Si se hubiera hecho un estudio serio de las influencias sobre el rock uruguayo de mediados de los 80, seguramente Joy Division habría sido citada más veces que The Police o The Rolling Stones. Y no sólo pasó aquí: nunca fue una banda popular, pero su prestigio ha crecido con los años, y en cierta forma hoy es tan influyente como The Velvet Underground o incluso The Beatles.
Además, su caso es extraordinario de otra forma, porque si la Velvet o los Beatles influenciaron a centenares de bandas radicalmente distintas, al ofrecer una gama muy amplia desde “I'll Be Your Mirror” hasta “Sister Ray”, o desde “Julia” hasta “Helter Skelter”, los Division lograron lo mismo a partir de un solo modelo de canción -a lo sumo dos-, que repitieron con mayor o menor fortuna en sus dos discos oficiales -Unknown Pleasures (1979) y Closer (1980)-, un puñado de EP y un sinfín de recopilatorios y discos en vivo. Incluso Unknown Pleasures puede sonarle al neófito como un montón de versiones del mismo tema. Pero el asunto es que ese tema es magnífico.
Aunque su fuente de inspiración eran más que nada bandas del protopunk estadounidense, como la mencionada The Velvet Underground o The Stooges, Joy Division -quizás influenciada también por la frialdad maquinal de parte del krautrock- decidió profundizar la distintiva falta de swing de los rockeros de Europa continental y eliminar de su sonido todo rastro evidente del blues, salvo en algunos elementos estructurales.
Es notorio que los integrantes del grupo habían escuchado muchísimo reggae y dub, pero las síncopas embriagadas y relajadamente hipnóticas de esos géneros están ausentes, sustituidas por una tensión incómoda y en permanente crescendo, o por la laxitud extrema de una depresión profunda. Sin embargo, al mismo tiempo era una banda muy rítmica y bailable, con una base perfecta que combinaba la precisión de relojería del baterista Stephen Morris y el bajo supermelódico de Peter Hook. La cosa es que, en su búsqueda de la canción perfecta de rock europeo, se convirtieron en el grupo esencial del movimiento conocido como after-punk, pero a la vez fueron precursores del rock industrial, del pop electrónico, de la cultura gótica, del rock indie y hasta del britpop, algo asombroso para una trayectoria tan corta.
El centro de Joy Division era indudablemente su cantante y ocasional guitarrista Ian Curtis. Una figura trágica que, tras su suicidio en 1980 (cuando tenía 23 años), creció hasta volverse sinónimo de un existencialismo oscuro. Su voz es un gusto adquirido, un sonido ominoso que parece una mezcla entre el barítono dramático e impostado de Elvis Presley y la chatura melódica semihablada de Lou Reed (amplificada por un micrófono de mala calidad, con mucha reverberación y escasos graves). Una voz que acentuaba las características ya oscuras y marciales de la imagen de la banda, y de unos textos solemnes y desesperanzados. Curtis fue también uno de los letristas más explícitamente literarios del rock, y sus textos abundan en referencias directas a la obra de escritores como JG Ballard, William Burroughs, Nikolai Gogol, Friedrich Nietzsche y Primo Levi.
A ese trabajo como letrista está dedicado este libro, que recoge todas las letras conocidas de Curtis, incluyendo versiones alternativas y textos que no llegaron a ser musicalizados. Casi siempre están acompañadas por fotografías de los manuscritos y traducciones muy correctas e informadas (una rareza en los libros de rock). Las preceden un prólogo de Deborah Curtis, la viuda, y otro de Jon Savage, uno de los principales periodistas de rock ingleses y autor de una completísima biografía de Sex Pistols, England’s Dreaming (1991). La primera habla sobre la cotidianidad del artista y sus costumbres para escribir; el segundo analiza el estilo y las influencias de su poesía. Al final del libro hay reproducciones de tapas de fanzines y libros escogidos de la biblioteca de Curtis.
Quien quiera interiorizarse de la historia de la banda haría mal en comenzar por aquí. Biografías hay varias; esto es un libro para fans, y se trata, además, de un objeto muy bello, con una tapa que reproduce la elegante portada del Unknown Pleasures, papel e impresión excelentes y exquisita diagramación.
Repasar las letras de Curtis sin la música nos permite encontrarnos con un escritor muy introspectivo y tendiente a la retórica depresiva y urbana. Es difícil considerarlo un poeta de la calidad de Reed, Rennie Sparks o John Darnielle (o incluso de genios intuitivos como Iggy Pop o Mick Jagger), pero siempre es expresivo y apasionado, y en sus momentos más inspirados (“Transmission”, que el erudito Greil Marcus considera una de las mayores canciones de la historia del rock; la siempre emocionante “Love Will Tear Us Apart” o la alienada “Disorder”) tiene una energía única.
Este libro es una buena oportunidad para sumergirse sin ambigüedades en su lírica (la dicción del cantante no ayudaba a entenderlo) y lamentar la pérdida de alguien que, cuando se fue, recién estaba llegando.