Seguramente debe de haber mayores fans de los Rolling Stones (incluyendo a algún colaborador de este diario) que Martin Scorsese, pero también es seguro que ninguno ha hecho tan pública y notoria su idolatría de la banda como el cineasta neoyorquino. Al menos cuatro de sus películas (Mean Streets, Good Fellas, Casino y The Departed) presentan canciones de Jagger & Richards en su banda de sonido, llegando al cenit de su devoción en Casino (1995), donde se pueden escuchar seis temas del grupo, incluyendo una de sus más extensas composiciones -“Can't You Hear Me Knocking?”- en su integridad.
Esa devoción ha sido un camino de doble vía, ya que Scorsese fue también el elegido por los Stones cuando debieron recurrir a un peso pesado de la dirección para que filmara su concierto contenido en el documental Shine a Light (2008). Era sólo una cuestión de tiempo para que esa relación, que además de profesional también es amistosa, tuviera como resultado algún proyecto audiovisual conjunto y más ambicioso que el simple documento de Shine a Light, sobre todo teniendo en cuenta el persistente interés en el cine que Mick Jagger ha demostrado desde fines de los años 60, período en el que incluso se especuló con la posibilidad de que abandonara su carrera musical para dedicarse a actuar, algo que hizo en varios films con resultados disímiles, siempre con el hándicap de parecerse demasiado a Mick Jagger.
En todo caso, ambos septuagenarios se reunieron para pergeñar -junto con el periodista y escritor Rich Cohen y el productor Terence Winter- Vinyl, una serie que, sin sorpresas para nadie, trata sobre los márgenes más delictivos de la industria del rock, ambientada en la década en la que ambos artistas brillaron más que nunca: los años 70.
Sodoma, Gomorra y Nueva York
Fue en la década de 1970 que Scorsese y una generación de cineastas irrepetible (Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Arthur Penn, Terrence Malick, etcétera) renovó y salvó a la industria cinematográfica estadounidense. La fórmula fue hacerles caso a sus instintos creativos por encima de las fórmulas narrativas y visuales a las que Hollywood se había aferrado demasiado tiempo, ignorando que en el resto del mundo había una revolución expresiva.
Entre los abundantes directores geniales surgidos en aquellos tiempos, posiblemente ninguno haya alcanzado un prestigio tan unánime como Scorsese, un cineasta obsesionado con la violencia callejera, la ciudad de Nueva York y el colapso de los valores tradicionales del american way of life ante el surgimiento de nuevas estructuras urbanas y culturales marcadas por el exceso y el nihilismo. Una mirada oscura -y común a muchos de sus coetáneos- que alcanzó su punto máximo de calidad artística con la demoledora Taxi Driver (1976), que convirtió a Scorsese en el director más representativo del turbulento zeitgeist de los 70. Pero a su vez aquellos años fueron la década dorada de Mick Jagger y los Rolling Stones. Es decir: está claro que la banda llegó al cenit musical entre 1968 y 1972, pero con una serie de discos (Beggar's Banquet, Let It Bleed, Sticky Fingers y Exile on Main Street) que desde el comienzo no pertenecía a la década de las revoluciones floridas, el ácido y el amor universal, sino a un tiempo más amoral, hedonista y decadente, en el que el orientalismo espiritual era sustituido por los coqueteos con el satanismo, y la experimentación con ácido por la cocaína y la heroína.
Los Stones prefiguraron toda la cultura rock de los años 70, y su influencia en esos años superó a cualquier otra, incluyendo a las de The Beatles y Bob Dylan. En la mayor parte de esa década no consiguieron generar ninguna obra fundamental (su último disco realmente importante y renovador, Exile..., es, como se dijo, de 1972), pero se dedicaron a recoger los frutos de sus esfuerzos anteriores y a reconocer, como invitados de lujo, las flores venenosas crecidas de sus semillas en la obra de David Bowie, Alice Cooper, The Stooges, The Faces y T-Rex, entre otros, mientras palidecían lánguidamente, convertidos ya en integrantes de una nueva realeza melenuda e intoxicada.
Todo esto viene a cuento de que no sólo hay una lógica en que Jagger y Scorsese hayan decidido contar una historia ambientada en dicha década -y en la Nueva York mugrienta, peligrosa y excitante previa a la llegada del punk-, sino también en que el énfasis de esta serie no esté puesto en la trama en sí, sino en la recreación de un mundo que, visto con los ojos políticamente correctos de la actualidad, parece por momentos el de la Roma previa a la caída del imperio. Y en que el ámbito elegido para su reconstrucción sea el que reunía a la creatividad musical rockera y a las prácticas mafiosas, es decir, el de los ejecutivos de las compañías de discos.
Los hombres detrás de los amplificadores
Vinyl se centra en Richie Finestra (Bobby Cannavale), el dueño de American Century, una compañía ficticia de discos que ya ha visto sus mejores días y que está a punto de vender su catálogo y fusionarse con Polygram. Finestra, un personaje intempestivo y en muchos aspectos similar a los artistas a los que representa (incluyendo sus hábitos tóxicos), no sólo es un empresario algo violento, descontrolado y amante de la buena vida, sino también un melómano, que decide no vender la compañía e intenta en cambio -inspirado por un concierto literalmente demoledor de los New York Dolls- convertirla en líder de una nueva revolución musical. No es del todo la idea que se tiene hoy en día de los ejecutivos del sector, pero tampoco se trata de una criatura fantástica.
