De los autores americanos del siglo XX, probablemente sea Jorge Luis Borges el más citado y nombrado. Ojalá fuera también el más leído. Su nombre se asocia con complejidad, con erudición, con laberintos, tigres y duelos a cuchillo; también con una ceguera mítica, con la timidez en la palabra, con cierto pensamiento conservador. Los más despistados lo recordarán por unos pobrísimos poemas que se le atribuyen falsamente. Otros, por algunas frases o personajes que se le unen de modos extraños. Se dice “odiaba el sexo, una vez dijo ‘los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres’”, sin tener en cuenta que quien dijo eso no fue exactamente Borges, sino un personaje suyo que citaba, mejorándola, la entrada en una enciclopedia sobre un mundo inventado; otros mencionarán a Pierre Menard, sin pensar que no es la síntesis de la poética borgesiana, sino la parodia de cierta literatura, y más concretamente, como ha dicho Juan José Saer, una caricatura de Paul Valéry.
Los malentendidos lo rodean. Algunos inocentes, otros definitivamente malvados, que hacen que, para llegar a un Borges más o menos incontaminado, haya que desarmar densas capas de interpretación (maliciosa o brillante), de prejuicios (fundados o espurios), de años y años de lectura y de exposición mediática de un hombre que, como en la escena más recordada de la película La dama de Shanghái, huye en sus reflejos. Basta leer atentamente sus cuentos para asombrarse por la cantidad de referencias sexuales que hay en ellos (por ejemplo, en “La noche de los dones”, “La intrusa” o “El Aleph”, en cuyo centro hay también un incesto) y, para quienes aún nieguen su interés por la política y sostengan una imagen de evadido torremarfilista, debería alcanzar la lectura de “Poema conjetural”, “El simulacro” o, cómo no, “La fiesta del Monstruo”, cuento escrito junto a su amigo Adolfo Bioy Casares en clave paródica, al estilo de “El matadero” de Esteban Echeverría, o “La refalosa” de Hilario Ascasubi.
Es claro, por otro lado, que con tales equívocos tiene que luchar toda obra que pretenda su permanencia en el tiempo, de todo autor que apunte, como Borges, a superar la inmediatez que a veces es también banalidad.
(Per)versiones de un clásico
“Hombre de la esquina rosada”, una de sus narraciones más famosas, perdura como un centro esquivo en el canon borgesiano, en tanto conjuga una variedad de problemáticas cruciales para cierta lectura amplia de su obra. En la superficie tenemos un cuento realista, que narra el duelo a cuchillo entre dos hombres de la orilla bonaerense, a fines del siglo XIX. Sólo que el duelo no existe, los personajes son idealizados y estereotípicos, toda la acción pasa como un sueño dirigido. Es a la vez su primer cuento y su fantasma más persistente; volver a él es volver a la génesis del Borges cuentista, obsesionado con lo que denominó “la secta del cuchillo y del coraje”. Pensar en “Hombre de la esquina rosada” es pensar en “Leyenda policial”, la primera versión del cuento, en las dos traducciones diversas que hizo Norman Thomas di Giovanni junto al autor, en una manera de entender la traducción como mejoramiento del original y de ver la literatura como diálogo de textos, como reescrituras, como palimpsesto.
En “Los cuatro ciclos”, un pequeño poema en prosa o ensayo poético, Borges contempla las historias desde un punto de vista que refiere al origen, y establece cuatro líneas, cuatro Ur-historias: la del sacrificio de un dios (piénsese en Jesús), la de una búsqueda (piénsese en el capitán Ahab), la del regreso (piénsese en Ulises) y la que dejo para el final por motivos de suspenso, pero que él ubica al principio por ser la más antigua, “la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes”. En “Hombre de la esquina rosada” están la ciudad fuerte (el baile de Julia) y los hombres valientes (el Corralero, el Inglés). Y está también el cobarde, el que es menos que un hombre, el que se pierde porque no se resigna a su destino, el que supera el maleficio del nombre y deja por eso de existir.
Anhelo de ser otro
Si, de cierto modo, en algunos textos anticipó a internet, prefiguró también su caos acumulativo, su despersonalización, su dispersión inmensa en el vacío. Basta pensar en “La biblioteca de Babel” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que William Gibson llamó “una fábula sobre la ficción pura” y que los creadores de Wikipedia citan como antecedente.
