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César Di Candia Foto: Juan Manuel Ramos

Testigo curioso

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Nos recibió en su casa, un apartamento sobre la calle Orinoco, entre Estrázulas y Michigan. Apenas llegamos, nos invitó a pasar a un cuarto lleno de libros y revistas, en el que hay una computadora. En los estantes hay fotos, en las que aparece junto a figuras como Zelmar Michelini, Liber Seregni, Joan Manuel Serrat y Mario Benedetti. También hay una caricatura de José Batlle y Ordóñez, y arriba de una mesa un clarín que usó su abuelo, Ludovico Melo, para el toque de retirada en la batalla de Tres Árboles, en 1897. La consigna era repasar su vasta trayectoria por los medios de comunicación. César di Candia es uno de los entrevistadores más importantes de la historia del periodismo uruguayo y valía la pena conversar con él.

Nació en Florida.

-Nací en Florida, sí. En realidad, no sé si nací en Florida. Sé que mi madre quedó embarazada en Rocha y para evitar el chusmerío de pueblo se fueron a esconder en una estancia. Tengo entendido que esa estancia queda en Florida, pero mi cédula dice Sarandí del Yi, que es en Durazno. Así que no lo tengo claro y nunca me dio por ir a averiguar. Sé que fui engendrado en Rocha, y por eso me siento de Rocha. A La Paloma empecé a ir a los siete años; tengo 86 y sigo yendo, ahora paso ahí seis meses al año.

¿Qué hacía su padre?

-Era empleado público, trabajaba en la Caja de Jubilaciones. Con los años, y por sus vinculaciones políticas, llegó a presidente de la Caja de Jubilaciones Rurales.

¿De qué partido era?

-Batllista rabioso, de don Pepe. Un día le dio la mano a Pepe Batlle y no se la lavó por varios meses. Era hijo de un sastre italiano; ahí atrás hay una tijera de sastre que usaba mi abuelo. Era gente muy humilde.

¿Y su madre?

-También era batllista. A diferencia de mi padre, pertenecía a una familia de terratenientes, de gente rica, con mucho campo, también colorados pero con campo. Mi bisabuelo materno llegó a ser intendente de Rocha, o mejor dicho jefe político de Rocha, que hasta la Constitución de 1917 significaba ser intendente y jefe de Policía, al mismo tiempo.

¿Compraban diarios en su casa?

-En mi casa se consumía El Día como si fuera la Biblia. De noche compraban El Plata, que era blanco. En aquella época había una oferta importante de diarios, y todos tenían un tiraje importante.

Su primer trabajo periodístico lo hizo siendo un liceal, con Alba Roballo.

-Eso es prácticamente un secreto. Alba Roballo sacaba un semanario que se llamaba Pregón, como luego se llamaría su sector político. Le faltaba un cronista de cine y me ofrecí, con absoluta irresponsabilidad. Hice tres o cuatro crónicas de cine, no más que eso.

¿Y la primera entrevista?

-La primera entrevista, en realidad, me la rechazaron, en los principios del diario Acción, que dirigía Luis Batlle Berres. La persona que me atendió me preguntó qué hacía y le dije que era estudiante, pero quería ser periodista. El tipo me puso la mano en el hombro y me dijo: “Dedicate a estudiar, pibe”. La primera entrevista publicada, en realidad, no me acuerdo con quién fue. Seguro que salió ya en El País, donde entré a trabajar en 1954. Empecé haciendo unas crónicas sobre el Mundial de 1954; eran como apostillas, cositas cortas que hacíamos con los hermanos [Jorge y Daniel] Scheck. En 1957 me incorporaron a la redacción y escribí la primera nota larga, de una página, sobre la cárcel de Miguelete, que en aquel momento era mucho peor que las cárceles actuales, lo cual ya es mucho decir.

¿Qué recuerda de aquella redacción?

-Había un cuarto para el secretario de redacción, otro para el jefe de información, y después había sillas con escritorios, que se iban ordenando de acuerdo a la especialización de cada periodista: cine, teatro, información nacional, policiales. Había máquinas de escribir para cada periodista, y al lado, un gran taller de composición, porque se componía con linotipo, con plomo caliente.

