Es muy difícil resumir la trayectoria de Hans Ulrich Gumbrecht. Nacido en Alemania en 1948, actualmente es profesor de los departamentos de Literatura Comparada y de Francés e Italiano de la universidad estadounidense de Stanford, donde da clases desde 1989 y participa también en el departamento de Estudios Germánicos. Autor de decenas de libros, su obra abarca los campos de la literatura, la historia y la filosofía desde una perspectiva poco respetuosa de los límites disciplinarios, y ha escrito sobre cuestiones tan amplias como la literatura de la Edad Media, los medios de comunicación, el siglo XVIII y la historia de la metafísica occidental. Su interés en temas como la presencia o la estética de los deportes, así como su feroz crítica a la tradición hermenéutica, lo convierten en un pensador revolucionario y un referente ineludible para entender nuestro presente.
Estuvo en Montevideo para el evento La condición electrónica, en cuyo marco dio el miércoles 18 una conferencia en el Centro Cultural de España llamada “¿Una discontinuidad radical e imprevista? Reflexiones sobre el estatus de ‘saber’, ‘texto’ y ‘creatividad’ en la era electrónica”, y al día siguiente participó en la mesa redonda “Condición electrónica y presencia”, en la Escuela de Comunicación de la Universidad ORT, junto con Aldo Mazzucchelli (que ocupa la cátedra de Literatura Latinoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República), Ilán Semo y Perla Chinchilla (ambos docentes de la Universidad Iberoamericana de México, con quienes además está preparando un libro sobre el tema de esa mesa, que proyectan editar en Estados Unidos el año que viene o el próximo).
En un castellano con acento español muy fluido, y con el sentido del humor y la inteligencia generosa que son su marca personal, Sepp, como le gusta que lo llamen, habló con la diaria del presente y el futuro de las humanidades, de política y fútbol, de distopías y el fin de la escritura, del cuerpo y de un mundo sin Dios.
-“No intente empezar por el comienzo”, empieza uno de sus libros de más apasionante lectura, En 1926. Viviendo al borde del tiempo. Comencemos entonces por el final: hacia el cierre de su conferencia habló del futuro de las ciencias humanas e introdujo el concepto de “contemplación secular”. ¿Podría ahondar en eso?
-Ese concepto lo estoy tratando de lanzar un poco, porque creo que eso de considerar todas las disciplinas académicas como ciencias es problemático. Por ejemplo, en alemán no se dice “crítica literaria” o “teoría literaria” sino “ciencia literaria” y, más allá del nombre, creo que existe una idea de que lo que debemos hacer en las “ciencias humanas” es investigación, con criterio de racionalidad. Pienso que si miras bien, cuando las llamadas “ciencias humanas” son fuertes, es decir, son productivas y tienen una resonancia y hasta un papel social (aunque quizá no un lugar en la sociedad), son otra cosa. Claramente, no son investigación como la de las ciencias naturales. Por eso hablo de “contemplación”, acentuando que es secular, sin la connotación religiosa. Digo “contemplación” en el sentido habitual: la concentración en un fenómeno. Además, la contemplación tiene una connotación de volver a algo, vuelves a pensar en el fenómeno, y cada vez que lo haces objeto de tu atención, lo vas complejizando, encontrando más perspectivas. En ese sentido, implica que lo productivo en las ciencias humanas es la complejización: hacer la visión del mundo más compleja, a veces más complicada, en vez de dar soluciones. También creo que la contemplación es indefinida, justamente porque no vas a llegar a una solución. En el plano profesional, se podría decir que lo que necesitamos no es tanto dinero para laboratorios de investigación, sino tiempo para pensar.
-¿Pero la contemplación no tiene una connotación pasiva?
-Veo a dónde vas. Creo que es equivocada la idea, muy de mi generación, de que las ciencias humanas deben tener un impacto, de que tenemos que convencer al pueblo o a los políticos de que hagan el mundo según lo vemos. Pongamos por caso las migraciones que ahora se producen en Europa, y que nadie esperaba: no tengo ni competencia ni ganas de decirle a la canciller alemana, a la señora [Angela] Merkel, lo que tiene que hacer. No lo sé, y siempre que se ha hecho eso hemos quedado en ridículo. Sin embargo, creo que sí soy capaz de producir perspectivas nuevas y diferentes, alternativas para pensar en eso. La metáfora antigua de la “torre de marfil” (aunque no en el sentido de aislamiento intencional) está bien, porque cuando no estamos bajo la presión de encontrar soluciones, tenemos tiempo para concentrarnos, y producimos lo que yo creo que es lo mejor que podemos producir: complejidad. Es decir, alternativas, formas diferentes de ver el mundo.
