El 12 de este mes comienza el Cuarto Festival de Cine Europeo, presentado por la Delegación de la Unión Europea en Uruguay, que se desarrollará en las salas Life Cinemas Alfabeta. Una iniciativa aún relativamente reciente, pero que apunta a difundir en nuestro medio el otrora popular cine de Europa, que lentamente parece estar dando señales de recuperación a nivel de público y de calidad. Dentro de un conjunto de 15 películas interesantes a priori, entre las que se encuentra la exitosa (tanto a nivel de crítica como de taquilla) La isla mínima (España, 2014), de Alberto Rodríguez, se destaca en representación de Reino Unido Rascacielos (High Rise, 2015), de Ben Wheatley, un film excepcional que adapta en forma espléndida una de las novelas más incisivas de uno de los genios literarios del siglo XX, el también británico, aunque nacido en Shanghái, JG Ballard.
Wheatley es un director misterioso, que proviene de la publicidad y la televisión. Su primera película de notoriedad, Kill List (2011) era un áspero policial gore que inesperadamente se convertía en un homenaje al clásico de horror británico El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973), mostrando un amor por el cine de los años 70 que desarrollaría más adelante. Su segunda obra notable fue la hermética A Field in England (2014), película de época llena de imágenes alucinatorias que dejó confundido a más de un crítico, pero que confirmó tanto la habilidad técnica del director como su diferencia de las corrientes clásicas del cine inglés, más cercano a la experimentación formal y distanciada del siempre reverenciado pero rara vez bien imitado Stanley Kubrick. Estas características se profundizan en la que hasta ahora es la película más ambiciosa de Wheatley, desde la simple elección de adaptar a James Graham Ballard (1930-2009), uno de los escritores más prestigiosos de la última mitad del siglo XX, pero a la vez uno de los más difíciles de llevar al cine.
Aunque su obra rara vez puede ser calificada como de género, Ballard es -junto a Philip K Dick, Kurt Vonnegut Jr, Ursula K Le Guin, Thomas Disch y William Gibson, entre no muchos más- uno de los escritores generalmente clasificados dentro de la ciencia ficción o ficción especulativa que consiguió traspasar el gueto de ese género subvalorado y ser considerado parte de la literatura “seria”. Los motivos, más allá del talento de su prosa y su profundidad intelectual, son bastante obvios, ya que Ballard, si escribió ciencia ficción, no lo hizo sobre mundos y futuros distantes, sino, como Dick y Gibson, sobre la psiquis de un hombre moderno al que los cambios tecnológicos y sociales han superado hasta el punto de hacerlo vivir en un mundo futurista adelantado en el presente. Sus historias y novelas, llenas de observaciones psicológicas e imágenes del surrealismo cotidiano, son perturbadoras imágenes de un mundo inasible y racionalizado a la fuerza, en el que los instintos primarios y subconscientes siguen latiendo con fuerza homicida, retratos de un apocalipsis que no se ve en el horizonte sino que se vive continuamente.
En todo caso, es un autor complejo y, como tal -a diferencia de Dick, cuyas visiones paranoicas sobre realidades virtuales y percepciones alteradas llegan periódicamente al cine-, difícil de adaptar a la gran pantalla, no obstante lo cual ya se lo ha intentado algunas veces, y con resultados notables. Una de ellas fue El imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), sobre una de sus novelas autobiográficas, de 1984, en la que narró los años de infancia que pasó en un campo de concentración japonés para occidentales en China, durante la Segunda Guerra Mundial. Una experiencia tan exótica como traumática, que afectaría vida y obra de Ballard y que Spielberg tradujo con gran sensibilidad y talento, aunque suavizando un poco el lado más oscuro de esos años. En 1996 el canadiense David Cronenberg decidió adaptar el libro más célebre de Ballard, una obra que se consideraba imposible de llevar al cine: Crash (1973). Un libro experimental en forma y ultraviolento en contenido que describe con lujo de detalles sórdidos las andanzas de un grupo de sinforófilos (personas que logran su excitación sexual al contemplar o vivenciar un desastre, como un accidente de auto, un incendio o una explosión). Los personajes de Crash se dedican a estrellarse en sus autos causándose heridas de todo tipo, en busca de orgasmos linderos con la muerte y la mutilación, lo que conforma una historia no apta para paladares sensibles. Cronenberg consiguió capturar el ambiente eróticamente insano y perverso de la novela, pero no tuvo más remedio que disminuir un poco la carga sexual explícita del texto, ya que una adaptación realmente fiel habría sido difícil de diferenciar del más pesadillesco de los films porno hardcore.
Ahora Wheatley propone una adaptación más fiel -y al mismo tiempo visualmente muy libre- de una de las novelas decisivas de Ballard, que cuestiona el concepto mismo de ciencia ficción y lleva el nombre de Rascacielos.