¿Le gustaba esa parte del proceso?

-Me gustaba mucho, era muy linda toda la parte de linotipia. El linotipista tomaba tu nota, la ponía al costadito de la máquina y empezaba a leerla y a escribir; escribía al tacto. Armaba líneas con letras de plomo, que iban cayendo una arriba de otra. Después el armador iba tomando esos montones de líneas de letras de plomo y las iba a armando arriba de una especie de marco de acero, que era del tamaño de la página del diario. Y ahí iban colocando el texto, las fotos, los recuadros. Cuando esa máquina estaba pronta, se apretaban bien las tuercas para que no se movieran y se sacaba. El periodista escribía en positivo, el linotipista sacaba la nota en negativo y el que armaba también era negativo; después ponían un cartón que pasaban por arriba y lo prensaban, que era positivo. Después eso iba a un mueble de plomo hirviendo, que era negativo, y ya de ahí se imprimía.

¿Y el registro de las entrevistas se hacía todo a mano?

-Todo a mano, y después se pasaba a máquina de escribir. Y había que sacar pruebas de cada material para los correctores, que revisaban después lo que habían escrito los linotipistas. Se corregía y volvía. Era todo a impulso de hombre. Las únicas máquinas eran las de componer, y eran bastante antediluvianas, además.

Ha dicho que las revistas de humor, sobre todo en el Río de la Plata, responden a un momento histórico determinado. ¿Cuál sería el de Lunes (revista editada por El País, que dirigió Di Candia)?

-Empezamos sacando una página de humor dentro de El País en 1957, que se llamó “La Página de los Lunes”. Ahí escribíamos de todo, pero sin inclinaciones políticas ni menciones al proceso social de la época. Había chistes, textos, ilustraciones. Algunos eran un poco pasaditos para la moral de la época, a tal punto que hubo una intervención en cámara de un diputado de la Unión Cívica para quejarse. El director del diario en ese momento, Eduardo Rodríguez Larreta, nos pidió que sacáramos esa página del diario, para evitar líos políticos, y propuso estructurar ese material en forma de revista. Y ahí salió Lunes, la revista dedicada “a suavizar el día más áspero de la semana”, como decía el eslogan.

¿Quiénes más estaban en Lunes?

-Casi todos están fallecidos: Carlos Scheck, Daniel Scheck, Eduardo Cortina, Raúl Martínez, Aquiles Fabregat, Viterbo Rivero, Carlos María Gutiérrez. Vivos quedamos [Hermenegildo] Menchi Sábat, que está en Buenos Aires, y yo. Somos los dos sobrevivientes.

Volviendo a la pregunta anterior, el tiempo político de Lunes es el del ascenso al poder de Benito Nardone, que nos facilitó muchísimo material político, porque era un tipo muy pintoresco. Él estaba asociado a una línea política que no era la del diario El País, algo que nos daba un poco de carta blanca para trabajar. Nardone fue realmente un personaje, que se hacía el ignorante en la audición que tenía en la radio, pero en realidad era otra cosa.

En algunos números sacaban hasta cinco o seis páginas de chistes sobre Nardone. ¿Nunca los llamó o se comunicó con ustedes?

-Jamás tuvimos ninguna presión. Unos años después le hice una entrevista a Nardone, ya en la época de Repórter. Fui a la casa, me dio la mano, me miró y me dijo: “Usted es aquel”. Asentí, me miró y me dijo: “Pase”. Pero no me dijo ni una palabra más que eso, no me reprochó nada. Era un caballero en ese sentido. Y me llevé una impresión distinta; en su casa tenía un bibliotecón inmenso. Me explicó que todo era parte de su formación para ser cura; tenía una cantidad de libros sobre religión impresionante, algo que nadie sabía. Un personaje muy pintoresco.

Había muchas notas firmadas por Viterbo. ¿Quién era?

-Viterbo Rivero era un muchacho que trabajaba en una agencia de publicidad, que se vino a ofrecer, como tantos, para trabajar. Tenía mucha gracia, después trabajó con nosotros en Guambia. También [Aquiles] Fabregat, que llegó a ser después secretario de la revista Hum®, en Buenos Aires.

