Jonás Trueba no es necesariamente un enfant terrible ni un artista conocido por propuestas demasiado rupturistas, y aun así genera alrededor de su obra dos núcleos de cinéfilos que se repelen entre sí. Las posiciones de ambos grupos son fundamentalmente definidas por su posición frente a ese mundo liviano, repleto de citas y con una sensibilidad y estética muy a la nouvelle vague que puebla el cine del director español. Los entusiastas -como quien escribe esta nota- ven en Trueba un interesante continuador de sus maestros franceses, que readapta de una forma extrañamente orgánica las neurosis de los personajes de François Truffaut, los dramas morales cuidadosamente atemperados de Éric Rohmer y el intelectualismo de Jean-Luc Godard; para ellos (nosotros), encuentra un equilibrio entre sus fetiches y el tono, en la forma de filmar a sus mujeres -enamorándose (y haciéndonos enamorar) de ellas en cada toma-, sin convertirlas en meras portadoras de sus obsesiones, dotándoles de una voz y voluntad que a menudo ponen en jaque a sus protagonistas. A su vez, aquellos a quienes disgusta el cine de este director critican su posmodernismo, las neurosis casi hipsters de sus protagonistas y la forma en que sus películas parecen orbitar alrededor de una pequeña galaxia de referencias endogámicas, que recoge sin pasión lo más epidérmico de la tradición francesa.
Ninguno de los dos sectores está completamente equivocado ni completamente en lo cierto, pero si uno indaga el basamento filosófico, más que puramente cinematográfico, que se agita de fondo en la obra de Trueba, lo que perdura es el peso del “yo”. Ya el título de su ópera prima, Todas las canciones hablan de mí (2010), parece obedecer a una especie de solipsismo moral, en el cual el yo neurotizado del personaje principal es a la vez la vía de contacto y el escollo entre él y todas las mujeres que lo abordan. En cierto punto, la publicación final del libro del artista sobre quien versa el film presenta el pequeño detalle de haber dejado mal transcrito su nombre, que es Ramiro Lastra y quedó como Ramiro Lastre, algo que señala, casi con la contundencia de un acto fallido freudiano, que el yo de Ramiro es un lastre que tiene que soltar para permitirse amar, para incluir a algún otro.
Por su parte, Los ilusos (2013) fue un film sobre lo que se hace mientras no se filma, más denso y complejo que Todas las canciones hablan de mí, pero en cuyo cierre se vislumbra un contenido igualmente esperanzador: no importa que no estemos haciendo películas, las películas siguen rodando en nuestra cabeza y se instalan dentro de nuestras vidas, tomando la forma del cine que más nos gusta (un cambio de lenguaje cinematográfico similar al que ocurría en La vida útil -2010-, de Federico Veiroj).
Fetiches con personalidad
No es sorprendente, por lo tanto, que Los exiliados románticos incluya en su comienzo una cita sobre el romanticismo alemán, un movimiento que, en contraposición con el iluminismo, colocó al yo como el centro de la cuestión y fue un anhelo de abandonar la extrema racionalidad modernista, bebiendo en cambio en las fuentes del amor hacia la muerte, lo oculto, el bosque y lo sagrado (un extraño choque de masas de aire que, en su fusión con el racionalismo de principios de siglo XX, terminó produciendo esa especie de tormenta perfecta que fue el nazismo).
Por supuesto, nada de lo que pasa en Los exiliados románticos es tan dramático -sería imposible estar más lejos, con esos coloridos paisajes de ruta entre España y Francia, de aquella estética alemana-, pero todos los personajes son una especie de Werthers en una extraña versión que prescinde de lo trágico, y en la cual la musa queda en suspenso. Goethe sin ese dejo trágico parece un sinsentido, pero en toda la obra de Trueba los personajes parecen estar, tal como señala Milan Kundera en su libro La inmortalidad (1988), concentrados en la idea del amor más que en el amor mismo. En ese campo entreverado, las mujeres parecen sacarlos de la espiral que los atrapa y patearles el tablero. La batalla de los sexos en el cine de Jonás Trueba está armada sobre la base del final de Manhattan (1979), que es el mejor de la filmografía de Woody Allen, en donde su jovencísima novia le dice, antes de partir en un viaje de seis meses “tendrías que tener un poco más de fe en la gente”.
Los tres personajes masculinos de Los exiliados románticos (que repiten el elenco de Los ilusos, como si se tratara de una secuela), se embarcan en un road trip en el que cada destino corresponde a una mujer con la que uno de ellos quedó en encontrarse. Cada uno de los tres tiene que lidiar con los complejos que parecen crecer como una enredadera alrededor suyo. Cuando Francesco (Francesco Carril) se embarca en una perorata de citas deprimentes para explicarle a Renata (Renata Antonante) que sólo quiere ser su amigo, ella queda en silencio y epiloga la disertación del hombre con un divertidísimo “qué triste”. Vito (Vito Sanz) la tiene un poco más sencilla con Isabelle (Isabelle Stoffel), pero también parece anudarse en la neurosis de imaginar si podría ser el padre de un futuro hijo de ella. Luis (Luis E Parés) carga con el momento más gracioso del film, juntándose en los Jardines de Luxemburgo con una francesa a la que conoció el verano pasado e intentando declararle, en un francés trancadísimo, todo lo que siente por ella. A algunos les va bien, a otros no tanto, pero las mujeres siempre parecen ser el cable a tierra.
En una de las escenas finales, Renata e Isabelle ven a los hombres bañarse en un río y, dándose cuenta de que es la primera vez que están a solas (la primera vez que la película las coloca en esa situación), comentan que si el viaje que están viviendo fuera una película, posiblemente no pasaría el test de Bechdel -un dispositivo teórico que analiza la brecha de género, intentando determinar cuántas (pocas) películas cumplen con los requisitos de presentar en su metraje a por lo menos dos mujeres con nombre, que hablen entre sí y que no lo hagan acerca de un varón. Lejos de ser meramente un recurso intelectual entre muchas otras vueltas metacinematográficas de Los exiliados románticos, ese detalle habla del lugar curiosísimo que ocupan las mujeres en el cine de Trueba, un papel complejo en el que son, a la vez, convertidas en fetiches y dotadas de una fuerza propia inusitada, algo que el director sólo pudo haber aprendido de sus grandes maestros, por ejemplo Truffaut y Godard.
En los créditos finales, las letras toman los colores azul, blanco y rojo, los de la bandera de Francia y símbolos en ella de la libertad, la igualdad y la fraternidad, ideales que son un telón de fondo para la manera en que se presenta y se filma la amistad entre los personajes del film.
A pesar de todo lo antedicho, lo que sigue haciendo bellas y únicas a las películas de Trueba son opciones como las referidas a la forma en que filma el punto de vista de Renata, observando mediante un telescopio a los tres amigos que acampan; o a la manera en que la cámara, centrada en el parabrisas de un auto, capta a Isabelle mientras el vehículo se acerca, o al modo en que se monta una canción de Tulsa entre la furgoneta de los amigos y el automóvil que maneja ella. Todo eso es pura y simple belleza, y no hay yo que aguante.