Borges se desvive, en toda su obra, por expresar el deseo terrible de dilución del hombre en la masa, casi como una pulsión a mitad de camino entre lo divino y lo demoníaco. Esa fuerza conduce a los personajes como un mandamiento; la rebeldía los expulsa de la manada social o los mata. De un lado está Rosendo Juárez, del otro, Juan Dahlmann. En su poesía, el deseo de ser otro toma un claro matiz teatral, importado de los monólogos dramáticos de Robert Browning. Así, encarna la figura de sus artistas y filósofos más admirados o temidos, y es entonces cuando se vuelve más sincero, autorreferencial e íntimo: en un gesto supremo de timidez y discreción, Borges sólo es Borges cuando se llama Averroes o Virgilio.
Su mejor obra poética es un despojamiento de la individualidad, un manifiesto contra la autoexpresión, contra la poesía confesional, amanerada. Es la poesía del hombre después del hombre.
El centro secreto
El deseo de aniquilación es, entonces, una de las constantes más fuertes en una obra tan proteica como la de Borges. Todo lo impregna ese subtexto, ese descreimiento en la “mitología del yo”: su odio al gesto romántico, a la novela realista, al psicoanálisis; su amor por las novelas policiales y las películas de cowboys; su descreimiento de regímenes personalistas como el nazismo, del que vio un doble en Perón; su desinterés ante lo que llamaba “estilo”. Así, funda en las ruinas del sujeto moderno una literatura que tiende, como casi ninguna otra, a la abstracción total. Un cuento idealista y perfecto que se asienta en un argumento sólido y un lenguaje muy trabajado, y que, como las fábulas de Kafka, sirve como ilustración de una teoría, y a veces también como parodia. Sin embargo, esto no quita una elaboración delicada de personajes, a veces simples pero no por ello menos plásticos, sólidos e imaginables.
Borges define en pocas líneas un destino, con lo mínimo indispensable. A veces nos priva de un rostro para reforzar la idea de que todos los hombres pueden ser un hombre. En “Una rosa amarilla”, Dante, Homero y Marino son uno cuando les llega la muerte, porque los tres alcanzan a vislumbrar algo tras el velo. Así, el que se mira al espejo se pierde porque no ve nada, porque no hay nada que ver. Funda una poética de la ausencia, y por eso es enaltecido por los pensadores estructuralistas y posmodernos, que no entienden (o no quieren entender) que Borges no es uno de ellos.
De hecho, cuando dice, por ejemplo que “Las ruinas circulares” y “El Golem” o “El desafío” y “Hombre de la esquina rosada” son un mismo texto, está desacreditándolos. Para él el centro no es una forma ni una estructura, sino una fábula, el mito original.
La conquista
Borges fue, ante todo, un revolucionario. Leyó de forma despreocupada, refractaria a todo esnobismo, sobre todo por placer. Fue un hombre de principios que defendió su gusto ante “lo decente” o lo esperable, y que no se rindió ante los dictámenes de la moda o la corrección. Si estaba en lo cierto o equivocado es otra cosa, pero nos legó un ejemplo de pensador independiente y absoluto que no distinguía entre una cultura “alta” y una “baja”, que se emocionaba con una milonga y con Shakespeare sin olvidar qué corresponde a cada cosa, sin mezclarlas ni confundir, y sin las afectaciones sensibleras típicas de ciertos populismos.
Reducir su obra a una fría búsqueda de la perfección técnica o a una intelectualización excesiva del mundo no sólo es injusto: es también falso. Borges no escribe difícil, escribe sobre asuntos complejos, de la manera más precisa y clara que se ha visto en nuestra lengua. Si se recorren con cuidado las a menudo cuatro o cinco páginas de sus minúsculas obras de arte, no puede uno sino maravillarse. Leyendo durante toda su vida del inglés, logró cosas que no se sabían posibles en castellano. No sólo barrió con los tics que aquejaban a una literatura esclerosada, sino que fundó una nueva forma de escribir y una nueva forma de ubicarse ante la tradición, conquistando para nosotros la historia del universo.