Recién habló de Repórter, que sería el paso siguiente de su carrera.

-Fue una especie de continuación; de hecho, la idea en un principio era llamarla Lunes Repórter, pero después quedó Repórter. Ya era más seria, era una revista de información general, apolítica y con mucha información que veíamos que no salía en los diarios. Había mucha información sobre teatro, cine, cosas que ocurrían a nivel social y político, reportajes. Ahí trabajó Carlos María Gutiérrez, que fue su primer secretario de redacción y era un periodista excepcional, una figura muy talentosa. También trabajó Carlos Núñez.

Eso que decía sobre información que no salía en los diarios parece similar a lo que sería luego Búsqueda.

-Tenía algo parecido, puede ser un antecedente, es cierto. Se intentaba traer a la gente más prestigiosa, sobre todo en Cultura y Espectáculos: escribían [Antonio] Taco Larreta, Emir Rodríguez Monegal, Homero Alsina Thevenet; dibujaba Sábat. Era una revista culturosa, con gente muy seleccionada, que trató de hacer periodismo en serio; creo que fue uno de los primeros intentos en el Uruguay moderno, porque lo anterior había sido Mundo Uruguayo, que era una revista mucho más frívola.

¿Qué me puede decir de Gutiérrez?

-Prefiero hablar poco de él porque terminé enojado en la época de Repórter; retomé la amistad mucho después. Era un hombre serio, huraño y concentrado en su trabajo. Para hacer una nota tenía que leer y estudiar mucho. Nos enseñó eso. Y escribía notablemente bien. Ideológicamente estaba posicionado bien a la izquierda, por lo tanto es probable que haya sido más importante para las generaciones posteriores de periodistas que se identifican con la izquierda, pero no me gustaría dar una opinión sobre Gutiérrez teñida por lo político. Prefiero no decir más que eso.

Tanto él como Núñez tenían posiciones políticas muy definidas, que no escondían.

-Los dos terminaron en el MLN. Núñez, con una prisión larga, de la que salió mal, enfermo, casi ciego, y murió joven. El País era una empresa que contrataba a quienes consideraba que eran buenos periodistas, en una época en que no había escuelas de periodismo.

Y con Alsina Thevenet [HAT], ¿cómo era la relación?

-Trabajó poco en Repórter. HAT trabajó primero en Marcha, donde hacía unas crónicas de cine estupendas, a tal punto que te podría mostrar carpetas llenas de artículos de él que tengo guardadas. Él te enseñaba cine, te mostraba cosas de las que no te habías dado cuenta. A mi generación le enseñó muchísimo sobre cine y sobre literatura periodística. Nos enseñó a ser concisos, a usar pocos adjetivos, a no repetir palabras. Tenía técnicas y las enseñaba. Era un profesor. Poco antes de que yo entrara, habían armado en El País una sala de redacción absolutamente brillante. Uno aprendía. Yo era un jovenzuelo en esa época y aprendí leyendo textos de los demás. Si tenías una vocación firme, aprendías. HAT era especial, porque corregía tus notas, leía lo que habías sacado, y al otro día te hacía comentarios con correcciones. Era la manera de aprender.

También serían importantes para la formación las recomendaciones de libros o películas.

-Esa era una parte importante. HAT nos hizo descubrir una cantidad de cosas del cine. En esa época, hay que entenderlo, el cine era todo, porque la radio era cualquier cosa y no había televisión. La gente iba al cine más de una vez por semana, los cines de barrio se llenaban. Pero se llenaban como un entretenimiento: la gente iba al cine por los mismos motivos por los que después empezó a ver televisión, para sacarse las telarañas del día, los problemas del trabajo, las rabietas y las frustraciones. Uno miraba cualquier cosa y se olvidaba, el cine cumplía esa función. HAT nos obligó y nos enseñó a ver buen cine, nos mostró materiales diferentes. Las películas de [Ingmar] Bergman pasaban sin pena ni gloria, hasta que él nos mostró que era importante poner el ojo ahí. Era un orientador.

¿Y en Marcha qué hizo?

