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Silvio Mattoni / Foto: Cecilia Pacella

A gusto y a destiempo

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Con el traductor, escritor y docente Silvio Mattoni.

Poeta, profesor universitario, traductor, ensayista. Esos rótulos no explican al argentino Silvio Mattoni: apenas nombran algunas de sus actividades, las razones de su prestigio, las vertientes de su obra. Desde hace muchos años y desde Córdoba (donde nació en 1969) traduce, sobre todo del francés, a los autores (narradores, ensayistas, poetas) más diversos, con una calidad constante y la preocupación permanente por la precisión y los ritmos. Respondió por correo electrónico a la diaria sobre cuestiones relacionadas con la poesía y el oficio del traductor; sobre El Cuenco de Plata, la editorial fundada por Edgardo Russo, para la que trabaja; sobre el francés Pascal Quignard (1948), uno de los autores que más ha traducido; sobre su futuro y nuestra literatura.

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-Las traducciones que ha publicado El Cuenco de Plata, entre ellas la de la serie “Último Reino”, de Pascal Quignard (aún en desarrollo, iniciada con Las sombras errantes, publicada en francés en 2002 y que ganó ese año el premio Goncourt), que hasta el momento estaba casi completamente inédita en español, ponen a esa editorial en una posición muy importante en el mundo hispanohablante. ¿Cómo es formar parte tan activa de ese proyecto?

-En realidad, empecé a traducir a Quignard hace años, antes de que existiera El Cuenco de Plata. Pero fue un autor que nos interesó al fundador del sello -el gran editor que fue Edgardo Russo- y a mí, ya que a principios de los años 2000 propuse y traduje Retórica especulativa para otra editorial que él también organizó y que todavía existe. Supongo que el núcleo de lectores que tiene Quignard en Argentina, una suerte de comunidad secreta pero muy fiel, hizo que fuera posible sostener el enorme proyecto de editar toda la serie “Último Reino”, unos 12 tomos hasta el momento. De todas maneras, no traduje todos los volúmenes, hay otros traductores también.

-¿Cómo es traducir desde acá? Siempre está el debate en torno al español, ¿hay en el acto de traducir alguna conciencia regional de lengua que se opone, por ejemplo, a las variantes peninsulares o de otras zonas de América?

-Siempre intento traducir en un léxico argentino, pero tampoco impongo localismos extremos, evito el voseo y también los castizos verbos conjugados en vosotros. Lo demás es poner un poco el oído al servicio de un texto que se despliegue bien. Me preocupa en el fondo, para traducir, más la sintaxis que el léxico.

-Traducir es también incorporar autores a una tradición nacional. ¿Por qué estos autores?

-Cuando los elijo, los autores no entran tanto en la tradición nacional, de cuya existencia descreo, sino en la mía. Pero muchas veces traduzco lo que está a la mano o lo que me encargan. Es un trabajo, también.

-¿Cómo funciona El Cuenco de Plata tras la muerte de Edgardo Russo, hace casi un año? ¿Cómo era tu relación con él?

-El Cuenco de Plata es una editorial estimulante, en la que siempre pude y puedo sugerir nombres y libros. Claro que con Edgardo compartíamos gustos y lecturas, y de nuestras charlas salían siempre ocurrencias, hallazgos para una biblioteca futura, que a veces era nostálgica y otras veces profética. Ahora los amigos que siguen en El Cuenco de Plata continúan muchas ideas de Edgardo, pero también conversamos todo el tiempo sobre nuevos autores, nuevos títulos para el catálogo. Mi relación con Edgardo era de una amistad de años, casi familiar, que no puede describirse en la lengua del reportaje.

-¿Cómo se conjuga tu labor como poeta, ensayista y profesor con la prolífica actividad como traductor de autores tan diversos?

-Cada semana les dedico un par de días a las clases universitarias, otro par de días al ensayo y la escritura de artículos, y varias horas a la traducción en tres o cuatro días semanales. La poesía no está planeada. Los autores ingresan en mi escritura o en mis clases en la medida en que encuentro algo en ellos que me concierna; pasa todo el tiempo, pero no siempre de la misma manera.