-Como estudioso de la Edad Media, ¿no cree que existe, de alguna forma, un paralelismo entre nuestra época y aquella, con un grupo cada vez más cerrado que preserva lo que podríamos llamar, en un sentido genérico, “la biblioteca”?
-Me parece interesante, y creo que sí hay paralelismos, pero la conservación de la cultura no es uno de ellos, porque hoy toda la tarea de conservación de cultura y de textos (lo que era la filología en el sentido clásico), gracias a Dios o desgraciadamente, lo hace mucho mejor la tecnología electrónica, y ya nada se va a perder. Piensa que esa era la mayor preocupación del siglo IX, cuando se había perdido la mayor parte de la herencia clásica griega y latina; eso ya no puede pasar aunque lo quisiéramos. Sí encuentro que hay un paralelismo con los monasterios, que en la Edad Media eran el lugar de la cultura y, a la vez, sistemas cerrados. Es una paradoja: los sistemas cerrados son al mismo tiempo más abiertos, y capaces de producir algo que luego pueda encontrar resonancia en la sociedad.
Volviendo a lo anterior, los problemas de los políticos me interesan, pero soy un ciudadano como cualquiera y no tengo necesariamente una competencia superior para solucionar el problema de los migrantes que un mecánico o un dentista. Sin embargo, sí soy bueno en producir complejidad; entonces, si me dejan un sistema cerrado -no uno que no se comunique con el mundo, pero en el que pueda hacer lo que hago bien-, soy productivo. Por supuesto, me preocupo y hago cosas para que mi trabajo llegue a la población, y por eso estamos hablando ahora, porque creo que es muy importante que esto alcance el espacio público, pero sin que se confunda con una solución, un consejo, un mandamiento o una superioridad.
-Otra similitud con la Edad Media se da a través de lo que usted llamó “cuerpo místico”, es decir, cierta “fusión de los cuerpos”, que ha vinculado con espacios masivos como manifestaciones, conciertos de música o partidos de fútbol. El concepto es un poco difícil de comprender, teniendo en cuenta que la “fusión de los cuerpos”, en el ámbito futbolístico, muy a menudo tiene consecuencias terribles en Uruguay.
-En primer lugar, un poco como con el concepto de contemplación, me gustaría decir que son cuerpos místicos seculares. Hoy en día, algunos conceptos de la tradición teológica, sobre todo católica, pueden ser muy útiles. No tengo existencial ni políticamente una preocupación por la religión, que me parece muy bien pero no me interesa desde el punto de vista existencial. Uso lo de “cuerpo místico”, que es la definición más antigua de la iglesia católica, porque es uno de los pocos conceptos de la tradición occidental de sociabilidad que incluye al cuerpo. Creo que el ejemplo más horrible del peligro al que apuntas con razón fueron los llamados Reichsparteitag [los congresos nacionales de Núremberg] de los nazis, esas concentraciones de millones de personas que las transformaban en una masa sin voluntad, sin pensamiento, que sólo quería seguir a un caudillo (esto siempre está relacionado con un caudillo, un Führer o lo que sea). Es un problema y no lo niego, pero al mismo tiempo pienso que ese anhelo, en un sentido democrático, es tan evidente y tan atendible que, en vez de eliminarlo de inmediato diciendo “eso es fascismo”, deberíamos intentar imaginar un cuerpo místico sin tales peligros, y si estos no se pudieran neutralizar, por lo menos ver cuáles serían los aspectos positivos y qué quiere decir estar en un cuerpo místico pensado como algo legítimo, que implicaría una transformación bastante profunda de lo que llamamos sociedad. Porque siempre hablamos de comunidad pensando en intereses compartidos, pero como todo el mundo sabe, hay dimensiones de sociabilidad que trascienden eso...
