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La muerte del padre, Un hombre enamorado y La isla de la infancia, de Karl Ove Knausgård. Anagrama, 2012, 2014 y 2015, respectivamente. 504, 632 y 498 páginas, respectivamente.

Recuerdos al por mayor

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La muerte del padre, Un hombre enamorado y La isla de la infancia, de Karl Ove Knausgård. Anagrama, 2012, 2014 y 2015, respectivamente. 504, 632 y 498 páginas, respectivamente.

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Una manera un poco torcida o rebuscada de pensar lleva a la conclusión de que la autobiografía es el grado último de la autoficción (definiendo ésta como cierta forma de ficción literaria en la que el narrador es presentado como coincidente con el autor real, pese a que los hechos narrados desafíen cualquier verosimilitud biográfica), ya que, entre todos los relatos posibles sobre un personaje o una persona -entre todos los mundos posibles diferenciados por las historias de vida de un personaje, por sus alternativas y decisiones-, el que pueda llamarse “real” no es más que uno entre muchos, indiferenciado o -en el fondo- indiferenciable.

Así, si pensamos en una suerte de gradiente del “realismo”, con la fantasía, el slipstream y lo fantástico hacia la izquierda, y la ficción más “realista” en dirección contraria, la autoficción-autobiografía de la que hablamos podría ocupar la extrema derecha, un hiperrealismo, digamos. Y es en los extremos, evidentemente, donde pasa lo más interesante. Al menos en literatura.

También cabe pensar que la forma más pura y básica de la narrativa es ponerse a contar la vida propia sin cambiar los nombres ni exagerar los hechos, presentando todo y a todos y todas descarnadamente y sin escrúpulos ni vacilaciones (por más imposible que pueda parecer esto, acaso cabe la posibilidad de que el sujeto de una escritura así esté convencido de que efectivamente está diciendo la verdad). Pero por supuesto que no hay nada de simple en Mi lucha, el sexteto de novelas autobiográficas del noruego Karl Ove Knausgård (nacido en 1968), que a la hora de dar cuenta (o cuento) de la vida de su autor ofrece un fascinante híbrido de novela y ensayo, con una prosa que puede pasar de la reflexión más intrincada (en este sentido son memorables las páginas sobre la muerte, de inspiración benjaminiana, en varios momentos de la primera parte del tomo uno, La muerte del padre) a la descripción más fría, la aparentemente simple enumeración de pasos a la hora de preparar un plato de comida o hacer un té con leche (momentos que abundan en el tomo dos).

El combo de reelaboración de la memoria e ímpetu ensayístico remite, por supuesto, a la obra de Marcel Proust. También es cierto que, si bien este noruego deja claro que aprendió unos cuantos trucos de aquel francés, habría que buscar mucho en los tres tomos de Mi lucha publicados en español para encontrar al menos un párrafo que mostrase aunque fuera la décima parte de la complejidad de tiempos e instancias de enunciación y rememoración que marca el pulso cognitivo de En busca del tiempo perdido, pero es una tontería demandar algo así. Según se lee por ahí en entrevistas y reseñas, Knausgård se propuso escribir 20 páginas de recuerdos por día, simplemente como una manera de salvarse del bloqueo de escritor. Ese ejercicio, sin embargo, terminó por cristalizarse en uno de los proyectos literarios más grandes e interesantes de lo que va del siglo XXI.

Historia personal

Antes de iniciar esta serie, Knausgård había publicado dos novelas, Ute av verden (podría traducirse como “fuera del mundo”), en 1998, y En tid for alt (“Un tiempo para cada cosa”, siguiendo al Eclesiastés), en 2004. Ambos libros son mencionados en la serie Mi lucha (que comenzó a ser publicada en 2009) y, de hecho, buena parte del segundo libro de esa saga autobiográfica (Un hombre enamorado en la traducción al español, que para cada tomo sigue los títulos propuestos por los traductores al inglés) cuenta los pormenores de la escritura de Un tiempo para cada cosa, para la que Knausgård debió investigar diversas fuentes de literatura mística. El narrador de la novela ha escrito un libro sobre los ángeles; buena parte del libro es una exposición de las diversas hipótesis acerca de la naturaleza de esos seres, lo que hace pensar que el intercalado de segmentos ensayísticos es un gesto recurrente en Knausgård, más allá de las decisiones específicas que tomó a la hora de escribir Mi lucha.

Por cierto, la serie de libros -más allá de la referencia hitleriana del título- causó una verdadera conmoción en Noruega, incluyendeo la presentación de demandas por difamación. Esto último no es sorprendente: basta con leer lo que el autor resolvió decir sobre su padre, su hermano y su primera esposa para entender que cualquiera de esas personas pudo haberse sentido por lo menos ofendida (bueno, el padre no, porque está muerto: el primer tomo, titulado, como ya se dijo, La muerte del padre, nos cuenta las circunstancias), pero, a la vez, hay que decir en su defensa que el personaje tratado con menos misericordia en la serie es, precisamente, el narrador-autor, Karl Ove Knausgård.

