He aquí “la continuación que nadie pidió”. Claro, hace 13 años, cuando Pixar Animations Studio hizo Buscando a Nemo (2003), la práctica de las secuelas de películas era mucho menos prestigiosa que en la actualidad. Se usaba, y se hacía buena plata con eso, pero solía ser relegada (con importantes y excepcionales excepciones: El padrino, La guerra de las galaxias, las primeras franquicias de James Bond, Batman y Superman) a equipos secundarios, e incluso a canales secundarios. Toy Story 2 (1999), primera sucesora de una película de Pixar, sólo se hizo porque la compañía Disney, con la que Pixar tenía un acuerdo de “derechos de continuación” (sequel rights) hizo un proyecto muy berreta para una secuela de Toy Story de una hora de duración, que iba a ser editada directamente en DVD, sin pasar por salas, y los autores de la original decidieron encargarse plenamente de la película para no enchastrar la reputación que se habían ganado con su primer largometraje, aunque Disney, de todos modos, se iba a quedar con la tajada mayoritaria del negocio, tal como estaba acordado. Aun así, Disney decidió que en adelante caminaría por arriba del orgullo de la joven productora de animaciones y fundó Circle 7, una productora cuya tarea iba a ser encargarse exclusivamente de continuaciones de títulos de Pixar, de acuerdo con la visión de los ejecutivos de Disney (algo rápido, barato, para niños chicos y poco exigentes). Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar: Circle 7 no llegó a hacer ninguna película, y Pixar, como el resto del mundo, empezó a encarar sus continuaciones con la mayor seriedad. A fin de cuentas, cada una de las entregas de Toy Story -la tercera es de 2010- hizo más plata que la anterior. Era lógico que llegara el turno de Buscando a Nemo, la más lucrativa de todas las producciones de Pixar (y la segunda película de animación por computadora más lucrativa, detrás de otra continuación, Shrek 2, de 2004 y realizada por Dreamworks).
Por supuesto que las consideraciones económicas siempre están presentes cuando se habla de producciones de entre 100 millones y 200 millones de dólares. Pero no es todo lo que hay. En este momento en el que las series televisivas han desplazado al cine en cuanto la forma más noble del audiovisual masivo estadounidense, uno se viene acostumbrando a verificar (y no sólo a creer en) el “felices para siempre” de las películas con final feliz: ya no bastan el sueño y la nostalgia, uno quiere ese acercamiento virtual a la “vida después de la muerte” -es decir, después del fin de la historia- que es la continuación, algo que nos permite constatar que los enamorados se siguen amando, los amigos siguen amigos y la sociedad sigue unida. Y las películas de animación permiten hacerlo sin que los personajes envejezcan, o sin que sea necesario rebutearlas con nuevos actores que tengan la edad adecuada.
Así que acá tenemos la sensación deliciosa de reencontrarnos con Dory, Marlin y Nemo (cuyos niveles de protagonismo cambiaron, ya que la pez cirujano regal con deficiencia de memoria a corto plazo es el centro de la acción, y sus amigos peces payaso la ayudan). El título (que una vez más, en la traducción al español, cambia de “encontrando” a “buscando”) se corresponde con el molde del anterior, pero no describe tan bien esta historia. Es cierto que, durante la mayor parte del tiempo, Dory está separada de sus amigos, quienes efectivamente están “buscando a Dory”. Pero lo central de la película es más bien “Dory buscando”: empezó a recuperar parte de su memoria de largo plazo, eso le devolvió recuerdos de sus padres (a los que había perdido cuando era niña, debido a problemas derivados de su deficiencia), y decidió emprender un viaje a California para intentar encontrarlos. Las pistas que va reuniendo la llevan a un parque biológico (una reserva de flora y fauna con actividades educativas y recreativas para los visitantes) centrado en la vida marina, donde transcurre el grueso de la acción.
Las continuaciones son la fiesta del reencuentro con personajes queridos. No es poca cosa. Pero a nivel de trama, inevitablemente corren con una gran desventaja: en los films de fantasía, uno de los aspectos más fascinantes (que suele dominar por lo menos el primer acto de la película) es la presentación de las premisas, que en este caso son las de un universo marino en el que distintos animales hablan unos con otros -aun si, para comunicarse con determinadas especies, se necesita aprender algo de su idioma (una de las habilidades salvadoras de Dory es que sabe “hablar ballena”)-. Tienen inteligencia y sentimientos humanos, también muchos aspectos de la cultura humana, y comportamientos y hábitos que son una mezcla entre determinados estereotipos de la sociedad estadounidense y los aspectos más conocidos de sus especies biológicas. Como en la mayoría de las producciones de Pixar, ese universo funciona como alegoría del mundo de la mayoría de los espectadores, asimilable como tal (en forma consciente o no) por niños y adultos. En el caso de Nemo, la alegoría era bastante elemental (y por lo tanto tenue): la vastedad del océano representaba la amplitud del mundo desde la doble óptica de un padre sobreprotector y de un hijo todavía no emancipado.