Dos de sus libros seminales son Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir, de 2003, y Our Broad Present: Time and Contemporary, de 2014. En ellos se centra en algunos de sus conceptos más fermentales: la idea de “presencia”, que realza la importancia de la experiencia corporal, y la de “presente amplio”. A la hora de definir el presente, dice Gumbrecht, nos encontramos con dos paradigmas (que él llama cronotopos) coexistentes: el historicista (típico del siglo XIX, que ve la historia como una línea de sucesiones consecutivas) y el “cronotopo del presente amplio”, que implica la idea de un pasado que invade el presente e impide el olvido, y de un futuro que aparece cancelado por amenazas de todo tipo (calentamiento global, superpoblación, escasez de recursos, terrorismo). El presente se vuelve entonces “un campo de contingencias” en el que se nos muestran infinitas alternativas casi igualmente posibles. La importancia de este segundo cronotopo, que surge a mediados del siglo XX, es que ha sido potenciado por la condición electrónica.
-Es evidente que el pasado es cada vez más presente, pero a veces se tiene la sensación de que hechos muy inmediatos son olvidados casi al instante. ¿No es como si hubiera un rechazo al pasado?
-No hay un rechazo al pasado, sino demasiada presencia del pasado. En Europa, desde agosto de 2014, cada día, en cada buen diario, hay una documentación sobre lo que pasó en esa fecha hace 100 años, en la Primera Guerra Mundial. Cuando tienes tanto, es natural hartarse. Sin embargo, estoy convencido de que hoy cada alumno sabe algo muy bien porque le fascina, o porque es uruguayo, o porque implica una forma de erotismo... Por ejemplo: cuando yo tenía 20 años, Marilyn Monroe ya estaba muerta, y si querías ver todas sus películas y saber todo sobre ella, leer todas las entrevistas, era un trabajo de un año. Hoy, cualquier nativo electrónico tiene literalmente todo en 30 segundos. Entonces, creo que es precisamente esa hipercomplejidad de la presencia de la historia lo que hace que ya no exista una zona compartida de la que todo el mundo sepa. Como todos tienen todo a su alcance, por un lado, hay una complejidad que nadie puede digerir, y por otro, gracias a Dios, tenemos libertad de escoger lo que queramos. Pongamos por caso que quiero saber toda la historia del Club Nacional de Football. Bueno, yo creo que hoy en día hay más gente que nunca que sabe de eso, o toda la historia de cierta salchicha en Alemania, o sobre cualquier joya que tuvo la reina María Antonieta, pero el sentido de la Historia con mayúscula, gracias a Dios y desgraciadamente, ya no existe.
-Bien, pero si pensamos en un “futuro bloqueado”, ¿podría explicar el efecto que tiene ese concepto en áreas como la política, que tiene un basamento muy fuerte en proyecciones y promesas?
-Para la política es un gran problema. Yo soy lo suficientemente viejo, y cuando veo y escucho, por ejemplo, en las primarias de Estados Unidos (absolutamente desastrosas, claro), las promesas que hacen y cuando hablan de cómo van a hacer el futuro, no me lo creo ni loco. Es lo que tienen que decir, porque tienen que moverse en el padrón historicista, pero no me lo creo. Es interesante, en ese sentido, que [Barack] Obama decía en su primera campaña “Yes we can” (sí, podemos), y esa frase quería decir: “Parece que no, pero todavía es posible”; y luego en la campaña por su reelección ya no lo decía Esto es un problema serio, pero al mismo tiempo diría que tampoco hemos inventado un sistema político mejor que el parlamentario democrático, así que es un problema y punto. En el fondo, lo que intento improvisar aquí es la idea de que lo que produce este presente amplio de simultaneidades, con un futuro casi bloqueado y un pasado casi agresivo, es una disforia general. Por ejemplo, recientemente estaba en Luxemburgo y hablé de la situación de la Unión Europea; ese tema me parece típico, en el sentido de que nadie la quiere abandonar y nadie tiene un proyecto mejor, pero al mismo tiempo nadie se entusiasma: están allí, como se dice en francés, “faute de mieux”, a falta de algo mejor. Se parece mucho a ciertas tradiciones de la identidad nacional, que están ahí y ¿por qué las vamos a cambiar? Quiero decir que nuestro presente es un momento de disforia, en el que hay problemas para que grandes perspectivas generen entusiasmo.
-Y además está la idea de un presente continuo...