-Llegué a hacer unas notas humorísticas. Había una página que tenía de un lado una subsección que se llamaba La Mar en Coche, que era como una colección de disparates que habían salido en los diarios, Juceca [Julio César Castro] hacia Don Verídico y yo hacía otra nota de humor, con ilustración. Eso era en la época de [la presidencia de Jorge] Pacheco [Areco], la sociedad empezaba a radicalizarse y de a poco el buen humor amable empezaba a desaparecer. Después, con [la presidencia de Juan María] Bordaberry, el humor se murió. Era un riesgo, podías ir preso por un chiste. Bordaberry era un odioso perseguidor de las libertades, ya siendo presidente era un dictador en ciernes. Y después fue un dictador en serio. A Bordaberry lo conocí mejor 20 años después, en una entrevista para El País. En esa nota me explicó en detalle cómo pensaba que las sociedades habían empezado a deteriorarse a partir de la Revolución Francesa. Él estaba convencido de que Dios elegía a los gobernantes y por eso se sentía un producto de la divina providencia. Me lo dijo con esas palabras. Su pensamiento estaba atrasado por lo menos 200 años.

Vuelvo a su carrera periodística y un poco para atrás. ¿Cómo fue la experiencia de Hechos?

-En 1961, Carlos María Gutiérrez me presenta a Michelini, en el bar de San José y [la actual] Aquiles Lanza. Michelini tomaba café ahí porque su madre vivía al lado y él iba todos los días a almorzar con ella. Como trabajaba muy cerca, en El País, el encuentro fue sencillo. Yo admito que sentía una fascinación muy especial por Michelini, era un tipo de un carisma impresionante, como Wilson [Ferreira Aldunate]. Ya por la forma de mirar y hablar, te daba la pauta de que era un tipo distinto, de que no era el mismo político mentiroso de siempre. Lo traté un tiempo, le hice una entrevista para Repórter y nos hicimos muy amigos. En un momento me llamó a casa, a las siete de la mañana (era de los que te llamaban a cualquier hora), y me invitó a desayunar. Y me propuso irme de El País y empezar a dirigir un semanario. Era una decisión difícil, pero me fui igual, más que nada por adhesión personal al tipo. Hicimos un semanario durante siete u ocho meses, que después se terminó convirtiendo en el diario Hechos. El diario lo dirigía Zelmar, yo era el redactor responsable, el secretario de redacción era Luis Vignolo y el jefe de información era Fernando Aínsa.

¿Héctor Rodríguez trabajó ahí?

-Trabajó, sí. Zelmar me dio carta blanca para elegir al personal, y pensé que para las páginas sindicales era ideal tener a un tipo intachable como Héctor Rodríguez. Héctor fue de las personas más honradas y austeras que he conocido; era muy buena gente. Malamente llevado a la cárcel, injustamente maltratado, él y su esposa. Héctor se hizo cargo de la parte sindical de Hechos, y además fui contratando gente de otros diarios; no era fácil, porque tenían que dejar un trabajo seguro por algo que estaba arrancando. Pero venían igual. Trabajó también Danilo Arbilla, en la parte de sindicales, con Héctor.

Recién habló de la devoción que sentía su padre por Pepe Batlle; da la impresión de que Michelini es algo así como su Pepe Batlle.

-Sí, mi Batlle fue Zelmar. Zelmar es el único mártir político de la izquierda nacional, porque los otros han sido mártires sindicales o mártires estudiantiles, pero Zelmar era un senador de la República electo por el Frente Amplio [FA]. Mi gran frustración con el FA es que nunca lo reconoció y homenajeó como fuerza política. No un homenaje entre cuatro paredes o en el Parlamento, sino el homenaje que merecía uno de sus fundadores e ideólogos. El batllismo se cansó de hacerle homenajes corporativos a Baltasar Brum, que se pegó un tiro en el pecho gritando “Viva Batlle”; lo mismo con [Julio César] Grauert, que fue herido y muerto por las balas de la dictadura [de Gabriel Terra]. Pero el FA nunca lo hizo con Zelmar. Ahí empecé a desilusionarme con el FA, hasta el día de hoy, que voto al Partido Independiente, por si a alguien le interesa.

