un excelentísimo escritor. Está frito. Le pasó a Levrero, a Julio Herrera y Reissig, a Onetti; a todos. Hay una continuidad. Y en Argentina también pasa. Néstor Sánchez, por ejemplo, se murió justo cuando le iban a dar una pensión. Allá, por lo menos, hay una red mínima, pero acá figura mucho el rencor. En la cultura uruguaya hay mucho rencor y resentimiento, y cuando conocés el trillo, cuando se escribe en contra de la manija que se le da al Ballet Nacional del SODRE, te acordás de que ese tipo escribió una ópera. Y eso le quita peso. No podés ser, al mismo tiempo, un crítico y un chanta.
¿“Casi siempre somos ángeles caídos que hacemos lo que podemos”?
-Exactamente. Yo, por ejemplo, soy un ángel.