-Por eso me interesa el concepto de antropoceno, que sería un presente continuo ya no superable, desde el primer humano que aparece sobre la superficie del planeta hasta el final de la especie. Todo eso es presente y todo está yuxtapuesto; el problema, lo que crea disforia, es que es demasiado complejo y nadie puede con todo eso. Porque al mismo tiempo creo que, también en parte por el almacenamiento y por la comunicación electrónica, somos bastante conscientes de esa complejidad, más que antes. Lo encuentro interesante, porque como decía el miércoles, los estadios están más llenos que nunca pero también se vacían antes que nunca. Muchas veces, cuando un equipo va ganando dos a cero, la gente se empieza a ir, y eso es una idiotez, porque quiere decir que sólo van al estadio para saber quién va a ganar, y esa información la tienes en la web en dos segundos. Te vas porque piensas que al mismo tiempo hay tango en Fun Fun, está nuestra entrevista aquí, acontecen tantas cosas que siempre es demasiado. Como decía en la conferencia -y esto es una hipótesis psicológica de aficionado-, creo que el famoso síndrome de burnout, que todo el mundo se sienta exhausto aunque objetivamente la gente trabaje menos que antes, tiene que ver con eso.
-¿Entonces podemos decir, como Ilán Semo en la mesa redonda, que la época de la condición electrónica es profundamente melancólica?
-Me gustó esa idea de Ilán, que claramente tiene una convergencia con mi concepto de disforia, pero pienso que quizá el de melancolía es más específico históricamente. La definición freudiana de melancolía se refiere a la conciencia de una pérdida, y creo que la disforia que yo describo, que es semejante, es la conciencia de que algo existe pero tú no tienes el tiempo de acercártele. Por ejemplo, algo que me provoca disforia son todos los libros que me puedo imaginar y que ya no voy a escribir. No es porque piense que la humanidad no puede vivir sin mis libros, sino porque me imagino que la pasaría bien escribiéndolos. Se podría llamar melancolía, pero no es por algo perdido, sino por la conciencia de que hay muchas cosas que te gustaría hacer y no harás; no por imposibilidad sino por complejidad.
-Otro de los términos introducidos el jueves, esta vez por Aldo Mazzucchelli, fue el de ausencia de negatividad. Decía que la tecnología actual es de tal modo parte de nosotros que ya casi se vuelve invisible, y nos hace vivir continuamente en presencia de los otros, con los otros “en nosotros”. ¿Cómo afecta o afectará eso el proyecto de sujeto moderno?
-Esa idea de Aldo me pareció súper interesante, porque nunca me lo había planteado así. Una perspectiva sería casi sinónima de lo que acabamos de hablar, trayendo el concepto de “campo de contingencia”, de infinitas posibilidades. Lo que antes era un campo de contingencia, rodeado por necesidades e imposibilidades, se está volviendo un universo de contingencia. Estamos continuamente confrontados con que todo sea posible. Cosas que hasta hace poco eran imposibles, como la inmortalidad, se vuelven posibles, al menos en teoría. El género sexual dejó de ser un destino, porque uno puede cambiarlo. Entonces, es muy difícil constituir la trascendentalidad, porque con la conformación del universo de contingencia, todo lo que quedaba de negatividad para Dios, para ese ser que no somos, ya es nuestro. La omnipresencia se logró con los celulares; la omnisciencia, con la web; y de repente no hay negatividad. Pero quizá la respuesta más interesante vuelva a lo que decía acerca de imaginarse cosas que todavía no son posibles. Te voy a dar un ejemplo muy peligroso: un filósofo alemán que me gusta mucho, Peter Sloterdijk, dijo que sería irresponsable no utilizar el desciframiento del genoma para intentar producir humanos moralmente mejores. Creo que tiene razón. Al mismo tiempo, el problema hoy quizá sea menos tecnológico, porque estoy convencido de que tecnológicamente se podrá hacer un día... ¡son tantas las cosas que hace 25 años ni existían y que ahora son completamente normales! El problema en el futuro va a ser otro: “¿Qué sería un humano mejor?”. Porque una cosa es que nos imaginemos que vamos a poder hacer esas transformaciones tecnológica o médicamente, pero ¿cuál sería una vida mejor? Lo que será diferente es la capacidad de imaginar esa vida mejor. Hace poco, di un seminario sobre Karl Marx cuyo el título era “¿Qué es lo que queda de Marx?”. Me entusiasmé mucho más con Marx de lo que jamás me habría imaginado, y si lees, en los más de 60 volúmenes de las Obras completas en alemán, los no muy frecuentes pasajes en los que él intenta describir una sociedad sin clases, te das cuenta de que son muy pobres. Tenía muy poca imaginación para su propia utopía. Será una sociedad sin clases, muy bien, pero ¿por qué va a valer más la pena vivir en ella? Poder imaginar utópicamente lo que sería una vida mejor, tanto individual como socialmente, sería producir esa negatividad.