Parte del impulso analítico de estos libros es explorar la identidad y la personalidad de ese narrador; en este sentido, el gesto proustiano está más que claro, pero allí donde veíamos en Marcel -aunque en toda la considerable extensión de En busca del tiempo perdido ese nombre aparece apenas dos veces y de manera engañosa, con el narrador desdoblado y diciendo algo así como “por darle al protagonista de este libro el mismo nombre que su autor”- un yo expansivo, infinitamente generoso y capaz de empatizar con todas las criaturas del planeta, sean humanos, árboles o iglesias, el Karl Ove de Mi lucha es más bien mezquino, temeroso y egoísta. Aunque no por ello menos entrañable; es decir: en la exhibición permanente de defectos -presentados, por cierto, en una prosa casi científica, propia de un informe y ajena por completo a la conmiseración- es posible ver una grandeza, una voluntad de conocimiento y, por qué no, de redención.

Ese retrato empieza a tomar cuerpo hacia el segundo tomo. El primero, que reconstruye algunos años de la adolescencia de Karl Ove (leer Mi lucha, por cierto, termina por convencer al lector de que conoce a Knausgård, y por eso es fácil referirse a él por sus nombres) y narra también los días que siguieron a la muerte del padre, empieza a dibujar el retrato de su autor en un momento en que su identidad -y esto está señalado explícitamente- todavía era el objeto de una búsqueda. Es en Un hombre enamorado donde el lector empieza a ver a Karl Ove Knausgård, a entrar en la ilusión del conocimiento; en ese sentido funciona a las mil maravillas que el tercer tomo, La isla de la infancia, nos lleve aun más atrás, a los primeros años de su vida y a más detalles de la complicada relación con ese padre sobre el que, en la primera entrega, se nos sugiere que se suicidó con una prolongada ingesta de alcohol.

Otro detalle interesante -y que a grandes rasgos o, mejor, a gran escala, reconstruye ese hábito proustiano de los diferentes tiempos intercalados en un mismo párrafo- es la no linealidad de la serie, que va zigzagueando en el tiempo de vida de su autor, movida por necesidades tanto expositivas (la larga meditación sobre la muerte del primer tomo) como novelísticas (el contraste entre la actualidad del tomo dos y los recuerdos profundos del tres).

Habrá que esperar la traducción de los tres libros que faltan para terminar de recorrer la catedral del noruego -la metáfora no es tan ociosa como parece: es de filiación proustiana, precisamente, comparar libros ambiciosos con catedrales- y empezar a digerir su suma y cifra del tiempo. No será tarea fácil, pero lo que está disponible hasta ahora en español -en inglés, por cierto, tampoco se consigue todo; habrá que aprender noruego, quizá- definitivamente indica que la espera y el esfuerzo valdrán la pena.

Una nota final: quienes no se sientan movidos hacia la reflexión sobre la autoficción y la autobiografía podrán encontrar, de todas formas, dos líneas de lectura de estos libros particularmente fértiles: por un lado, los trucos de narrador que Karl Ove Knausgård emplea y renueva, con un énfasis especial en la pasmosa facilidad y naturalidad de su descripción de personajes; por otro, el secreto más íntimo de su escritura, de su estilo, que parece descuidado e impetuoso, pero esconde una suerte de sabiduría.

Por ejemplo: una de las costumbres más visibles de Karl Ove es la concatenación de breves, casi telegráficas, oraciones subordinadas coordinadas entre sí nada más que por comas (como si en su universo de signos apenas hubiera punto y seguido, y se hubieran desvanecido para siempre los punto y coma y los dos puntos). Esto, al principio, puede resultar extraño, y es fácil preguntarse si no será un problema del traductor al español. Una comparación con la traducción al inglés, sin embargo, revela la misma costumbre, y hacia el tomo dos se puede empezar a comprender: es allí donde Knausgård insiste más en esa marca de estilo en las largas (mecánicas, algorítmicas) descripciones de su vida cotidiana, y por eso parece fácil resolver una ecuación de estilo y finalidad narrativa.

Knausgård nos expone su costumbre de todos los días, pero no lo hace a la manera de Levrero -o de sus torpes imitadores-, para revelar lo maravilloso en lo cotidiano o para mostrarnos la presunta parte de abajo o de atrás de las cosas; por el contrario, su inventario del día a día es un catálogo, una lista, y termina por operar como uno de los pilares de su hiperrealismo. Cómo el noruego hace funcionar algo así en una obra de escala tan grande es algo que todavía estamos por ver. Pero quien haya recorrido los primeros libros de Mi lucha sin duda llevará la fe en lo más íntimo de sus ojos.

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