La puesta tiene 11 actores en escena: Branko, un muchacho que no puede caminar por una enfermedad que nadie quiere nombrar, y que está cumpliendo 25 años; su abuela, a la que todos le recomiendan trotar porque es bueno para la salud; su madre, sus hermanos, sus tíos, y hasta una vecina enamorada y verborrágica. Aunque uno sospeche lo contrario, el protagonismo y la tensión dramática no se revelan a partir de Branko, sino de ese entorno familiar y de cómo ellos acusan el dolor, se vinculan y se enfrentan a un proceso insospechado. Todo se crea a partir de una intensa y sensible experiencia teatral, donde la fuerza parece surgir desde lo físico, desde un acontecimiento que está sucediendo con nosotros -los espectadores- en el centro, provocándonos una sucesión de risa, angustia, emoción y estremecimiento, como si se nos revelara la esencia de nuestra propia existencia.
Guillermo Cacace contó a la diaria que años atrás se lo consideraba un joven director que reivindicaba el género clásico del grotesco criollo. Hoy se alegra con una actitud que siempre lo mantuvo en movimiento, sin detenerse en la comodidad.
Mi hijo sólo camina un poco más lento esta vez viene con otras sorpresas, ya que acaba de replicar el unánime éxito argentino en otros países como Chile y Brasil, demostrando que el espectáculo resiste contextos diversos. La obra llegó a las manos de Cacace por intermedio de Matías Umpiérrez, coordinador del festival Europa + América. Su primera reacción fue de rechazo, incluso cuando estaba en plena búsqueda de un autor contemporáneo (antes había llevado a escena a Jorge Huertas, que pertenece a la misma generación que Mauricio Kartun, y a la española Alicia Liddell). Cuando leyó el texto no podía creer ese mundo que se revelaba, y que además se tratara de un Anton Chéjov actual, “con marcas contemporáneas muy claras, porque se puede decir que tiene un aire chejoviano, pero hay un libre fluir de la conciencia en los personajes, que por momentos no tienen filtros”. “Y acá no está presente ese procedimiento de lo no dicho; porque en la obra lo dicen absolutamente todo, sin ningún pudor. No sólo en los momentos en que la palabra logra elaborar algo, sino también cuando parece que la palabra no tiene filtros. Creo que el personaje arquetípico de esto es la tía. Ella dice cosas que son barbaridades como si estuviese pasando un mate. O como cuando Mía le dice al padre: ‘Papá, ahora que estás viejo y te estás por morir...’. Es una operación muy linda que despliega Ivor. Incluso él tiene otra obra en la que una madre le dice a la hija -y parafraseo-: ‘Mirá, me acabo de morir hace un ratito en la clínica. Quería que le dijeras a papá que por favor venga a juntar mis cosas, a menos que quieras venir vos’. Y ella le responde, ‘No, mamá, yo voy. Pero, ¿tenés que venir ahora a contar que estás muerta?’”. Para el director, esto se vincula con una ruptura en el eje del propio personaje y de su identidad, como si “modularan una respiración chejoviana”, a partir de una puesta en escena sin estridencias. Y así, para Cacace, “todo transcurre como si nada, y en esa nada está sucediendo todo”.
Allá lejos
Cacace ha dirigido obras emblemáticas de Enrique Santos Discépolo, como Mateo y Stéfano, que alteraron el panorama del drama, reintroduciendo lo que se conoce como el grotesco criollo. Hace años comenzó a interesarse por lo que tiene que ver con lo argentino o lo rioplatense, desde un lugar que no sólo tiene que ver con los temas planteados en estas obras, como el de la inmigración, sino también con lo que eso habilitó en su momento, y que se “vincula a un procedimiento que generó una estética en particular”. “Cuando me puse a trabajar sobre el grotesco, lo que más me interesó fue descubrir que, como condición, habitaba otras zonas que no sólo tenían que ver con el teatro. Es muy identificable en la obra de [Francisco de] Goya, por ejemplo”. Así, comenzó a interesarse por investigar cómo podía ingresar en esa condición, sin necesariamente ser Discépolo o Goya. Esto lo acercó a lo argentino, más que nada a partir de un “modo de estar en escena” o, yendo más allá, “por una consecuencia expresiva de cierta sensibilidad”, ya que los personajes están siempre al límite, y esto hace posible que abandonen “los parámetros de lo más humanizado socialmente”, en el sentido de que surgen lugares “más animales”, expresando lo instintivo.
Este ejercicio también lo llevó a la tragedia griega. A partir de La orestíada, de Esquilo, Cacace creó el espectáculo A mamá, en el que su interés por el grotesco se tradujo en una transformación: se cambiaron las situaciones del original por lo que podía suceder en una familia del conurbano bonaerense -donde nació el director-, reunida en una terraza a fin de año. “Había algo con los nombres de los personajes que generaba una suerte de distanciamiento, pero al mismo tiempo estabas viendo una realidad muy cercana, y terminó situándose en un lugar que no sería tragicómico, sino aquello que no se define hacia ninguna de las dos posiciones”. Así pensó lo grotesco como un lugar abierto e indefinido: “La situación se planteaba desde un borde”, y para el público se abrían muchas posibles lecturas e intervenciones.