¿Tiene alguna hipótesis acerca de las razones?

-No las conozco, pero es algo que nunca entendí. Seguramente las personas que venían de otro partido, en este caso del Partido Colorado, eran un poco mal miradas en el FA. Con Zelmar faltó ese cariño que tiene que existir en un partido político, quizá pesó más el componente de coalición que tiene el FA.

En el libro Grandes entrevistas uruguayas compiló una que le hizo [Ernesto] González Bermejo a Michelini en 1973, para una revista chilena.

-Era muy buena entrevista, González Bermejo era un gran periodista. Zelmar en esa etapa estaba muy radicalizado, pero porque Uruguay estaba radicalizado. En esa época ya estaba obligado a vivir en Buenos Aires y tenía una hija presa. Cuando escribía o hablaba en público contra la dictadura, torturaban a su hija. Para él era monstruoso. Vivía con una angustia permanente; estuve con él unos 20 días antes de que lo mataran y lo encontré muy demacrado, flaco. No sé si quebrado, pero sí lo encontré muy viejo, encorvado; no era fácil salir del atolladero en el que estaba. Exponer a una hija a la tortura es algo que vence a cualquiera. La última vez que hablamos me dijo que tenía información de que iban a venir a matarlo de Montevideo; no me dijo quiénes, pero me consta que varios amigos de él fueron expresamente a Buenos Aires a decirle que tuviera cuidado. Pero él no podía irse, le habían sacado el pasaporte, y además tenía que trabajar para mantener a su familia. Buenos Aires en aquel momento era un centro de muerte; mataban a todo el mundo. Zelmar andaba por la calle lo mínimo, apenas para ir hasta el diario donde trabajaba, que era La Opinión, de Jacobo Timmerman. Él me decía que no me expusiera con él, pero no le creía nada de eso, yo pensaba: “No pueden matar a un senador de la República, sería demasiado”. Y bueno, lo terminaron secuestrando y asesinando.

Sobre periodismo y dictadura no hay mucho para decir.

-No, en esa etapa no hay nada, no se podía hacer periodismo.

Ya en democracia, además de su pasaje por El Dedo y Guambia, tuvo un coqueteo con la actividad política.

-Estuve a punto de ser electo en 1984. Hugo Batalla me puso cuarto en la lista al Senado. Yo le había pedido por favor que no me pusiera en un lugar “salible”, pero resulta que justo votó muy bien la 99 y sacó tres senadores. Estuve ahí, arañando. Que saliera hubiera sido una catástrofe para el país y para mí.

¿Piensa que la entrevista con el general Hugo Medina, que publicó en Búsqueda en 1991, fue la más importante de su carrera?

-La mejor no fue, fue sí la que tuvo mayor repercusión. Hubo otras mejores, en las que se dijeron cosas mucho más interesantes; por ejemplo, la que le hice a la viuda de Luis Batlle Berres [Matilde Ibáñez], por decirte una. La de Medina fue importante porque por primera vez un general admitía haber dado la orden de torturar.

Tal vez haya sido la entrevista más trascendente, entonces.

-Trascendente sí, porque se habló mucho de esa entrevista, en las radios, la televisión, hasta la CNN sacó un informe. Fue un acontecimiento. Ojo, yo creo que Medina quería hablar, porque si no quería decirlo, no lo decía.

Igual, durante la charla usted lo fue llevando.

-Lo fui llevando, sí, porque era un tema muy delicado. Cuando vi que me iba admitiendo cosas lentamente, le hice esa última pregunta: “¿Usted alguna vez dio orden de apremiar a un prisionero?”, y él me respondió: “Di”. Y ahí terminó.

Cuando salió de esa entrevista, ¿se dio cuenta de lo que tenía grabado?

-Me di cuenta, a tal punto que salí de la casa de Medina, en Francisco Solano López, y me fui derecho a hablar con Arbilla [entonces director de Búsqueda], y le dije: “Mirá, tengo una bomba acá”. Entonces Arbilla, que tiene un olfato periodístico terrible, propuso sacarla toda junta, aunque tenía como para sacarla en tres partes. Él pensaba que si sacábamos la primera, apenas saliera iban a aparecer presiones para que no saliera la segunda. Así que salió en seis páginas, toda la entrevista de un saque. Llamados telefónicos hubo, pero ya había salido. Al miércoles siguiente hablé con Medina y me dijo: “La mitad de los generales me llamó para felicitarme, la otra mitad me llamó para putearme, así que dimos en el clavo, porque dijimos la verdad”.

