No estuvimos en el momento más importante de nuestras vidas: no asistimos a nuestra propia concepción, nuestro pre-texto. Esta preocupación, que ha movido a la reflexión a Pascal Quignard en numerosos escritos, tiene su prefiguración en Sobre lo anterior, el segundo volumen de la serie Último Reino, que forma una unidad tan fluida con su antecesor, el ganador del premio Goncourt Las sombras errantes, y con su sucesor, Abismos (los tres son originalmente de 2002 y fueron publicados en nuestro idioma por El Cuenco de Plata), que es difícil no leerlos como una trilogía inicial dentro de la serie mayor, que hasta el momento cuenta con nueve publicaciones. Así, nuestra imagen primigenia, original, nos está vedada, y es por eso, tal vez, que *Sur le jadis * (tal es el título original, que presenta un problema de traducción resuelto por Silvio Mattoni, una vez más, con elegancia) abre y cierra con narraciones, como buscando reconstruir esa imagen.
Los pequeños tratados que le dan forma al libro son elementos de un conjunto que no se ve al principio, sino que se va armando delante de nosotros por medio de sucesivas capas de complejidad, que se agregan y problematizan un tema que es objeto de observación y de detenimiento. La fascinación por las cosas, que es también encantamiento, se abre desde el ojo como órgano hambriento y de aspiraciones totales. Quignard, de este modo, nos pone ante el mundo como frente a un gabinete de curiosidades formado por sus obsesiones (la música sacra, la pintura de Jan van Eyck, la etimología, la literatura romana, Islandia...) y guía la vista para echar luz sobre puntos de tiniebla, para unir lo jamás unido, para desenterrar del fondo del pensamiento la idea de la existencia de otro reino (de otro espacio de realidad) que es a la vez omnipresente e inaccesible.
Lo anterior es, entonces, un tiempo problemático, porque nos define y nos evade, porque el solo hecho de su existencia significa su invisibilidad. Ese primer reino que está más allá del pasado, que se parece al tiempo del mito, se evidencia, según Quignard, con mayor fuerza en los sueños, y allí lo busca. Es que la mera existencia del sueño es una prueba de que hay otro lugar y de que hay un regreso; a su vez, el ansia de regreso, el temor al mundo, la pulsión sexual que nos sostiene por las noches, todo encuentra en esa anterioridad un lugar donde fijar la mirada, su objeto de fascinación. Porque Quignard no contrapone al tiempo perdido el tiempo recobrado, sino -como ha dicho Aliette Armel- ese tiempo sin tiempo que es lo anterior. En ese sentido, es paradigmático que, contra el “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” que abre Por el camino de Swann, de Marcel Proust, Sobre lo anterior *comience con un preciso “Ayer descendí al fondo del valle”, porque este libro es también una indagación aguda en el aoristo (un tiempo verbal del griego y otras lenguas, cuyo equivalente castellano se acerca al del pretérito en su aspecto perfecto) y sus implicancias profundas como creador de ficción, de arte, desde la frase en inglés que da comienzo a los cuentos tradicionales: “Once upon a time”*.
De esta manera, mediante la literatura y en el aoristo, los muertos ofrecen una vitalidad que se presenta con fuerza en el lenguaje, un lenguaje que nos es ajeno porque les pertenece a ellos. Quignard investiga entonces sobre los restos de esa materialidad, y busca en los refranes, fragmentos del lenguaje que a menudo decimos sin entenderlos por completo, pero que tienen sentido en tanto son verdades que decían nuestros ancestros. En esta persistencia de una memoria por medio de las palabras, se presenta al libro como un muerto comunicante, un muerto que habla, pero lo que habla en el libro es un pasado. Más allá de ese pasado, más allá de la lengua materna y nacional, está lo anterior: una construcción fuera del tiempo de los hombres, que se esconde, como las pinturas rupestres en las cavernas paleolíticas, en las profundidades de nuestros cráneos.
El mayor poder argumentativo del pensamiento de Quignard, en este sentido heredero del de Georges Bataille, se encuentra en su capacidad de vinculación del mundo primitivo y su persistencia en la cultura, fundamentalmente por medio de la idea de una concepción corporal de nuestra psiquis. Esta incorporación de lo humano a lo animal, sin embargo, no busca una simplificación de nuestros hábitos, sino que parece evitar, más bien, la oposición entre ciertas tecnologías (la lectura y la escritura, por ejemplo) y nuestra animalidad, para pensarlas en cambio como su continuación. Así, como el antiguo instinto de predadores nos hizo desarrollar una cultura de la vista (sentido privilegiado en los animales de caza), ese mismo acto de seguir las huellas, de armar sentido a partir de fragmentos, es la base del desarrollo de nuestro pensamiento. Quignard, entonces, postula una retórica a partir del cuerpo y sus inmundicias (siguiendo a su admirado Cayo Albucio Silo, a quien dedicara un brillante libro en 1990), que tiene en sí la fuerza interpretativa de las grandes mitologías, y postula, mediante una colección de citas, de discusiones y de anécdotas, una visión completa del mundo: de la historia (que presenta como enmarcada en guerras civiles), del pasado (por medio del comentario y la cita de obras de siglos y culturas distantes), del presente (que incluye con su propio devenir y las vicisitudes de este siglo, recién iniciado cuando se publicó la obra) y del tiempo conjetural y fundante, “humanidad perdida que no vuelve”.