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Grand Street, dirigida por Lex Sidón. Con Charlotte Riley, Tom Byam Shaw, Neal Bledsoe. Estados Unidos, 2014. Cinemateca 18.

Faltó el aliento

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Éste es el primer largometraje de Lex Sidón, cuya carrera cinematográfica previa parece constar de un cortometraje de 2010. Se filmó y terminó con poquísima plata, que él fue levantando aquí y allá en un tortuoso proceso que se extendió por tres años. Es común que jóvenes directores que no tienen la suerte de estar plantados en la industria recurran a alguna idea muy creativa y barata con la que, si les va bien, llamarán la atención para poder ingresar al cine “grande”. Hay otros que no tienen para nada tal intención: quieren hacer lo que están haciendo, y no creen que eso pueda realizarse con autonomía e independencia en un marco más industrial.

Esta película se queda en un lugar perdido entre ambas posibilidades. Las primeras escenas tienen un montaje fragmentado, alternan frenéticamente distintos momentos, distintos ángulos de la misma escena pegados sin continuidad. Ese montaje “cubista” es apenas suficiente para que captemos algunas facetas de la historia exhibidas en ese prólogo y que serán usadas luego. De a poco, el ritmo y el montaje tienden a tranquilizarse, y excepto por algún jump cut que nos recuerda la intención indie, la historia transcurre en forma bastante lineal.

Es una historia bastante común: un veinteañero se encuentra fortuitamente con una veinteañera y pasarán las siguientes treinta y pico de horas juntos, vagando por Nueva York. Camilla quiso ser una especie de agente de las que leen guiones de cine y obras literarias, para luego colocarlas en sus respectivos mercados. Trabajaba para su novio, pero se separaron, y de pronto perdió todo: trabajo, domicilio e incluso las amistades. Amo tuvo una educación peculiar, apartado de su familia, y de ese modo aprendió las reglas de “la calle”: roba un poquito, da pequeños golpes, pero también conoce a todo el mundo y siempre tiene a alguien a quien pedirle ayuda; disfruta de esa vida sin amarras. Dado que Camilla no tiene donde caer, vaga por ahí con Amo, entre bares y hoteles en los que se cuelan; se sientan en escaleritas de edificios mirando la vereda, conocen a distintos personajes, pasan por pequeñas aventuras como si se tratara de una road movie en miniatura y a pie, regada con grandes dosis de alcohol, drogas, cigarros y rock indie.

Amo va haciendo sus pequeñas locuras, y Camilla lo mira con un aire que combina un “¿cómo me fui a meter con este engendro?” y una sonrisita de admiración, como si él le estuviera revelando un nuevo concepto de libertad, con el que ella se va atreviendo de a poco. Entre tanto, él dice algunas palabras en francés que traducen sus inclinaciones culturales personales, así como las pretensiones de la película de lograr una especie de reciclaje de la nouvelle vague (hay incluso un plano en el que Amo hace el gesto característico de Jean-Paul Belmondo en Sin aliento -Jean-Luc Godard, 1959-). En contraposición con él hay otro personaje, Hewitt, que es adinerado, más convencionalmente apuesto y también se interesa por Camilla. Pero no, ella no se va a quedar con el ricachón sino con el romántico, e incluso a su manera el ricachón va a ser puesto en ridículo, como una pequeña venganza cinematográfica.

Es curioso que, pese al carácter libertario que proclama la película, y a su enfoque adulto del consumo de sustancias ilegales y de la vida nocturna, es sumamente pudorosa en lo sexual y en lo referido a las relaciones de pareja. Aun totalmente drogado y en un ambiente de swingers, Amo se va a resistir a que una bellísima panameña (interpretada por la argentina Mía Maestro) le haga sexo oral. Ni él ni Camilla se ven teniendo sexo con nadie -un recurso convencional en el cine de estos tiempos de neopuritanismo, que los vuelve cinematográficamente “vírgenes”, aunque se asume que no lo son en sus biografías diegéticas-. Antes de un beso, antes de nada, sin más antecedente que un roce de manos en una mesa de bar, Amo se le va a declarar a Camilla pidiéndole casamiento (de rodillas, con anillo y todo). Un corte y los vemos conviviendo en su apartamentito roñoso, tomando un baño de bañera juntos, ¡ambos con sus respectivas ropas interiores!

Perdonen que les cuente, los hago confiando en que no se pierden nada con saberlo: ocurre una tragedia, pero al final aparece Camilla, ahora con ropas más onderas y las lecciones de vida que absorbió de Amo, sonriente y fuerte para enfrentar la vida como una mujer más libre, realizada y personal (y, según todo indica, finalmente insertada en el mercado de trabajo). En fin, es Titanic (James Cameron, 1997) pero con dos pesos, sin la centésima parte de los talentos de aquella película, pero en vez de pretender (y lograr) ser el Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1940) de su era, se vende como una especie de seudo nouvelle vague del siglo XXI. O quizá, por el afiche, como una nueva Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995), a la que tampoco se acerca.

Así que sí, es cierto, la película fue realizada en forma económica e institucionalmente independiente. Y parece ostentar con orgullo esa independencia. Pero es justamente su pose offbeat lo que, en vez de apartarla del cine más careta, pone en evidencia lo encadenada que está a las convenciones. Esto sí que es “dependencia”, porque ni siquiera tiene que obedecer a un productor codicioso y cuadrado que le haya comprado el alma por buena guita. El sistema y las tradiciones tienen para agradecerle esta colaboración militante disfrazada de marginalidad.

La frutilla de la torta es el dato de que Lex Sidón dice haber basado la historia en un episodio que vivió, y que Amo sería su álter ego. Y sí, tiene sentido: ésta es la película de alguien que se imagina a sí mismo como un tipo loquito, libertario, que no tiene nada que aprender de la chica linda pero sí mucho que enseñarle sobre la vida, y además fantasea con que cuando se muera será recordado como un gran hombre.

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