En los años 70, cuando incluso las grandes discográficas eran empresas en escala humana, que aún no tenían que someter todas sus decisiones a votos de conjuntos de directores ejecutivos -y cuando todavía podían permitirse incluir en sus balances rubros para equivocaciones y artistas desgraciados-, no era tan extraño que una compañía decidiera apostar por músicos innovadores o incluso de vanguardia en lugar de dedicarse, como hoy, a fabricar productos a salvo de riesgos. La idea era que un solo artista exitoso podía compensar los gastos de nueve apuestas equivocadas para descubrir a los nuevos Beatles, y fue gracias a esa política que se grabaron y actualmente podemos escuchar discos de gente notable pero poco vendedora como Nick Drake o Richard Thompson.
El modelo en el que se inspira el personaje de Finestra no está claro, pero bien podría ser el legendario Seymour Stein, de Sire Records, responsable de haber lanzado a buena parte de la new wave estadounidense (incluyendo a los Ramones, los Dead Boys y Talking Heads). Sea como fuera, no se trata de un empresario calvo, judío y de mediana edad como Stein, sino de uno de los clásicos personajes de Scorsese, torturado por el conflicto entre su desaforado tren de vida y su familia, y con un carisma tan rockero como el de los músicos que pueblan la serie y que en cierta forma son el sentido de su existencia.
Yo me llamo
Como decía antes, y como muchas películas en la etapa tardía de la obra de Scorsese, Vinyl es, más que una historia, una cuidadosa puesta en escena de un momento de Nueva York, muy fecundo en lo musical, y una de sus gracias es la reconstrucción visual de los conciertos de muchos artistas del momento y la interacción del protagonista con esos músicos. No son exactamente los de mayor éxito entonces, sino quienes con el tiempo se han vuelto el canon artístico del rock de los 70. Así, nos encontramos tanto con figuras de éxito de su tiempo, como Robert Plant o Alice Cooper, como con hermosos fracasos, como los New York Dolls o una banda protopunk ficticia (liderada por el hijo de Mick Jagger, en una decisión un poco nepótica que no explica muy bien por qué un rockero inglés está intentando triunfar en Nueva York) llamada Nasty Bits, con elementos de Rocket from the Tombs y Dead Boys.
Algunas de las imitaciones, como la de los New York Dolls, son geniales y parecen haber salido del túnel del tiempo (o haberse realizado con actores clonados de los auténticos músicos en su juventud). Otras, como el Alice Cooper de Dustin Ingram, caen en muchos clichés del personaje público creado por ese músico (pero con un excelente oído para su voz y sus modales), y otras se parecen muy poquito, como es el caso de un Robert Plant que más bien recuerda al rockero Paolo.
Sin embargo, el clima general, el entorno en el que se mueven, está representado con el habitual talento de Scorsese (que, al igual que en Boardwalk Empire, dirigió el primer episodio y definió la estética del resto de la serie), y no sólo el vestuario, sino también el físico y la gestualidad de los personajes remiten a otra época con menos cirugías plásticas, menos gimnasios y menos prejuicios. Por otra parte, algunas de las escenificaciones corresponden a flashbacks o ensoñaciones de los personajes, y no sólo aparecen imitadores de formaciones de los 70, sino también de Jerry Lee Lewis o The Velvet Underground (el personaje de la esposa de Finestra, interpretado por Olivia Wilde, es una ex superstar de Andy Warhol, lo que permite también bucear en el mítico entorno de la Factory).
Entre los elementos que componen esta oda a la nostalgia -que, sin embargo, no se percibe como nostálgica- de Scorsese y Jagger, está también una cantidad aterradora de cocaína, droga que muchos en los años 70 creían inocua, a la que tanto el cineasta como el cantante fueron afectos en algún momento de sus vidas, y que inunda la pantalla a lo Tony Montana, especialmente cada vez que Finestra toma alguna decisión comprometida. Es tal vez el único elemento de la serie que, como en El lobo de Wall Street, Scorsese utiliza en forma un tanto escandalosa, mientras que el resto de la atmósfera libertina, exagerada y amoral es presentada como lo que fue: un raro período de libertades casi absolutas en la cultura occidental del siglo XX.
Es difícil escribir la frase anterior desde Uruguay, uno de los países donde esa década fue, por culpa de la criminalidad totalitaria de los gobiernos militares, exactamente lo contrario, pero Vinyl recuerda aquellos años de Nueva York sin ponerlos como ejemplo de nada, aunque uno puede imaginarse a sus productores con una sonrisa lateral, recordando sus días salvajes con cierta melancolía por tiempos que hoy pueden ser juzgados como más perversos, pero que también eran más inocentes.
Narrativamente todavía no se puede decir que la serie haya justificado su existencia, pero HBO ya anunció una segunda temporada, e indudablemente es un escenario hermoso de observar, por más que de momento esté ocupado sobre todo por imitadores y recuerdos.