-Una constante en los autores que traducís es su preocupación por el lenguaje y su carácter renovador de sus lenguas particulares, ¿qué desafíos y oportunidades ofrece esto?

-Creo que traducir a autores que se plantean problemas en relación con su propio idioma sirve para aprender; se aprende a conocer algo que no se entiende del todo en el idioma ajeno, y se aprende a inventar cosas no dichas en el de uno. No creo que todos los autores que traduje tengan la misma intensidad en esa relación: los poetas, por razones obvias, siempre la tienen. Podría decir que [el ensayista y poeta Francis] Ponge me enseñó mucho sobre el francés, lo mismo que [el poeta, crítico literario y ensayista] Yves Bonnefoy. Mientras que de italiano, que no sé demasiado bien a pesar de mis orígenes familiares, todo lo que no sea ensayo, es decir, literal, me pone en estado de asombro. Del latín de Catulo, que aprendí en la infancia, ya me olvidé, pero de la prosodia latina en general obtuve varias lecciones para organizar versos y frases en sus encastres no idénticos.

-Tu poesía se puede pensar definida, por un lado, por un intenso trabajo con la forma y, por otro, por un uso de un lenguaje preciso y jamás temeroso de las palabras (sean o no “poéticas”). Esta posición a mitad de camino entre un clasicismo y cierto juego con “lo contemporáneo” hace especial tu obra. ¿Cuál te parece que es el lugar de la poesía en el mundo de hoy?

-No diría que mi poesía trabaja mucho la forma. Voy escribiendo en cierto verso más o menos regular, pero de oído, no mido demasiado. A medida que voy escribiendo, o cuando corrijo un poco, acomodo alguna sílaba sobrante de una métrica oscilante, pero atiendo más a las cláusulas, las partes del verso, las partes de cada frase. Las palabras contemporáneas o las arcaicas, da lo mismo, las rarezas léxicas, son una marca de lo moderno desde [Charles] Baudelaire, que ponía tranvías y otros barbarismos en su verso mayormente raciniano. La poesía está en ese lugar extraño, hace vivir un presente, le da voz a la vida de alguien que está aquí y ahora, pero en un instrumento que parece de otro mundo. ¿A qué viene esto del verso? Es una pregunta sin respuesta.

-¿Qué es lo que se viene en tu producción personal: poesía, ensayo, nuevas traducciones?

-Ahora están por salir algunos poemas, unos viejos que desempolvé y retitulé Caja de fotos, que salieron de un cajón, como su nombre lo indica, en una editorial entusiasta de amigos de Mendoza. Y tengo otros poemas más recientes, que están a la espera de turno en otra editorial de poesía, pequeña como debe ser, de Buenos Aires. Hay unos ensayos que salen en Chile, una compilación de viejos y un par de inéditos. Y traducciones, muchas: nuevos libros de Ponge, Bonnefoy, [Marguerite] Duras, [Georges] Bataille...

-¿Cómo se ve la literatura uruguaya desde Córdoba?

-Siempre leí a [Juan Carlos] Onetti y a Felisberto [Hernández], desde mi infancia, así que Uruguay no parece lejos de ser un país clásico para mi propio margen. Sobre Marosa [di Giorgio] escribí, la conocí, la adoré como persona y como genia de la lengua. Y podríamos seguir. Quizá me falte algo de información acerca de los autores vivos. Si mi último gran descubrimiento, hace décadas y gracias a mis amigos porteños, fue [Mario] Levrero, sin dudas que me falta actualizar el archivo. Pero confío en la comunicación uruguaya. Quizá sea más difícil saber de un escritor de una provincia argentina que de un uruguayo, que está más cerca del “centro” que muchas otras poblaciones.

-¿Y cómo es para vos vivir, de algún modo, en un “margen”, dentro de un país tan centralista culturalmente?

-Nunca sentí que estuviese en un margen. En todo caso, el destino sudamericano parecería marginal, pero cabe dudar de que haya un centro relacionado con lo que hago. La poesía tiene el mismo provincianismo diminuto acá que en París o Estocolmo o San Francisco; es una rareza del experimento literario. Como la música atonal, está a gusto y a destiempo en cualquier parte del orbe sonoro.

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