Usted contó alguna vez que a Medina también lo llamó el ex presidente Julio María Sanguinetti; Medina había sido su ministro de Defensa.

-Sanguinetti lo llamó para decirle que era un idiota por salir a hablar en ese momento, que no tenía necesidad de hablar de esas cosas. Julio María es muy de [hace un gesto de mutis] cerrar la boquita y pasar a otro punto.

En una nota que le hizo a María Esther Gilio para Qué Pasa, en 2000, ella insistía en la importancia de preparar minuciosamente cada entrevista. ¿Qué importancia le da a ese aspecto?

-María Esther era una estupenda periodista, hay una entrevista que le hace a [Aníbal] Pichuco Troilo que deberían leer todos los periodistas. Es maravilloso. Troilo está en pedo, ella está ahí, sin haber escuchado un tango en su vida, y lo hace decir cosas impresionantes. Otra estupenda es la que le hace a Ringo Bonavena: lo entrevistó en la casa comiendo ravioles con la madre. Era muy buena María Esther. Y es cierto, ella trabajaba sobre la base de planificar y preparar mucho las entrevistas. A mí me parecía que eso podía llegar a enfriar o mecanizar los reportajes. A ella le salían muy bien, pero a mí me gustaba más lo que podía salir del diálogo y de la posibilidad de hacerle bajar la guardia al entrevistado. Si el encuentro duraba una hora y media, los primeros 15 minutos generalmente hablaba de otra cosa, tomaba un café o unos mates, conversaba sobre la situación general, lo que sea. Y ahí el tipo lentamente se iba aflojando y confiando, pero siempre en un tono de conversación, no de pregunta agresiva; hay que tener en cuenta que el entrevistado siempre está a la defensiva.

Sobre todo si es un político.

-Con los políticos se ve más claro. Con Medina pasó eso: logré vencer cierto plazo de desconfianza, porque él tenía desconfianza en el entrevistador. Hablamos primero de la situación general, del gobierno de [Luis Alberto] Lacalle, de Fulano, Mengano, esto y aquello, hasta que fui llegando a la parte de la dictadura y su lucha contra la subversión. Se fue aflojando, al punto de que me terminó diciendo que la tortura era imprescindible. Y cuando terminamos, me quedé esperando que me dijera: “Por favor, eso no lo ponga”, pero no se arrepintió nunca.

A Gilio le preguntó aquella vez si había entrevistado a alguien con mala intención. ¿Usted lo hizo?

-No, jamás. Porque no sirve. Si es un tipo al que odiás internamente, quizá lo mejor sea no hacerla, porque te va a salir mal. Entrevisté a muchísimas personas que no eran de mi simpatía, pero siempre intentaba que fueran reportajes neutros, fieles a lo que decían y al modo en que se había dado la conversación. Porque si no, te vas sesgando. Los reportajes intencionados nunca salen bien, se nota enseguida.

¿A quién se quedó con ganas de entrevistar?

-De Uruguay, te diría que a casi nadie. A Pacheco, tal vez. Cuando se lo propuse, me mandó decir que quería un cuestionario. Pero no es lo mismo; la vida íntima de un reportaje está siempre en el diálogo cara a cara. Es importante mirar la cara, las expresiones del tipo, porque podés saber cuando te miente o no le gustó la pregunta, y te sirve para insistir por ese lado. Y existe sobre todo la repregunta, que es lo más importante de una entrevista, salen cosas muy buenas en las repreguntas. Es como pegarle a la pelota de sobrepique.

¿Qué importancia le da a la edición?

-Toda. La edición es todo. Siempre me tomé muchas libertades: pasar para el final preguntas que estaban al principio, intercalar, rearmarlas como un rompecabezas; todo para facilitar la lectura. Lo más importante es mantener la esencia del reportaje y ser fiel a eso.

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