¿Cómo se ubica su obra con respecto a la tradición teatral argentina? Cacace considera que está viviendo un “momento bisagra”: antes hacía teatro para contar con una experiencia, y ahora, basado en eso, desarrolla una experiencia que, por momentos, le gusta que quede disuelta. E incluso no le interesa si sigue o no siendo teatro. “Las mejores funciones de Mi hijo sólo camina un poco más lento no las siento como teatro, sino como una experiencia que puede llamarse teatro porque es de donde vengo, y tal vez a todo lo que haga en mi vida se lo pueda ubicar en esa categoría. Pero disuelve esa tradición teatral desde la que partí, como Mateo y Stéfano, ese grotesco criollo que es teatral por antonomasia. Y ahora hay algo que se ha ido disolviendo en relación con la cuestión más canónica de lo teatral, y creo que el común denominador es que, en uno y otro lado de esas dos zonas, lo que siempre hubo es un afán, un empeño por que en el escenario haya algo que acontezca, que suceda. Es como si te dijese que antes, para sentirme desnudo, usaba una máscara, y ahora me la quito”. La pregunta constante de su trayectoria parece ser “¿qué necesito para lograr esa experiencia?”. Por eso mismo, plantea que lo que menos necesita es la herencia de la tradición.
Para Cacace, lo canónico del teatro fueron los cimientos de un proceso, a partir del que accedió a un trabajo despojado. “Y te diría que hasta ideológicamente me satisface mucho más, porque en la medida en que lo teatral, como exposición de lo espectacular, ha ido ingresando tanto en la trama social, yo necesito hacer un tipo de teatro que no tenga eso mismo que ya está presente en el mundo del espectáculo. Si la sociedad maneja esos signos de espectacularidad, justamente, necesito crear desde otro lugar para poder diferenciarme”. Todo esto deriva en que sus obras nunca pertenecen al terreno del absoluto, del “yo entendí esto”, o del que intenta exponer “las cosas son así”, sino que más bien hacen preguntarse de qué va eso que sucede en el escenario, persiguiendo un rumbo más chejoviano.
Recordó, como ejemplo, trabajos de otro argentino, Lisandro Rodríguez, que incluso logró cuestionar la entidad jurídica de la autoría. “Es imposible no pensar la autoría real de una obra en relación al público. Nadie puede negar que a la obra, por su naturaleza, también la escribe el público. A veces, a algunos alumnos con los que hablo sobre esto les pregunto. Si vamos a ver un concierto de [Johann Sebastian] Bach, ¿quién es el autor? Rápidamente vamos a contestar Bach, porque es una respuesta jurídica. Pero cada vez me interesa más pensarlo como una cocreación, de manera que el público también crea esa música, junto al intérprete”. Plantea que este pensamiento disuelve no sólo el concepto de autoría autónoma, sino también el de la propiedad privada.
Al trabajar desde ese lugar, el director asume la defensa de una posición política que tiene que ver con pensarse en comunidad, sobre la base de que las cosas se van formulando en una construcción común o son manipuladas. Por eso, a la hora de dirigir, intenta apostar por la obra más abierta posible para que “aloje el lugar del otro”. Y en ese sentido, cree que en Buenos Aires a veces se practica un teatro que cuenta con un histrionismo maravilloso, pero que se vuelve un tanto “patotero, porque impone teatro. Esa imposición crea una superficie bastante impenetrable, y prefiero pensar en una superficie más débil, ahuecada, que aloje a ese otro que viene a ver lo que uno hace; y así terminar gestando una suerte de cooperación”.
Buena parte de la crítica puso A mamá y Mi hijo... en el casillero “familias disfuncionales”. Cacace dice que esa definición lo deja en un estado “de mucha sensibilidad”, sobre todo cuando se aplican etiquetas como la de la familia disfuncional o lo brechtiano sólo porque los actores miran al público y comparten sus parlamentos, y así se crean cruces engorrosos. “Creo que si necesitás ubicar en categorías aquello que ves, como crítico no estás teniendo un movimiento natural, porque tal vez esto no se inscriba en ninguna de esas categorías, y tal vez eso sea lo más interesante. La familia disfuncional, además, en términos precisos, no sería lo que ocurre en Mi hijo...; esta es una familia que puede cosas. En un momento cuidé muchísimo la puesta en escena para que no llegara a transformarse en un mensaje de amor y paz, sino en algo que está atravesado por el dolor”. Y así, la vía de acceso a la pieza se da desde un mecanismo de sensibilidad.