Pero aun sin el sabor de la presentación de las premisas, y aun si se repite (muy modificado) el esquema de “buscando a...”, esta es una producción de Pixar. Eso es una garantía de know-how y de un equilibrio entre muchas cabezas creativas interactuando bajo un fraterno control mutuo, dentro de los límites seguros pero muy amplios del clasicismo hollywoodense (de cuyas virtudes esta productora de animación debe ser el principal reducto en la actualidad). Entran en juego varios nuevos personajes, y sin dejar de cumplir con el objetivo de generar nuevo merchandising, son realmente elaborados e imaginativos. El principal es el pulpo Hank, que se maneja por el mundo terrestre colgado de sus tentáculos como si fuera un mono, y cuyas capacidades camaleónicas de camuflaje están exageradas hasta parecerse a las de Randall (el villano de Monsters, Inc), lo cual es uno de los elementos surrealistas de la película. Las habilidades de biosonar de la beluga Bailey se asemejan a veces a la capacidad de detección de un satélite espía (puede, desde su acuario, visualizar el camión en que van Hank y Dory, a varios kilómetros en una carretera). Lo más divertido -por lo menos para mí- es cuando ese tipo de chistes consiste en una especie de verbalización de comportamientos naturales, como ocurre con Fluke y Rudder, dos leones marinos somnolientos que a cada rato salen de su sopor habitual cuando otro lobo, Gerald, osa subirse a la pequeña roca que dominan. En inglés, sus aullidos son “¡Out, out, out!”, lo que une en forma ingeniosa onomatopeya y palabra (un detalle sabroso es que las voces de estos amigos son las de Idris Elba y Dominic West, es decir, Stringer y McNulty, antagonistas de The Wire).
Hay mucha emotividad en los lazos de Dory con distintos personajes. Ni que hablar de su situación como hija pequeña con una discapacidad que se pierde de sus padres y desaparece (que vemos en las muchas ocasiones en que la narrativa se traslada a la infancia de Dory), de la empatía que ello suscita en Marlin, de la obstinación de Dory en recuperar a sus padres. Sobre todo está el aspecto constructivo, la moraleja de la película, que es el modo en que Dory, aun con su déficit de memoria, termina logrando cosas que personas sin hándicaps no consiguen, gracias a una combinación de ingenio, obstinación, buen corazón y espíritu solidario y de cooperación.
Como suele ocurrir en las producciones de Pixar, el azúcar del componente tierno y de la moraleja está cortado en forma suficiente con chistes matizadamente incorrectos, que diferencian a estas obras del aire de cruzada moral que vienen asumiendo tantas películas mainstream. Tenemos oportunidad de reírnos de la desmemoria de Dory, y de Gerald -quien haya visto Manual del macho alfa lo comprenderá aun mejor-, un personaje que, además, tiene un rostro caricaturesco a la manera de la vieja Warner, así como del pajarraco Becky. Los dos momentos en que intervienen canciones, ambas clásicas y asociadas con figuras del jazz, son irónicos: “What a Wonderful World” en la catástrofe que constituye el clímax de la película, y al final, “Unforgettable”. Como en Buscando a Nemo, hay también un momento épico-libertario-revolucionario, pero justo se corta en la forma más desastrosa.
El visual es alucinante, y además muy expresivo (el mar se pone turbio en los momentos en que Dory está más perdida y aislada, y límpido cuando todo es paz).
Leí por ahí una crítica de que es medio inverosímil la escena en la que Hank se apodera de un camión y lo maneja a alta velocidad por una carretera -como no le da para presionar los pedales con los tentáculos y mirar hacia adelante al mismo tiempo, Dory, metida dentro de un tarro transparente con agua, va leyendo los carteles de la carretera y diciéndole dónde tiene que doblar-. Bueno, con una escena así nos vamos muy lejos del entorno marino, pero no veo que esto sea más absurdo que la conciencia de Dory de su propia amnesia anterógrada. En todo caso, quienes se sientan más cómodos ante relatos de bichos con menor grado de antropomorfismo pueden quedar encantados con Piper, dirigida por Alan Barillaro, el corto de Pixar que, como es habitual en esa productora, antecede al largometraje. Es la historia de un pájaro escolopácido (no sé identificar la especie) que recién empieza a emanciparse del alimento que los padres solían depositarle en el pico, para empezar a picotear a los moluscos de las conchitas de mar. Es de lo más básico, sin diálogos, y la única humanización de los personajes está en algunos aspectos de la expresión facial. La “cámara” está casi todo el tiempo a ras del piso, y es un prodigio verificar la potencia de los recursos actuales de la animación digital, en el rendimiento tan vivo de cada granito de arena, de cada burbuja de la espuma del agua del mar, de cada pluma de cada pájaro. Tan sólo este cortometraje maravilloso justifica la ida al cine.