-En ese sentido, si pensamos que el siglo XVIII fue el de las utopías, este podría ser el de su opuesto, la distopía. Parece muy difícil pensar en un mundo mejor...
-Sí, pero, en primer lugar, en cuanto al XVIII, sólo para un “experimento de pensar”, como se dice en alemán, se podría decir que la mayoría de lo que en ese siglo se consideraba utopía está realizado. Si ves el mundo de hoy, con todos sus problemas, la igualdad ante la ley básicamente existe, aunque la puedas criticar; la libertad, sobre todo individual, del modo en que se imaginaba, claramente existe; la fraternidad... Quizá -lo digo sin ironía- no tanto en Estados Unidos, pero en los países básicamente socialdemócratas existe cierta fraternidad, cierta solidaridad: nadie protesta porque tenga que pagar impuestos para alguien más pobre. Y aunque sé que no todo el mundo lo acepta, en comparación con el siglo XVIII... A veces me imagino qué pasaría si Marx resucitara hoy y viera la mayoría de los países, fantásticos en comparación con lo que era Manchester en 1850...
En segundo lugar, me gustaría señalar algo que digo cuando doy clases de literatura: es asombroso que uno de los discursos y géneros más aburridos y flojos de la tradición occidental sea la utopía, que es completamente geométrica; sólo las mal hechas son interesantes. Realmente las distopías son más interesantes, y eso lleva a un problema que no es político ni filosófico, sino estético. Pongo un ejemplo conocido: en la Divina Comedia, la parte del Infierno es infinitamente mejor que la del Paraíso. La pregunta es por qué somos más fuertes poéticamente imaginando distopías, catástrofes y situaciones kafkianas que desarrollando una visión de un mundo feliz.
Quizá, y tal vez estoy llevando la especulación demasiado lejos, es porque no nos atrevemos a imaginar una felicidad, una sociedad y una vida más somáticas, que utilicen más el cuerpo... Admito que muchas veces estoy feliz con una hinchada en el estadio precisamente porque no pienso mucho. Eso se acompaña con lo que mi amigo Friedrich Kittler llamaba “la noche de la sustancia”. Es decir, durante el tiempo en el que formas parte de un cuerpo místico no estás reflexionando, no estás analizando, no estás penetrando la sustancia del mundo con tus ideas... Te voy a dar el último ejemplo de eso: todavía espero leer la primera buena descripción de un orgasmo. Todo el mundo sabe lo que es, pero encuentro muy difícil describirlo, y no tanto porque los literatos no lo hagan bien... Resulta muy difícil describir qué es tan bueno en un contacto erótico, o el placer de formar parte de una hinchada... también el placer de una buena comida, es horrible el discurso de los especialistas en vino, por ejemplo... Y quizá, volviendo a las ciencias humanas, haya ahí una tarea seria para la escritura: encontrar formas de conjurar y hacer presente esta “noche de la sustancia”.
Gumbrecht en español
Varios de sus más de 30 libros han sido publicados en nuestro idioma. Cinco de ellos fueron traducidos por Aldo Mazzucchelli: En 1926. Viviendo al borde del tiempo (Universidad Iberoamericana de México -UIM-, 2004), Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir (UIM, 2005), Elogio de la belleza atlética (Katz, 2006), Los poderes de la filología: dinámicas de una práctica académica del texto (UIM, 2007) y Después de 1945. La latencia como origen del presente (UIM, 2015). Algunos de los otros son París-Berlín (Fundación BBVA, 2002), Lento presente. Sintomatología del nuevo tiempo histórico (Escolar y Mayo, 2010), y, en colaboración con Robert Pogue Harrison, Michael R Hendrickson y Robert B Laughlin, Mente y materia ¿Qué es la vida? (Katz, 2010).