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“Oona y Salinger”, de Frédéric Beigbeder. Anagrama, 2016. 291 páginas.

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En 1942, el escritor estadounidense JD Salinger salió unas cuantas veces con Oona O’Neill, la hija del dramaturgo Eugene O’Neill. Le escribió cartas, trabajó en un crucero, empezó a publicar cuentos en The New Yorker y fue reclutado para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Estuvo activo durante el Día-D, la batalla de Las Ardenas y la del Bosque de Hürtgen, y conoció a Ernest Hemingway, entonces corresponsal de guerra. Después de ser asignado a contrainteligencia, interrogar a prisioneros y estar entre los primeros que entraron a los campos de concentración de Dachau, volvió a su país recién en 1946, tras trabajar en la “desnazificación” y pasar un tiempo en un hospital psiquiátrico, aquejado de fatiga de combate severa. A fines de la década descubrió el budismo y publicó, entre otros textos, el inolvidable “Un día perfecto para el pez banana”. Oona, mientras tanto, llevaba ya tres años casada con Charlie Chaplin.

Con eso se las arregló Frédéric Beigbeder para escribir un libro entretenido y con no pocas páginas sorprendentes. Oona y Salinger juega a la biografía novelada, a la autobiografía (en la tradición del ensayo que nos cuenta por qué a su autor le interesa el tema en cuestión) y a la reflexión sobre la guerra en Europa. En torno a esto último están sus páginas más interesantes, como las de una sección titulada “Lo que no se cuenta a los franceses sobre el desembarco”, que con ritmo vertiginoso pasa revista a los numerosos casos de violaciones en los pueblos liberados, los disparos a tropas estadounidenses por parte de algunas esposas de soldados alemanes y las ejecuciones injustas de civiles francesas tomadas por francotiradoras, los saqueos, los linchamientos, el racista proceso de “blanqueo” de la imagen de las tropas estadounidenses y de las francesas de Leclerc, la enorme cantidad de campos de concentración franceses, de los que se habla poco y nada, etcétera.

El mayor problema son los diálogos ficticios, y los peores parecen salidos de una comedia tonta con Jennifer Anniston: “-The Lovely Dead Girl at Table Six, es el título del relato que estoy escribiendo. Espero que me lo publique The New Yorker. -Estás loco. -También lo sé. ¿Tienes hambre? -Nunca. -¿Por qué yo? -¿Cómo? -¿Por qué me has elegido a mí? Tienes a todo Nueva York a tus pies. -Yo no te he elegido, me dejo hacer, que es distinto. No pongas esa cara. Y vuelve a besarme antes de que cambie de idea”.

Además, Beigbeder extrae de dos o tres anécdotas una serie de conclusiones importantísimas que harían sonreír a un experto en la vida de Salinger. Pero, juguetonamente, dice en su prólogo que “si esta historia no fuera cierta, tendría una enorme decepción”. La actitud es válida, y desde esas coordenadas el libro se puede disfrutar, pese a lo peor de sus diálogos y a la extraña presencia por todas partes de palabras en inglés, como man, shit y fuck en los diálogos, que, además, contrastan con el tono medido y correcto elegido por el traductor (o por el autor en francés). Insisto: algún purista se puede ofender ante las conclusiones y las extensas cartas inventadas (sólo se cita una real), pero como novela Oona y Salinger resulta entretenida, y hay que reconocerle al autor una escritura amena y fluida. El libro, al final, vale la pena; se guarda, se presta, se recuerda con una sonrisa, no se sufre mucho si el préstamo no vuelve.

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