Mañana, antes de Thatcher
En 1975, el año en el que Ballard publicó ese libro, la Inglaterra que había resurgido poderosa y ecuánime de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, con un Estado de bienestar que era modelo para las democracias occidentales, comenzaba a mostrar grietas en la fachada creativa y socialmente estable que había exhibido al mundo durante las décadas anteriores. El desempleo había alcanzado a un millón de personas; la crisis energética producida por las medidas de los productores de petróleo comenzaba a hacerse sentir mediante cortes programados de energía eléctrica; Margaret Thatcher había ganado el liderazgo del Partido Conservador con la promesa de meter en cintura a los sindicatos, que frecuentemente tomaban medidas impopulares (dejaban las calles llenas de basura y hasta muertos sin enterrar en los cementerios); la inflación se estaba disparando y el poder adquisitivo de los trabajadores caía; los edificios públicos que habían sido construidos por centenares daban señales de graves deficiencias; el Ejército Revolucionario Irlandés golpeaba por doquier; los Sex Pistols daban sus primeros conciertos...
Fue inmerso en ese panorama que Ballard escribió esta novela sobre un rascacielos que funciona como un complejo autosuficiente de servicios y que reproduce en su estructura la pirámide económica social, con los propietarios de menores ingresos en los pisos más bajos y los apartamentos más modestos, y los ricos ocupando el penthouse y las lujosas terrazas de la cima. La novela es narrada a través de los ojos de un neurocirujano (residente en el sector medio-alto del enorme edificio), que, moviéndose entre los distintos estratos, va dando cuenta de cómo los habitantes del rascacielos -a medida que su convivencia se va agrietando por los defectos de fabricación del edificio, la incapacidad de eliminar sus residuos y crecientes interrupciones de la energía eléctrica- abandonan sus costumbres civilizadas y se entregan a un “sálvese quien pueda” hedonista, clasista y tribal, que culmina en los despliegues más brutales de puro salvajismo primordial.
Casi burda como metáfora social (no sólo la posición de clase está representada por el ascenso o descenso en el edificio, sino que incluso la familia que está en la cúspide se apellida “Royals” -de la realeza-, y el temido líder de la insurrección edilicia “Wilder” -más salvaje-), Rascacielos no es la sencilla parábola marxista que puede aparentar el resumen de su argumento, sino que, como todo el trabajo de Ballard, tiene más que ver con los efectos en la psicología profunda del sistema de clases y de las estructuras urbanas que genera, y es también una visión satírica de la Inglaterra de aquellos días. No hay elementos tecnológicamente futuristas en la novela, salvo por el desenlace semiapocalíptico, y el resultado es un libro poderoso que por momentos parece una versión de El señor de las moscas (1954, William Golding) llevada al mundo adulto y urbano. Una obra ciertamente compleja, que Wheatley llevó a la pantalla utilizando su evidente conocimiento del cine de aquellos años, pero a la luz de un mundo que entonces estaba aún lejano en el futuro.
La naranja de cemento
La adaptación de Wheatley cita a Kubrick desde su afiche, que reproduce la gráfica de un gran clásico de la alienación urbana, La naranja mecánica (1971), y en el que se destacan varias caras de su impecable elenco, que incluye a Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons y Elizabeth Moss. Aunque la fecha en la que transcurre la película nunca se dice y los enormes edificios -en parte inspirados en el neobrutalismo, en parte posmodernos- son de aspecto futurista, ninguno de los protagonistas utiliza tecnología actual, y tanto sus ropas como sus autos pertenecen claramente a los años 70, así como la música usada en el film, que está llena de guiños significativos (en una escena se escucha a un cuarteto de cuerdas haciendo una versión instrumental de “SOS”, de ABBA, y otra secuencia se estructura sobre una versión trip-hop de Portishead del mismo tema).
El film muestra rápidamente el sistema de castas del edificio, pero luego se toma su tiempo para representar su degradación y caída en la anarquía, a medida que el montaje se va haciendo cada vez más fragmentado, con frecuentes citas visuales al ya mencionado Kubrick (ayudadas por la fotografía impactante y de grandes contrastes de Laurie Rose), e incluyendo en su remolino algunas de las tomas casi subliminales que caracterizaban al trabajo de aquel en 2001: Odisea del Espacio (1968) o la ya mencionada La naranja mecánica. Rascacielos parece, tanto en sus texturas como en su ambientación, pero también en lo violento y (para hoy en día) transgresor de algunas de sus imágenes, una película de los 70. Pero no es en absoluto una parodia o una imitación cuidadosa, porque tampoco esconde sus recursos técnicos más modernos ni una visión general que parece decir que aquel semifuturo imaginado por Ballard hace 40 años no sólo se ha vuelto parte de nuestro pasado, sino que convive con nosotros en un presente en el que las pátinas de civilización aún se mantienen pero que conserva los mismos vicios de construcción. Lejos del simple homenaje a un escritor, un director y una cinematografía, Rascacielos es una visión sobre el futuro-presente de 2016 y una visión perturbadora, plasmada en una película de insólita energía y compromiso. Una de las grandes que se van a ver este año y una cita casi obligatoria para los amantes de Ballard, Kubrick y, por qué no, Wheatley, alguien que acaba de subir unos cuantos pisos en el escalafón cinematográfico.